jueves, 21 de marzo de 2019

Corazón Indomable: Capítulo 9

¿Se arrepentiría del beso? Probablemente. Paula suponía que ésa era la razón de no haber vuelto a verlo. No lo sabía con seguridad pero, como siempre, su mente era su peor enemigo: se disparaba e imaginaba todo tipo de locuras. Desde que estaba a cargo de la cafetería sólo había visto a Pedro una vez. No había sido un cliente habitual así que no tenía por qué empezar a serlo. Lo cierto era que no podía dejar de pensar en el beso. Sí no lo hubiera permitido, se sentiría bien; pero había cometido un error y eso tenía consecuencias. Quería verlo de nuevo, por más que se recordaba que no sería conveniente. La vida de Paula estaba en Houston. Pronto se iría de Lane, Texas. Además, estaba deseando volver a su trabajo auténtico, y al reto que suponía.

—Paula, teléfono para ti —volviendo a la realidad, sonrió a Leandro y fue al pequeño despacho a contestar la llamada. Era su jefe, Martín Billingsly.

—¿Cómo te va? —preguntó él con voz amable.

—¿De veras quieres saberlo? —sentía un profundo respeto por Martín y lo consideraba amigo además de jefe, pero en ese momento no estaba entre sus personas favoritas. Al fin y al cabo, en gran medida era culpa suya que estuviera allí.

—Sabes que sí —soltó un suspiro, —o no habría preguntado.

—La verdad es que las cosas van mejor de lo que esperaba, aunque odio admitirlo.

—Sé que sigues disgustada conmigo —rió él.

—Y lo estaré mucho tiempo —aunque Paula había hablado con sinceridad, no había rencor en su voz.

—Sabes cuánto me importas, Paula. Sólo deseo lo mejor para tí.

—Lo sé.

Era cierto. A veces tenía la sensación de que a él le gustaría ser algo más que su jefe, sin embargo nunca había cruzado esa línea, Pero percibía que sus sentimientos por ella iban más allá de lo que expresaba.

—Quédate allí algo más de tiempo —dijo Martín, —para dar a tu cuerpo y a tu mente la oportunidad de sanar del todo. Es lo único que te pido.

—¿Tengo elección?

—No —respondió él con voz suave pero firme.

Ella sabía que tenía razón, aunque odiaba admitirlo. Tanto Martín como el doctor Rivers, su psiquiatra, se lo habían dicho, pero había sido Martín quien la convenció. No había llegado a cuestionar la seguridad de su empleo, pero si la había amenazado con perder el ascenso que le correspondía y ella anhelaba. Recordaba el día muy bien. La había llamado a su despacho y cuando se sentó, Martín ocupó la silla contigua y tomó su mano.

—¿Puedes mirarme a los ojos y decirme que no estás en apuros?

Paula no pudo. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿He perjudicado a la empresa? Sí es así, lo siento.

—No te mentiré; últimamente has tomado algunas malas decisiones. Pero creo que eso ya lo sabes. No has perjudicado a la empresa, de momento. Eso es lo que vamos a procurar evitar.

—Gracias a Dios —Paula había apretado su mano con fuerza.

—Tienes la posibilidad de convertirte en socia de la empresa —dijo Martín, —pero sólo si puedes controlar tus emociones y convertirte en la abogada que sabemos puedes ser.

«Pero así era antes de que un conductor borracho matara a mi esposo y a mi hija», deseó gritar ella.

—Es necesario que superes tu pérdida —había añadido Martín, como si le leyera el pensamiento.

—Lo he hecho —gritó Paula, liberando su mano.

La molestaba que la tratase con condescendencia, como si fuera una niña. Era increíble. Ella era Paula Chaves, la triunfadora de la empresa. Había conseguido algunos de los clientes más grandes e importantes. Eso debería contar para algo. Pero por lo visto no era así porque, al menor problema, intentaban liberarse de ella como si fuera un desperdicio. Su conciencia se rebeló, recordándole que estaba sacando de contexto las palabras de Martín. En el fondo sabía que él y la empresa la apoyaban por completo.

—No, no la has superado —dijo él con paciencia. —Muy lejos de ello, y ése es el problema. Has enterrado tu dolor y tu corazón en el trabajo. Ahora, cuatro años después, el dolor al que nunca te enfrentaste abiertamente se vuelve contra tí. Está empezando a controlar tus emociones y tu salud. Ambos sabemos que estás al borde de una crisis nerviosa.

Aunque odiaba admitirlo, era cierto. Ya no podía convencerse de que ella y cuanto la rodeaba iba bien.

—Sé que tu prima necesita ayuda, Paula —siguió Martín. —Ve a ayudarla. Otro ambiente, otro trabajo, gente nueva... —hizo una pausa y sonrió. —No te imagino sirviendo café y comida, pero sé que te entregarás por completo, como haces con todo.

—Yo tampoco me imagino haciéndolo, pero parece que no vas a ofrecerme otra opción.

—Tienes toda la razón —admitió Martín con severidad.

Paula se había inclinado hacia él, había besado su mejilla y salido del despacho. Desde entonces habían pasado tres semanas. Tres de las más largas de su vida.

—Paula, ¿Sigues ahí? —preguntó Martín en su oído.

—Sí, Disculpa. La verdad es que estaba recordando nuestra última conversación.

—Me alegro, porque por mi parte nada ha cambiado.

—Lo sé —se le cascó la voz pero espero que él no lo notase. Quería mantener su dignidad a toda costa.

—Vuelve al trabajo. Hablaremos de nuevo pronto.

Cuando colgó y volvió al comedor, Pedro entraba por la puerta con cara de pocos amigos. Se le cayó el alma a los pies. Había acertado: él no se alegraba de verla. Debía de haber ido porque quería café o comer algo.

—Pareces sorprendida de verme —dijo él con tono amable, mientras iba hacia una mesa.

Iba vestido algo más formal que las otras veces. Llevaba vaqueros y botas, desde luego, pero la camisa era de algodón liso, no de franela, y en vez de casco llevaba un sombrero negro, que se quitó.

—Lo estoy —dijo Paula con honestidad, cuando recuperó el habla.

Después no supo qué decir, algo muy inusual en ella. Pero achacó su nerviosismo al hecho de haber besado a ese hombre con pasión pocos días antes.

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