jueves, 14 de marzo de 2019

Corazón Indomable: Capítulo 2

—¿Quién dice que no miro?

—Bah, sabes lo que quiero decir.

—Eh, no te preocupes por mí. Si está escrito que encuentre a otro, lo encontraré —dijo Paula, aunque no creía que fuese a ocurrir en esa vida.

—Seguro —la voz de Jimena se tino de cinismo. —Sólo lo dices porque es lo que quiero oír.

—Tengo que irme —rió Paula. —Ha sonado el timbre.

Antes de que Jimena pudiera contestar, colgó. Esbozó una sonrisa y salió de detrás del mostrador. Se quedó inmóvil y con la vista fija. Después no sabía por qué había reaccionado así; quizá porque era alto y guapo. O, mejor aún, por cómo la miraba él. Se preguntó si ése era el «guaperas» que acababa de mencionarle Jimena. La disgustó que los ojos azul oscuro del desconocido miraran la punta de sus píes y subieran lentamente, sin perderse detalle de su esbelta figura. Miró con intención su pecho y su cabello, y ella se alegró de haberse puesto reflejos en los cortos mechones recientemente. Cuando los increíbles ojos se clavaron en los suyos, el aire estaba cargado de electricidad. Atónita, Paula se dió cuenta de que estaba aguantando la respiración.

—¿Le gusta lo que ve? —preguntó sin pensarlo. Era una consecuencia de su auténtica profesión. Ser atrevida y directa era lo que la había llevado al éxito.

—Lo cierto es que sí —el tipo esbozó una lenta y sensual sonrisa.

Por primera vez desde la muerte de su esposo, cuatro años antes, Paula se sintió desconcertada por la mirada de un hombre. Y por su voz. Sin embargo, percibía que ese desconocido no era un hombre cualquiera. Tenía algo especial que llamaba la atención. La palabra que se le pasó por la cabeza fue «rudo». No estaba acostumbrada a ver a hombres con vaqueros desgastados, lavados tanto que apenas tenían color, camisa de franela, botas con puntera de aluminio arañado y un casco en la mano. Incluso en Lane, los hombres de ese calibre escaseaban.

Él seguía mirándola. Paula movió los pies e intentó desviar la vista, sin éxito. Esa rudeza suya parecía encajar con su metro ochenta y cinco de altura, cuerpo musculoso y revuelto cabello castaño, dorado por el sol. Se sorprendió al pensarlo. Por atractivo o encantador que fuera, no estaba interesada. Si fuera así habría aceptado el afecto de otros hombres, en Houston. Además, incluso en Lane, él debía de estar rodeado de mujeres. Ningún hombre podría estar nunca a la altura de su esposo fallecido, Ariel. Tras haber llegado a esa conclusión, se había concentrado en su carrera y la había convertido en su razón de vivir.

—¿Qué puedo ofrecerle? —preguntó con seriedad.

—¿Cuál es el especial del día? —repuso él con una voz profunda y brusca que encajaba con su aspecto.

Paula se aclaró la garganta, contenta de volver a la normalidad.

—¿Café?

—Eso para empezar —contestó él, adentrándose en el local, apartando una silla y sentándose.

—Los especiales del día están en la pizarra —muy a su pesar, Paula estaba clavada en el sitio.

 Se sonrojó y consiguió mirar la pizarra que había detrás del mostrador, que listaba los cafés y comidas especiales,

—Hoy no —farfulló él, —a no ser que se me haya escapado un día —hizo una pausa— Es miércoles, no martes. ¿Correcto?

Convencida de que estaba como un tomate, Paula asintió. No había cambiado el cartel. En circunstancias ordinarias, le habría dado igual, pero por alguna razón el comentario del hombre hizo que se sintiera inadecuada; una sensación que despreciaba.

—El café es con leche y aroma de vainilla francesa —le dijo, esbozando una sonrisa empalagosa.

—Es una pena que un tipo no pueda tomarse un café solo sin más —comentó él, frotándose la barbilla.

—Lo siento, no es esa clase de local —se disculpó, consciente de que él intentaba tomarle el pelo. —Pero eso ya lo sabe. Si quiere café de supermercado, tendrá que preparárselo usted mismo.

—Ya lo sé —rió él. —Tomaré el café solo que más se parezca al normal, el de toda la vida.

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