Tras utilizar el ordenador de Jimena para investigar casos similares al de Pedro, Paula decidió que el siguiente paso era ir al juzgado del condado Wellington, su sede, estaba sólo a treinta kilómetros. Al día siguiente, cuando cerró la cafetería, fue en coche hacia allí y presentó una moción para que se levantara el mandamiento judicial y Pedro pudiera volver a trabajar lo antes posible. No estaba segura de lo que ocurriría. Si Julián Ross era de esa zona, el juez Winston podría extender el mandamiento, en vez de levantarlo; simplemente porque así funcionaban con los suyos en los pueblos pequeños. Era injusto, pero ella había descubierto hacía tiempo que el sistema legal de Estados Unidos tenía muchos agujeros. Aun así, era uno de los mejores del mundo, y se sentía orgullosa de formar parte de él.
Ya estaba de vuelta en Lane, a punto de estacionar en casa de Jimena, cuando frenó de repente. La furgoneta de él estaba ante la casa. Paula se quedó inmóvil un segundo, respirando con agitación. Se preguntó por qué Pedro tenía un efecto tan adverso sobre ella. Hacía que pensara y actuara de una forma totalmente inusual en ella. A pesar de la atracción que sentía por él, seguía firme en su decisión de no entablar una relación con otro hombre. El precio era demasiado alto. La amistad era suficiente. Hasta que había conocido a Pedro. Sin duda, la volvía loca con sus comentarios chauvinistas y su arrogancia. Pero, además de hacer que se sintiera consciente de su cuerpo, había despertado en ella deseos que creía muertos hacía tiempo. Se había equivocado, estaban vivos, y mucho. La clave para no rendirse a esos deseos era tener fuerza de voluntad y testarudez. Y siempre había creído tenerlas. Adivinó, a la luz del reto que había estacionado ante su casa, que pronto vería de qué pasta estaba hecha. Con las piernas temblorosas, bajó del coche. Pedro se reunió con ella a medio camino. Su rostro tenía el mismo aspecto que cuando le habló de Julián Ross: el de una tormenta a punto de estallar. Ella cuadró los hombros, esperando malas noticias.
—¿Dónde diablos has estado? —exigió él con aspereza.
Sorprendida por el súbito ataque, Paula ensanchó los ojos. Al mismo tiempo, sintió una oleada de ira.
—¿Disculpa?
—Me has oído.
—¿Cómo te atreves a hablarme así?
—¿Cómo te atreves a desaparecer sin más?
—Eh —replicó ella. —No tengo por qué darte explicaciones.
Pedro farfulló una palabrota y se frotó la nuca, como dándose tiempo para recuperar el control de su frustración y su mal genio.
—Mira, no pretendía atacarte.
—Pues lo has hecho.
—Paula...
—Apártate de mi camino —dijo ella, ignorando el tono suplicante de su voz.
—¿Adónde vas?
—Dentro de mi casa, lejos de tí —los ojos y la voz de Paula sonaron fríos como el hielo. — Ningún hombre me habla así. Y menos uno a quien apenas conozco.
Pedro, comprendiendo que había cometido un grave error, la miró contrito.
—Oye, lo siento. Lo siento de veras.
Paula forcejeó con su conciencia. Le habría encantado mandarlo a paseo, al infierno incluso; no lo hizo,
—Me temo que «Lo siento» no basta.
—Estaba preocupado, eso es todo.
Ella lo miró con incredulidad y se preguntó por qué no lo rodeaba, entraba en casa y acababa con esa tontería. Tal vez fuera por la mirada desesperada de sus ojos, o porque estaba muy atractivo con el sombrero negro, vaqueros, camisa blanca y botas. Por no mencionar su olor... como siempre, su colonia le provocaba un cosquilleo en todo el cuerpo. Maldito fuera.
—¿Preocupado por qué? —exigió.
—Por tí.
—¿Por mí? —sonó incrédula. —¿Por qué ibas a estar preocupado por mí?
—No lo sé —Pedro estaba un poco pálido. —No estabas en la cafetería ni aquí, y pensé que tal vez... —calló y se frotó la nuca ton fuerza— Diablos, no sé qué pensé.
—No voy a marcharme, Pedro. Dije que te ayudaría y lo haré —contempló como todo su cuerpo parecía relajarse.
—Pero el tiempo es crítico —dijo él, unos segundos después, con un tinte de desesperación en la voz.
—Lo sé —afirmó ella, con tanta paciencia como pudo, Ariel había sido un hombre tranquilo, que rara vez perdía los nervios. Por lo visto no hacía falta mucho para que Pedro se disparase como un cohete.
—He hablado con mi banquero, y los mandamases del banco están muy nerviosos respecto a la cantidad de dinero que debo —explicó Pedro —Enterarse de lo del mandamiento judicial, ha sido un agravio y un insulto.
—No es tan grave como podría haber sido —dijo Paula, —Mientras tú te dedicabas a perder los nervios, yo estaba trabajando para tí. Acabo de regresar de Wellington, ya he interpuesto una demanda para que se levante el mandamiento.
Los rasgos de Pedro denotaron alivio y remordimiento a la vez.
—Sí quieres darme una patada en el trasero, me pondré en posición.
—Algo me dice que eso no serviría de nada —supo que había acertado, porque él se sonrojó.
—¿Tienes algo que hacer ahora mismo? —preguntó él de repente.
—No, pero... —Paula frunció el ceño.
—Ven conmigo al emplazamiento, ¿Quieres? Bruno está fuera y tengo que revisar la maquinaría antes de que oscurezca. Por el camino puedes contarme los detalles de tu viaje a Wellington.
—No estoy vestida para ir al bosque —protestó Paula.
De hecho, llevaba vaqueros, una camisa y chaqueta. Pero eran sus delicados zapatos los que fallaban.
—Eso no importa. No tienes que bajar de la camioneta si no quieres.
—¡Tendría más éxito discutiendo con un árbol que contigo. —Paula alzó las manos, derrotada.
En cuanto subió a la camioneta, que olía igual que Pedro, Paula se tensó. Ya debería haber aprendido a no estar con él en situaciones íntimas. Acceder a ayudarlo probablemente era lo más tonto que había hecho en mucho tiempo. Pero había estado deseando volver a ejercer. Hasta el momento, había disfrutado con cada minuto del sencillo caso. Simplemente entrar al juzgado había hecho que le subiera la adrenalina. Durante un rato había paseado por los pasillos, inhalando ese olor tan peculiar y característico de los juzgados. Sin duda, servir café y comida estaba afectándola. Pero también Pedro. Y ser camarera era, con mucho, lo menos peligroso de las dos cosas.
Por más que se resistan la atracción es inevitable...
ResponderEliminar