—No voy a contártelo.
—Sí no estás dispuesta a compartir, ¿Cómo vamos a llegar a conocernos mejor?
—Supongo que no lo haremos —dijo ella.
—Vaya, desde luego que sabes dejar a un hombre sin palabras —se puso en pie, estiró los hombros y volvió a la chimenea a alimentar el fuego.
Sus movimientos eran pura agilidad sexual; desde luego, no le faltaba carisma.
—Te aviso que el que no me hables hace que sienta aún más curiosidad.
La tensión de la sala se incrementó.
—Ya sabes lo que dicen sobre la curiosidad —intervino ella, entrelazando los dedos.
—Sí, que mató al gato —sonrió él.
—¿Qué me dices de tí? —inquirió ella cuando él volvió a sentarse en el sofá.
—¿Qué de mí?
—Apuesto a que no estás dispuesto a desvelar tu vida a una desconocida.
—¿Qué quieres saber? —él encogió los hombros.
—Lo que te sientas cómodo contando —repuso ella, que había estado a punto de decir «todo».
—No creo que tenga nada que esconder.
—Todo el mundo tiene secretos, señor Alfonso.
—¿Señor Alfonso? —la miró con seriedad. —Debes de estar de broma.
—No te conozco lo bastante para usar tu nombre.
—Bobadas. El hecho de que me calentaras la primera vez que te vi nos lleva a un territorio más familiar.
—Muy gracioso —rezongó Paula, aunque sabía que tenía el rostro rojo como un tomate. Él empezó a esbozar una sonrisa. —De acuerdo, Pedro.
—Ah, eso está mejor —se terminó la cerveza y volvió al tema. —Creo que lo más importante sobre mí es que me cuesta quedarme en un sitio.
—¿Y eso por qué?
—El ejército. Mi padre cambiaba continuamente de destino y no nos quedábamos en ningún sitio lo suficiente para echar raíces y formar relaciones duraderas.
—¿Eres hijo único?
—Sí. Mis padres ya murieron.
—Los míos también.
—Eh, ten cuidado, o me contarás algo personal —se rió al ver que ella lo miraba enfadada. — Hasta que no fui a la universidad, A & M de Texas, no supe lo que era asentarme. Me costó mucho, hasta que conocí a mí mejor amigo, Diego Kealthy. Él estudiaba ingeniería forestal y como a mí también me encantaba estar al aire libre, congeniamos. Terminé estudiando lo mismo y pasaba todo el tiempo que podía con Diego. Con el dinero que heredé a la muerte de mis padres compré tierras en Lane County y construí la cabaña de troncos en la que vivo. Poco después formé mí propia empresa y viajé por el mundo. Ahora, con este nuevo contrato para cortar madera, estoy encantado.
—Es toda una historia —comentó Paula.
—Mi aburrida vida en pocas palabras.
—En tí no hay nada aburrido —bromeó ella sin chispa de humor.
—Viniendo de tí, lo tomaré como un cumplido.
—Hay algo que te has saltado.
—¿Sí?
—Tu vida personal. Mujeres.
—Tampoco hay mucho que contar. La experiencia que he tenido con ellas me enseñó una cosa importante.
—¿Y cuál es?
—Les gustan los hombres que pueden ofrecer seguridad: hogar. Familia, empleo fijo, todo el lote; y eso es tan ajeno a mí como algunos de los países en los que he vivido.
—¿En serio crees eso? —preguntó ella pensando que hablaba como sí hubiera nacido en los años 50.
—Ahora estás curioseando demasiado.
—Ah, ya, así que no soy la única que tiene secretos, ¿O tal vez sea carga del pasado?
—¡Tocado! —siguió un incómodo silencio y Grant se puso en píe. —Será mejor que me vaya, se está haciendo tarde.
Ella no discutió aunque sintió cierta desilusión.
—Gracias por la cerveza —dijo él desde la puerta.
—Gracias por las flores.
—Mustias y todo, ¿Eh?
Estaba tan cerca de ella que su olor la golpeó como un puñetazo en el estómago, y más aún cuando vió los increíbles ojos azules clavados en su pedio. Bajó la cabeza y vió que el albornoz se había abierto. Antes de que pudiera moverse, la yema del dedo de él se deslizó por su cuello hacia abajo, hasta que rozó el lateral expuesto de su seno. Su mente le gritó que lo rechazara, pero no pudo hacerlo. Se encogió, pero no por vergüenza, sino por la descarga de lujuria que recorrió su cuerpo, dejándola clavada en el sitio. Los ojos de él se oscurecieron cuando se inclinó hacía ella. Intuyó que iba a besarla pero fue incapaz de detenerlo. El gimió y aplastó los labios contra los suyos; ella se dejó caer contra él, disfrutando de su boca, hambrienta y posesiva, que la devoraba como si temiera no volver a tener otra oportunidad similar. Cuando por fin se separaron, ambos jadeaban. Las emociones de Paula eran tan intensas y aterradoras que siguió agarrada a la pechera de su camisa,
—Llevo deseando hacer eso desde que entré por la puerta de la cafetería —farfulló él. Ella deseaba responder, pero no sabía qué decir. —Mira, me voy, pero hablaremos después —la miró con ojos ansiosos y agudos al notar su tensión. —Estás bien, ¿Verdad?
«No, ¡Claro que no estoy bien!», pensó ella. Tragó saliva y asintió. Pedro se fue y Paula se quedó parada largo rato, anonadada, hasta que fue a la cama, se tumbó sobre ella y dio rienda suelta a sus lágrimas. No entendía cómo había dejado caer la guardia y traicionado a su marido, el amor de su vida, permitiendo que ese desconocido la besara. No quería volver a exponer su corazón, por miedo al dolor que eso le causaría. Se lo había prometido a sí misma. Lo más triste era que no sabía cómo corregir el error que acababa de cometer.
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