Cuando regresó con la taza y se la puso delante, Paula no lo miró, para evitar más conversación. A pesar de su atractivo, ese hombre hacía que se sintiera incómoda, y no quería saber más. Le entregó la carta. Él le echó un vistazo y la dejó a un lado de la mesa.
—¿Así que tú eres la nueva Jimena?
—En absoluto.
—¿Y dónde está ella?
—Fuera del estado, cuidando de su madre enferma. Estoy sustituyéndola durante un tiempo.
—Por cierto, soy Pedro Alfonso—se presentó él.
—Paula Chaves.
—Un placer —dijo él, sin ofrecerle la mano.
Cada vez que hablaba, ella sentía una reacción física. Era como sentir el golpe de algo que podría hacer daño y que rehuía internamente. Sin embargo, no era así en absoluto. De hecho, era agradable.
—¿Eres de por aquí? —inquirió él, tras tomar un largo sorbo de café.
—No —repuso Paula, —Soy de Houston. ¿Y tú?
—No originariamente. Pero ahora sí. Vivo a quince kilómetros al oeste del pueblo. Soy maderero y he comprado la leña de un terreno enorme. Así que estoy atrapado en Lane; al menos por ahora —sonrió y la piel de alrededor de sus ojos formó arruguitas. —Acabamos de empezar a cortar, y estoy tan contento como un cerdito al sol.
Ella se preguntó si intentaba sonar como un paleto o pretendía decirle algo con esa comparación tan burda.
—Me alegro —dijo, por decir algo.
A pesar de su reacción a Pedro, le importaba poco quién fuera y qué hiciera. Le pregunto si quería comer algo.
—Tomaré un bol de sopa y más café —dijo él con una mueca irónica en los labios.
Sólo le habría faltado añadir «damita». Paula se preguntó sí resultaba tan obvio que se sentía incómoda o sí él era intuitivo. Pero daba igual. Lo importante era que su condescendencia la irritaba tanto que exacerbaba su empeño en servirlo a la perfección. Fue a por la cafetera y regresó con una sonrisa en los labios. Alzó la taza y se le resbaló. El café que quedaba cayó en el regazo de Pedro Alfonso, que gritó.
Muda de horror, Paula lo observó echar la silla hacia atrás y ponerse en pie.
—Yo diría que ése ha sido un buen disparo, señora.
Aunque se llevó la mano a la boca, los ojos de Paula miraron hacia abajo y se quedaron clavados en la mancha húmeda que rodeaba la compañera. Ambos levantaron la vista y sus ojos se encontraron.
—Por suerte, no ha causado daños graves —farfulló él. Sus labios se curvaron lentamente.
—Oh, Dios mío, lo siento —tartamudeó Paula con horror y vergüenza. —Espera, iré a por una toalla.
Giró en redondo y corrió al mostrador. Cuando regresó, sus ojos y los de Pedro volvieron a encontrarse.
—A ver, déjame —dijo, estirando el brazo. Se detuvo bruscamente al ver su descarada sonrisa.
La sangre se le subió al rostro y alejó la mano de un tirón.
—Es igual. Creo que me cambiaré de vaqueros.
—Ejem, de acuerdo —musitó ella.
—¿Cuánto te debo?
—Dadas las circunstancias, nada en absoluto.
Él se dió la vuelta y fue hacia la salida. Paula se quedó mirándolo, paralizada.
—Nos vemos —Pedro le guiñó un ojo desde la puerta.
Ella deseó que no fuera así, aunque admitió para sí que tenía el trasero y los andares más sexys que había visto nunca; incluso recién escaldado por el café. Por desgracia, usarlos con ella era un desperdicio.
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