Pedro se había marchado cuando ella despertó. Paula se movió y notó que le dolía todo el cuerpo. Había hecho el amor con Pedro una y otra vez. Y sus recuerdos eran tan vívidos que no pudo evitar excitarse. No recordaba cuándo se había marchado, pero sabía que él querría estar en casa cuando Abril despertara. Más tarde, regresaría para terminar la ampliación. Bajó de la cama, quitó las sábanas y, tras ponerse el batín, las llevó al nuevo cuarto de la lavadora. Mientras la lavadora comenzaba a funcionar, ella se dirigió a la cocina para preparar el café. Después, subió a darse una ducha y a vestirse. Cuando bajó, la lavadora había terminado y metió las sábanas en la secadora antes de irse al granero para prepararse para la clase de baile. Pedro todavía no había llegado. Ni siquiera cuando el último coche se marchó después de dejar a una de las niñas. Abril tampoco estaba. Paula les mandó practicar una secuencia de pasos sencilla y aprovechó para llamar a casa de Pedro.
—Abril se ha despertado con fiebre —dijo él al poco de contestar.
—Vaya. ¿Mucha?
—Unas décimas. Voy a llevarla al pediatra.
—Buena idea. No te entretengo más. ¿Qué te parece si paso a verlos esta tarde?
—No es buena idea.
—¿Por qué no?
—El colegio empieza pronto. Y tú regresarás a Nueva York. Abril ya está triste porque te vas, tal y como yo temía.
—¿Qué ocurre? Después de lo de ayer…
—Paula. No puedo hacer esto. A ninguno de nosotros.
—Pedro…
—Lo siento. Ahora tengo que llevar a Abril al pueblo. El doctor va a hacernos un hueco entre otros de sus pacientes.
—Ya —agarró el teléfono con fuerza—. Hablaremos más tarde.
Se percató de que él ya había colgado. Respiró hondo, guardó el teléfono en su bolsillo y regresó con las pequeñas bailarinas. Cuando terminó la clase y se marchó la última de las niñas, entró en la casa para buscar las llaves de la camioneta. Iría a casa de Pedro aunque él no quisiera que fuera. Y si estaba en el pueblo con Abril, lo esperaría. Pero antes de que pudiera salir de la casa, oyó que se abría a puerta principal. Aliviada, dejó las llaves en su sitio y se acercó a la cocina.
—Has decidido venir después de…
—¡Cariño! —Alejandra dejó las bolsas en la mesa del recibidor y corrió para abrazar a Paula—. ¡Me alegro tanto de verte! Y esto te lo digo antes de que entre tu padre pero, estoy encantada de volver a casa —la abrazó de nuevo—. ¿Cómo está tu rodilla? Gonzalo me dijo que habías ocultado unpoco la gravedad de la lesión.
—Está bien —dijo Paula—. Tan bien como va a llegar a estar.
Alejandra entornó los ojos y la miró. En ese momento, entró el padre de Paula con las maletas. Las dejó en el suelo y se acercó para besar a su hija.
—Tu madre nunca me dijo que las maletas se reproducen.
Alejandra sonrió.
—No pensaba que a tu edad hubiera que explicarte ese tipo de cosas.
Miguel rodeó a su esposa por la cintura.
—Cariño, si todavía no te has enterado que tenemos arreglado lo más importante de la vida, sobre todo después de las vacaciones, hay algo que no hemos hecho bien.
Paula se cubrió los oídos con las manos.
—Por favor, que los niños están delante. ¿Puedo ayudarlos en algo?
—Cielos no —Alejandra agarró a Paula del brazo—. Miguel se ocupará de todo. Tú y yo tenemos que ponernos al día.
—Vamos a hacerlo en la ampliación —sugirió—. Por cierto, el nuevo cuarto de la lavadora es estupendo. Con él casi me gusta hacer ese tipo de tareas.
Alejandra sonrió y, juntas, se dirigieron hacia allí.
—Sabía que sería estupendo. Al fin y al cabo, conozco la casa de Pedro, pero esto es más de lo que esperaba.
Salieron del cuarto de la lavadora y se dirigieron al salón nuevo.
—No puedo creer que haya avanzado tanto en tan poco tiempo — miró a Paula—. Ha debido de trabajar sin parar. ¿Te ha molestado mucho con el ruido?
Paula intentó no sonrojarse.
—Para nada. Y ha estado trayendo a Abril. Es una muñeca.
—Lo es —admitió Alejandra, y miró a Paula—. Pedro es un gran padre, pero ella necesita una madre.
Paula se sonrojó una pizca.
—Algunas de sus amigas también vienen a las clases de baile. Acaban de marcharse. Hemos estado ensayando en el granero.
—Lo sé —admitió Alejandra—. Alberto y Gloria me han contado todo acerca de tu pequeño negocio. Ahora, cuéntame sobre tu rodilla —la guió hasta la cocina y señaló una de las sillas—. Siéntate.
—Ya no tengo doce años —dijo Paula.
—Entonces, deja de actuar como si los tuvieras. Sé que el doctor Valenzuela te ha visto dos veces — señaló la silla de nuevo—. Siéntate.
Paula se sentó.
Alejandra se agachó y le arremangó el pantalón para ver su rodilla y explorársela con las manos. Le pidió a Paula que estirara y flexionara la pierna varias veces. Finalmente, Paula agarró las manos de su madre y se las apretó.
—Esta vez no vas a poder ayudarme a recuperarla.
—Lo siento, cariño. Ojalá hubiera estado aquí contigo para que no tuvieras que enfrentarte a esto tú sola.
—Lo sé. Pero yo necesitaba que hicieran ese viaje. Han esperado años para hacerlo —tragó saliva—. Y no he estado sola todo el tiempo. Gonzalo…
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