Se había recompuesto y limpiado las lágrimas cuando llamaron a la puerta.
—Oh, cielos —masculló, preguntándose quién seria. Abrió la puerta y se quedó boquiabierta.
Pedro Alfonso estaba ante ella.
—Sé que la cafetería está cerrada —dijo él con voz contrita, —pero pensé que tal vez servías Cuervo aquí. ¿Me equivoco?
A Paula la dejó perpleja que Pedro hubiera vuelto a buscarla en su casa. Parecía avergonzado, algo que no encajaba con ese forestal y sus diabólicos hoyuelos. Se había fijado en ellos la noche que la besó. Por fortuna había conseguido sacárselos de la cabeza. Se recordó que Pedro Alfonso no le importaba. La había insultado. Y ese día, de entre todos los días, no tenía ánimo de perdonar. El hombre era insoportable, sexista y... se había metido bajo su piel. Por desgracia, allí seguía. Con el hombro apoyado en la jamba de la puerta, estaba atractivo. Letal. El cabello, demasiado enmarañado para su gusto, parecía recién lavado, como él. Llevaba esos vaqueros que se ajustaban a su cuerpo en todos los lugares correctos, una camisa blanca que realzaba los ojos azul oscuro, y unas botas que lo hacían parecer más alto y duro de lo habitual. Tenía que admitir que era un buen espécimen. Notando el rubor que ascendía hacia sus mejillas, se dió media vuelta, con la esperanza de ocultar su reacción. Sería horrible que él se diera cuenta.
—¿Está prohibido entrar? —preguntó él con su voz profunda y sensual.
—Eso depende.
—¿De qué?
—Aún no lo he decidido.
—Puedo soportarlo.
—De hecho, estoy pensándolo —comento ella con voz ronca, después de aclararse la garganta.
Aunque una leve sonrisa jugueteó en sus labios, Grant se abstuvo de decir nada que pudiera dar al traste con la tregua. Paula pensó que era un tipo listo. Una palabra de más y lo hubiera despedido sin pensarlo.
—Supongo que puedes entrar —dijo finalmente, con un suspiro.
Igual que la vez anterior, en cuanto cruzó el umbral toda la habitación pareció encogerse. El calor de su cuerpo parecía envolverlo todo. Era un hombre grande, algo a lo que ella no estaba acostumbrada. No tenía mayor importancia, sí no se la daba. Eddie había sido bastante más bajo.
—No has contestado a mi pregunta —dijo Pedro.
—Sí quieres, puedes sentarte —ofreció Paula, recordando sus modales. Al fin y al cabo, lo había invitado a entrar.
—Gracias. Es buena idea.
Paula siguió en pie, pensando que eso le daba algo más de fuerza, aunque era una bobada. Pero no estaba dispuesta a sentarse y darle la bienvenida como a un invitado. Al menos, no por el momento.
—Sigues sin haber contestado a mi pregunta.
—Es porque no la recuerdo.
Lo decía en serio. Verlo en la puerta la había sorprendido tanto que no se había fijado en sus palabras.
—Te pregunté sí servías Cuervo.
—Desde luego que lo tenemos en el menú de la cafetería —a pesar suyo, Paula sonrió.
—Para imbéciles como yo, ¿Eh?
—Sí se lo merecen... —volvió a sonreír, pero se obligó a ponerse seria.
No pensaba ponérselo fácil. Aunque no la había ofendido tanto como había simulado, su reacción había puesto una distancia muy necesaria entre ellos. Pensaba demasiado en él para su tranquilidad.
—En mí caso, así es. Y mucho.
—Si tú lo dices —su disculpa le daba igual.
No tenía ninguna intención de rescatarlo. Había muchos abogados en la zona tan competentes como ella, o más. Cuanto menos tuviera que ver con ese hombre mejor. Debía de haber perdido el juicio momentáneamente cuando se ofreció a ayudarlo, sobre todo cuando se suponía que no debía pensar en el trabajo.
—¿Aceptas mis disculpas? —preguntó él, acomodado en el sofá, cerca del fuego.
—De acuerdo. Disculpa aceptada —Paula encogió los hombros.
Vió que él tensaba la boca un segundo, dando paso a una mueca avergonzada.
—Algo me dice que esta disculpa no ha conseguido su objetivo ni por asomo —clavó los ojos en ella.
—Eh, tranquilo. Tú te disculpas y yo acepto. Fin del asunto —dijo ella, rebelándose contra la atracción magnética de su mirada.
—Eso es lo que temo —Pedro se frotó la barbilla. —Significa que voy a tener que arrastrarme por el suelo.
—¿Por qué ibas a molestarte en hacerlo? —preguntó Paula, aún de píe, cansándose de la conversación.
Algunos elementos de su personalidad de abogada estaban regresando. Sabía que debería ser hospitalaria y ofrecerle algo de beber; pero sí lo hacía él se que quedaría allí. Aunque se sentía sola y triste por sí misma, ese hombre no era en absoluto el que elegiría para consolarla. Que el cielo no lo permitiera.
—Necesito un abogado.
—Pero no a mí.
—Sí, a tí.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso?
—Porque eres la más accesible —replicó él sin titubear. —Y necesito... necesitaba, consejo legal ayer.
—Al menos eres sincero.
—Entonces, ¿Qué dices?
—Ni siquiera sabes qué tipo de derecho practico.
—¿Importa eso?
—Claro que sí. Por lo que sabes, podría no ser más que abogada tributaria.
—¿Lo eres?
—No.
—Pues ya está dicho todo —Pedro abrió las manos.
—Se supone que no debo trabajar —Paula movió la cabeza, irritada con él y con sus razonamientos.
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