Debería haber mantenido la boca cerrada. Reírse de Paula no había sido inteligente, sobre todo cuando tenía problemas y ella había ofrecido su ayuda. Pero nunca habría pensado que fuese abogada. Sólo la había considerado un hombro bonito sobre el que llorar. Paula Chaves, abogada. Le resultaba difícil aceptarlo. Pedro se dió una palmada en la frente y maldijo, aunque sabía que eso no serviría de nada. La única forma de arreglar lo ocurrido era esconder el rabo entre las piernas y suplicar. Sonrió al pensarlo: eso sí que sería toda una escena, él de rodillas ante una mujer. En ese momento estaba dispuesto a hacer lo que fuese para salir del embrollo. Pero no sería fácil. Casi habría preferido enfrentarse a un oso que a ella; tendría más oportunidades de ganar. Apretó los labios. Había estado tentado de llamar a Jimena y descubrir qué tipo de abogada era Paula. Pero Jimena podría pensar que tenía motivos ulteriores, como un interés personal en Paula, y eso no podía estar más lejos de la verdad. «Mentiroso», le pinchó su conciencia. Pedro hizo una mueca. La había besado, era cierto, pero las cosas no habían ido más lejos. Y quería más. Sus senos lo estaban volviendo loco. Lo poco que había visto le había hecho desear mucho más.
—Maldición, Alfonso —masculló.
Tenía que apartar esos pensamientos eróticos de su mente, o tendrían un efecto negativo en su trabajo. Quizá había pasado demasiado tiempo desde la última vez que estuvo con una mujer. Desde que conocía a Paula, le parecían siglos. Pero relacionarse con ella en cualquier sentido sería como meter la mano en un avispero, sabiendo que iba a recibir múltiples picotazos. A pesar de todo, si era abogada, y no tenía por qué haberle mentido, había metido la pata al reírse de ella. Apretó los dientes y cerró los puños con disgusto. Debía haber supuesto que era más de lo que aparentaba. Desde el primer momento le había parecido una dama con clase y su negativa a hablar de sí misma lo había convencido de que tenía secretos. No había imaginado que su profesión fuera uno de ellos. La única solución era hacerle la pelota a Paula. Por desgracia, no parecía el tipo de mujer a la que eso fuera a convencer. Aun así, tenía que probar. Sonrió. Sabía que él no le resultaba indiferente. El deseo había sido mutuo; estaba dispuesto a jurarlo. Se habían atraído como imanes, Y ese beso... Dios, cuando posó su boca ardiente y abierta sobre la de ella...
Ya basta, Alfonso, se dijo, levantándose y yendo hacia la cocina. Había desperdiciado demasiada energía en Paula Chaves. Lo ayudaría o no, ya se vería. Pedro miró su reloj y gruñó. Llevaba demasiado tiempo remoloneando por la casa. Ya debería estar trabajando. No, debería estar en casa de Paula. Cuando se ponía el sombrero, sonó su móvil.
—¿Dónde estás? —preguntó Bruno.
—En casa —por el tono de voz de su capataz, Pedro adivino que algo iba mal.
—Más vale que vengas aquí, y pronto.
—¿Qué ocurre? —a Pedro se le contrajo el estómago. Siguió un momento de silencio.
—Ven cuanto antes—respondió su capataz.
Treinta minutos después, Pedro estacionaba su camioneta en la zona de tala. Supo de inmediato por qué había llamado Bruno. El coche del sheriff estaba estacionado junto a una de las máquinas. Los trabajadores estaban cerca, agrupados, hablando entre ellos con voz queda. Bruno tenía aspecto de ir a darle un puñetazo en la nariz al sheriff Sayers.
—Buenos días. Fabián —dijo Pedro con calma, dispuesto a tranquilizar el ambiente.
Fabián Sayers era un hombre alto y delgado, con gafas y unas orejas muy grandes.
—Buenos días, señor —respondió Fabián, con un obvio cambio de tono y actitud. Se dieron la mano y siguió un incómodo silencio al que puso fin Fabián. —Va a tener que cerrar.
—No he visto nada escrito —dijo Pedro con confianza.
—Ahora ya sí —Fabián le puso un papel en la mano.
—¿En serio vas a cerrar la obra? —preguntó Pedro, sin molestarse en mirar el papel.
—No tengo elección —Fabián restregó la puntera de la bota por el suelo. —Son órdenes del juez.
—Entiendo.
—Entonces, ¿Acatarás el mandamiento judicial? —preguntó Fabián con voz insegura. — ¿Suspenderás las operaciones?
—Espero que no vayas a permitir que este jovencito mocoso nos dicte las reglas —masculló Bruno indignado.
—¿Quieres ir a la cárcel? —preguntó Fabián.
Bruno movió la cabeza con un gesto negativo.
—Eso me parecía —Fabián volvió a arrastrar el pie por la tierra y miró a Pedro. —Siento todo esto, señor —fue hacia su coche y se subió.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Fabián con voz lóbrega.
—Conseguir un abogado y volver a trabajar.
—¿Y el que has estado utilizando durante años?
—Está fuera del país.
—¿Tienes a otro en mente? —preguntó Bruno.
—Sí.
—¿Me llamarás? —Bruno lo miró extrañado.
—En cuanto sepa algo.
Pedro apretó los labios, subió a la camioneta y arrancó. Sabía lo que tenía que hacer, pero no por eso tenía que gustarle la idea.
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