jueves, 7 de marzo de 2019

La Danza Del Amor: Capítulo 35

Él oyó pasos en la escalera. Y un portazo.

Se frotó el rostro con la mano y dijo:

—Buen trabajo, Alfonso.

 La mesa estaba llena de comida. Pedro buscó todo aquello que hubiera que meter en la nevera y lo guardó. Después, subió por las escaleras. Sólo había una puerta cerrada. Se detuvo delante, apoyó la frente en ella y respiró hondo.

 —Brenda no era una santa —dijo al fin—. Si lo hubiese sido, habría querido luchar un poco más para quedarse con su familia en lugar de rechazar cualquier tratamiento y abandonar. El hecho de que la amara no significa que estuviera ciego. O aceptaba sus decisiones o se acababa la relación, y pasamos casi tanto tiempo discutiendo como reconciliándonos.

 Se abrió la puerta y apareció Paula.

—Lo siento. No debería haber dicho eso. He sido muy desagradecida.

—Puede ser —dijo él—. Pero no necesariamente estás equivocada. Es más fácil poner a alguien en un pedestal que enfrentarse a las cosas tal y como son.

 —No hace falta que digas eso. Al menos, no a mí.

—Entonces, me lo digo a mí —se agarró al cerco de la puerta—. Recordarla como era en realidad, con sus fallos y todo eso, siempre me ha dolido demasiado. Ella podría haber elegido luchar más. Y yo podía haberle prestado más atención a ella en lugar de a mi negocio, y quizá así me habría dado cuenta de que estaba enferma. Antes de que fuera demasiado tarde.

—Oh, Pedro. ¿Por eso dejaste la empresa? ¿Y por eso no quieres hacer el proyecto de Daniel y Jimena? —lo miró—. ¿Por qué diablos todo tiene que ser tan complicado?

—A veces, es así.

—Supongo que tienes razón.

—¿Y qué vamos a hacer al respecto?

—Nada —murmuró ella—. ¿Qué podemos hacer? Tú no te permites superar lo de tu esposa. Y yo soy demasiado sentimental como para tener una aventura contigo nada más. Dios sabe que no necesito que me des sexo piadoso.

—No estoy seguro de si sería piadoso para tí, pero sí para mí —dijo él tratando de hablar con sentido del humor.

Ella esbozó una sonrisa, pero desvió la mirada.

—No trates de convencerme. Me siento bastante débil en ese tema. —Paula —se aclaró la garganta—. Si pudiera darle algo más a alguien sería…

 —No, por favor. No. No tengo mucha capacidad de resistencia en lo que a tí se refiere. Y no quiero que ninguno de los dos termine arrepintiéndose.

 Él sabía lo que era arrepentirse. Y desde que conocía a Paula, le pasaba constantemente.

—Tengo que ir a recoger a Abril al campamento de verano.

—Muy bien.

Él no pudo contenerse más. Sujetó a Lucy por la nuca y acercó su rostro para besarla en la frente.

—Creo que ésta es la conversación más extraña que he tenido nunca —susurró. —¿Para no ser ni amigos ni amantes? Supongo que sí es extraña.

Él la miró.

—No decía en serio lo de los amigos. Cualquiera que pueda llamarte amiga es afortunado.

 —Estupendo. Ahora arréglalo. Será mejor que vayas a recoger a Abril antes de que termine perdiendo la sensatez.

—¿Vas a seguir dándole clase?

—Lo que siento por tu hija no tiene que ver con nadie excepto con ella —le aseguró—. Si sigues dispuesto a traerla por las mañanas, seguiré dándole clase.

Él asintió.

 —Puede que regrese más tarde. Me gustaría terminar de poner las molduras —se volvió para marcharse, pero antes preguntó—: ¿Estarás bien?

 —Ya soy mayor.

 No era una respuesta adecuada, pero Pedro lo dejó pasar porque no quería llegar tarde a recoger a su hija. Aun así, dejarla allí le resultó más difícil de lo que debería.

 Aquella noche regresó a la casa después de haber cenado con Abril, Horacio y Susana. No estaba seguro de si lo que lo motivaba era la urgencia por terminar el trabajo o Paula. En realidad, tampoco importaba.

La camioneta de Paula estaba aparcada en el mismo lugar de siempre. Pero la casa estaba a oscuras. Y vacía. Incluso subió las escaleras hasta el dormitorio de Paula, pero tampoco estaba allí. Él miró a su alrededor. Seguía siendo una habitación de niña. Decorada en color rosa y marfil. Y con unas zapatillas viejas de ballet colgadas en la pared.  Paula tenía muchos parientes en Weaver. Probablemente estaría con alguno de ellos, compartiendo sus problemas con aquéllos que la querían. Bajó de nuevo y encendió las luces de la ampliación para ponerse a trabajar. Cuando terminó de colocar las molduras del techo y las de la estantería, ella todavía no había regresado.  Finalmente, guardó la herramienta, apagó las luces y salió de allí. El sol ya se había ocultado y el cielo estaba lleno de estrellas. De pronto, escuchó la música que provenía del granero y se dirigió hacia allí. Todo estaba a oscuras. Abrió la puerta y buscó el interruptor para encender la luz. Y allí estaba ella. De pie en el centro del espacio, vestida con un maillot negro y unas medias de color rosa. Tenía el cabello recogido en un moño y la mano apoyada en la barra de ballet.

—¿Estás bailando en la oscuridad?

—¿Por qué no? —ella no lo miró—. Conozco los pasos, así que no tengo que mirarme en el espejo para hacerlos —se puso de puntillas y dobló la pierna alrededor de su cuerpo.

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