—Ah, diablos, Alfonso —masculló, estirando la mano hacia la cerveza y tomando un trago, — déjalo estar.
Ella ni muerta permitiría que la viesen con alguien como él. Había tardado pocos segundos en catalogarla: una mujer de ciudad de actitud cosmopolita. Desde su punto de vista, ambas cosas apestaban. De ninguna manera llegarían a estar juntos. Una lástima; era guapa. Le gustaban las mujeres con agallas, y ella parecía disponer de una buena dosis. Habría disfrutado jugando con una mujer como ella. Al menos durante unos días. No había nada de malo en soñar, siempre y cuando no hiciera alguna tontería para intentar convertir sus sueños en realidad. Casi soltó una carcajada al pensarlo. De ningún modo iba a liarse con esa mujer. Eso en sí mismo, lo provocaba. Tal vez el que pareciese tan intocable, tan condescendiente, lo llevaba a querer explorar qué había bajo esa capa de hielo y probar que era lo bastante hombre para derretirla. Primero estrechándola contra su pecho... Casi podía imaginar el sabor de su piel mientras la acariciaba y mordisqueaba, besando su boca, su cuello, sus hombros y espalda. Se preguntó qué sentiría ella. Si conseguiría provocarle un cosquilleo, excitarla. Pero ella no lo dejaría acercarse tanto. Disgustado por pensar en esa reina de hielo, fue a la cocina a por otra cerveza. Cuando la acababa, tuvo una idea. Se puso en pie, sintiendo una oleada de calor.
—Diablos, Alfonso. Olvídalo. Es una locura. ¡Estás loco!
Loco o no, iba a hacerlo. Agarro una chaqueta y salió de la casa, sabiendo que había probablemente había perdido el poco sentido común que le quedaba. Seguía ardiéndole el rostro. Y no por el agua caliente en la que llevaba remojándose al menos treinta minutos. No entendía cómo podía haber sido tan patosa. Nunca se había sentido tan perdida. En la empresa todos la consideraban impasible, serena y compuesta, y así era como funcionaba a diario. Al menos solía hacerlo, antes de...
Paula movió la cabeza, para no pensar en eso. Hacerlo no sólo era perjudicial para su psique, sino también estúpido. Lo que había ocurrido cuatro años antes no podía cambiarse. Nada le devolvería a su familia. Lo ocurrido esa mañana, en cambio, era otro tema.
—Santo cielo—murmuró, frotándose la piel con el guante de crin hasta irritarla.
Después, pensando que no podía cambiar la vergonzosa escena de esa mañana, por más que quisiera, salió de la bañera y se secó. Después, envuelta en un albornoz, se sentó en el sofá, cerca del fuego. Aunque era pronto, debería intentar dormir pero sabía que sería un intento vano. Tenía la mente demasiado inquieta. Además, en su casa casi nunca se acostaba antes de media noche, solía llevarse montañas de trabajo de la oficina. Pensar en su trabajo le oprimió el corazón. Echaba de menos su oficina, su piso y a sus clientes. Muchísimo. En la Galería Houston oía el sonido del tráfico, no de los búhos. Se estremeció y apretó más el albornoz. Beber algo caliente solfa calmarla, pero es noche no había funcionado. Aunque se había hecho una taza de su café favorito, seguía intranquila. Se recostó y cerró los ojos, pero sólo vio la imagen de Pedro Alfonso. Dió rienda libre a su mente y pensó en la camisa de franela y los vaqueros ajustados y desvaídos que cubrían un cuerpo que cualquier hombre se moriría por tener, preguntándose cómo era él. Ya había aceptado que era más atractivo de lo habitual, con su aire rudo y sexy. Tenía los rasgos muy marcados, pero una sonrisa y unos hoyuelos devastadores. Y su cuerpo era musculoso pero con una agilidad y soltura inhabitual en hombres tan grandes. Podía imaginarlo trabajando al aire libre, sin camisa, arreglando una valla, talando árboles o lo que quiera que hiciese. De pronto, su mente dió un salto y lo vió sin vaqueros. Y sin ropa interior. La imagen no se detuvo ahí. La siguió una visión de ellos dos juntos, desnudos... Se ordenó parar. No sabía qué bicho la había picado. Esos pensamientos la traumatizaban tanto que ni siquiera podía abrir los ojos. Pero nadie iba a saber lo que le pasaba por la cabeza. Esas eróticas imágenes eran suyas y sólo suyas, y no harían daño a nadie. Mentira. Estaba practicando un peligroso juego mental: examinar su vida, su soledad y su necesidad de ser aceptada y amada. Sin embargo, las imágenes de bocas, lenguas y besos que robaban el alma no la abandonaban.
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