—Muy bien. ¿Qué quieres? ¿Que nos digamos adiós civilizadamente?
Paula reaccionó por instinto al calor del cuerpo de su marido, el olor de su colonia, el roce de su mano. ¿Cuánto tiempo tardaría su memoria sensorial en olvidarlo?
—Ya nos despedimos en tu coche —le espetó, irritada—. Y tus derechos conyugales terminaron oficialmente hace cinco minutos.
Aunque él tendría montones de oportunidades de pasarlo bien con las estudiantes de Derecho que entraban y salían de su bufete a todas horas. Paula había visto su corte de admiradoras alguna noche, cuando fue a buscarlo.
—Muy bien, cálmate —suspiró él, poniendo una mano en la pared, su cuerpo creando una barricada entre ellos y la gente que los miraba sin disimular su interés—. Sé perfectamente que no habrá más desfiles de zapatos en el futuro.
Paula miró sus Jimmy Choo plateados intentando no recordar. No quería hacer una escena. Ya era bastante difícil soportar esas últimas horas sin tener que ver imágenes de lo que podía haber sido. Si pudiera aparecer en el despacho de Sebastián con una taza que dijera: «Los hombres de verdad cambian pañales» o alguna broma por el estilo para anunciar la buena noticia... Claro que, si lo hiciera, seguramente él no estaría en el despacho. «Respira», se dijo a sí misma.
—No quiero un adiós civilizado. Es que hay algunas cosas que... Tenemos que hablar cuando esté más calmada. Pero nos veremos la semana que viene, en algún sitio neutral y público.
Entonces sonó el móvil de Pedro. No contestó, pero...
—¿Lo has tenido encendido durante la vista? —suspiró Paula—. No, definitivamente no deberíamos hablar hoy.
—Como tú quieras.
No era precisamente lo que ella quería, pero no había alternativa.
—Adiós, Pedro.
Pero no era un adiós definitivo y lo sabía. A partir de aquel día ya nunca podrían romper del todo. Y tenía una semana para reunir valor y hacer planes. Pasó por el vestíbulo del Juzgado sin darse cuenta de que la familia de Pedro estaba allí, esperándolo. La clase de familia numerosa con la que ella había soñado siendo hija única de unos padres de mediana edad que la habían querido, sí, pero que ahora ya no estaban. Paula se llevó una mano al estómago, sus pulseras de plata tintineando, y rezó por la vida que llevaba dentro. Entonces oyó pasos tras ella... Pedro, claro. No iba a dejarla ir tan fácilmente. Qué extraño que, aunque nunca luchaba, ganaba siempre. Él fue quien pulsó el botón del ascensor, inclinando a un lado la cabeza para estudiarla con su penetrante mirada. Y ella no quería subir a esa claustrofóbica caja para recordar su último viaje.
—Gracias, pero he decidido bajar por la escalera.
Se volvió entonces, pero lo hizo a tal velocidad que, de repente, se le doblaron las rodillas. Lo único que pudo ver mientras caía al suelo eran los mocasines de Pedro, que ella misma le había regalado las Navidades anteriores.
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