martes, 19 de marzo de 2019

Corazón Indomable: Capítulo 8

Pedro terminó de cortar y apilar montones de leña que no necesitaba. Sí dar golpes con un hacha lo ayudaba a contener su frustración, seguiría haciéndolo. Por desgracia, el trabajo físico no había logrado su objetivo. No podía sacarse a Paula de la cabeza, aunque hacía dos días que no la veía. Aún recordaba su olor y el tacto de su piel como si estuviera empapado de ella. Eso podía causar muchos problemas a un hombre, porque implicaba dependencia, necesidad y un vínculo emocional con una mujer a quien apenas conocía. Con Paula Chaves eso era imposible. No se quedaría allí mucho tiempo y, además, tenía demasiados secretos. Pero ese beso le había hecho surcar el cielo como una cometa. Y deseaba más. Apenas había visto y rozado uno de sus senos, pero sabía que era firme y delicioso como un melocotón recién madurado. Sólo con pensar en saborearlo se le hacía la boca agua, «Cuidado, amigo, más vale que eches el freno o la asustarás», se dijo. Si quería volver a verla tendría que ir despacio, ser delicado. Aun así, no sería fácil. Sin embargo, había visto el deseo en sus ojos, percibido el calor que irradiaba su cuerpo. Ella también lo deseaba, aunque no parecía querer admitirlo; ahí estiba el problema. Pero no iba a rendirse. Si no se equivocaba, bajo esa fachada de hielo se ocultaba una mujer ardiente y explosiva e intentaría comprobarlo. Recogió las herramientas y entró en la cabaña. Se duchó, vistió y abrió una cerveza. Se llevaba la botella a la boca cuando llamaron a la puerta.

—Está abierto —gritó. —Un segundo después entró su capataz y amigo, Bruno Axers.

—¿Quieres una cerveza? —preguntó Pedro sin preámbulos.

—Creía que no ibas a preguntarlo nunca —rió Bruno.

Pedro le dió una botella y fueron a la sala a sentarse junto al fuego.

—Diablos, ahí fuera hace más frío que en Montana.

—¿Cómo puedes saberlo? —preguntó Pedro, mirándolo de reojo. —Nunca has salido del este de Texas.

—Eso da igual —dijo Bruno con obstinación. —Sé lo que es el frío cuando lo siento.

—Entonces acerca esa cabezota calva al fuego.

Bruno se sentó y ambos se concentraron en sus cervezas, a gusto con sus pensamientos.

—¿Y toda esa leña de fuera? —preguntó Bruno un rato después. —Has cortado suficiente para todo un invierno en Alaska. Y casi estamos en marzo.

—¿Te has dado cuenta?

—¿Cómo no iba a dármela? —Bruno alzó una ceja y lanzó a Pedro una mirada penetrante.

—Supongo que necesitaba descargar algo de energía —Pedro encogió los hombros.

—No puedes estar estresado por nada, ahora que todo va como tú quieres —comentó Bruno extrañado.

—Eso no puedo discutirlo —Pedro no pensaba hablar de su obsesión por la recién llegada al pueblo, así que se centró en los negocios. —No esperaba conseguir comprar esos árboles. Darán muchos beneficios.

—Lo que harán será poner tu empresa en el mapa.

—Eso espero. Entretanto, tengo un montón de facturas que pagar en el banco. No olvides eso.

Como sabes, los árboles no fueron baratos, ni tampoco el equipo.

—Lo sé —Bruno soltó un resoplido. —Viéndolo así, supongo que sí tienes buenas razones para estar estresado.

—Creo que «estresado» no es la palabra correcta —Pedro frunció el ceño. —En realidad estoy excitado y confío en que el terreno dé beneficios y me saque de las deudas. A ver, ponme al día — dejó la botella vacía sobre la mesa.

—Los dos grupos de trabajadores ya están listos.

—¿Con el equipo y todo?

—Sí —replicó Bruno con voz animada, como si se sintiera orgulloso de su logro.

—¿Has encontrado otro capataz?

—Pensé que podríamos encargarnos tú y yo —Bruno arrugó la frente. —Sabes que no me gusta contratar a gente que no conozco.

—Pero aquí conoces a todo el mundo.

—Por eso no he contratado a nadie —Bruno ladeó la cabeza, —¿Entiendes?

—Supongo que nos apañaremos. ¿Dónde colocaste a los trabajadores? —inquirió Pedro.

—Un grupo en la zona noroeste, cerca de la carretera del condado, y el otro al sur, cerca de la antigua casa.

—Yo me ocuparé del grupo sur —afirmó Pedro, consciente de que sería la zona más difícil de talar.

—Las sierras ya están en marcha y parece que podremos sacar de doce a catorce cargamentos al día.

—Si eso dura de seis a ocho semanas, entonces mis problemas se solucionarán del todo — Pedro sonrió. En ese momento sonó su teléfono móvil.

Él miró la pantalla y vió que era Lautaro Holland, el propietario que le había vendido los árboles.

—¿Qué ocurre, amigo? —preguntó Pedro.

—Me temo que tenemos un problema.

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