Al día siguiente, Paula se dirigió a la finca de los Alfonso, tan grande que, además del edificio principal, tenían varias casitas de invitados. Pedro ocupaba una de ellas desde que se separaron. La casa principal era un edificio blanco de tres pisos, con enormes ventanales frente al mar. Una larga escalera llevaba al porche, que daba la vuelta a todo el edificio y en el garaje había una flota de coches de lujo para toda la familia. Detuvo su Mercedes descapotable frente a un macizo de azaleas y dejó escapar un suspiro. Aunque agotada después de una larga tarde discutiendo con una señora muy rica, pero de dudoso gusto en decoración, estaba deseando terminar el día allí. Le caían muy bien el hermano de Pedro y su prometida. Les había preguntado muchas veces si querían consultar con otro decorador de la empresa, pero ellos habían insistido en que la querían a ella. Mientras subía los escalones del porche, intentó recordarse a sí misma que no tenía por qué estar nerviosa. Ella era una mujer de veintisiete años con una prometedora carrera por delante. Había decorado de todo, desde mansiones históricas a una extravagante cabaña sobre un árbol que salió en el Architectural Digest. Era consultora en un programa de decoración... Además, la familia de Pedro era encantadora. No iban a mostrarse antipáticos con ella sólo porque Pedro y ella estuvieran divorciados. O eso esperaba. Pero cuando iba a empujar la puerta se detuvo. Ya no era parte de la familia, pensó. Sintiendo un pellizco en el corazón, llamó al timbre. Sólo esperaba no ponerse a llorar, como le ocurría últimamente tan a menudo. La puerta se abrió y su ex suegra, una bella mujer de pelo rubio ceniza, la recibió con un cariñoso abrazo. En vaqueros y con un jersey de manga corta nadie diría que Ana era una de las senadoras más importantes del Estado. Aunque había estado nueve años casada con Pedro, Paula seguía impresionada por la influencia y el dinero de la familia Alfonso. El padre de Pedro había sido senador, un puesto que pasó a ocupar su mujer tras su prematura muerte. Y ahora que Ana estaba en una lista de candidatos a Secretario de Estado, el hijo mayor estaba internando conseguir su asiento en el Senado. Ana recibió a Paula en la puerta.
—Entra, cariño. Veo que te encuentras mejor, estás radiante.
¿Sería por el embarazo?
—Gracias, Ana —su temblorosa voz pareció hacer eco en aquella casa de techos altísimos.
Atravesaron un salón con dos sofás de terciopelo azul y varios sillones tapizados en color crema que le daban un aire cómodo pero informal. El toque de lujo lo daban las alfombras persas que cubrían el suelo.
—Vamos a tomar el postre en la terraza —le dijo la madre de Pedro—. He guardado un plato para tí. Sé que el pastel de chocolate es tu favorito.
Aunque Paula quería que aquélla fuese una reunión de trabajo, al oír las palabras «Pastel de chocolate» no pudo contenerse. Seguramente sería su primer antojo.
—Muchas gracias.
Ana la miró entonces.
—Aunque Pedro y tú ya no estén casados, yo te sigo queriendo.
Se lo había dicho muchas veces, pero oírlo en aquel momento, cuando el divorcio era firme, significaba mucho para ella; especialmente estando embarazada. Incluso más porque la madre de Pedro no sabía nada sobre el niño.
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