–André me dijo que me vistiera de forma elegante para recibir a la prensa.
–Estás muy… Elegante –observó él y cerró la puerta con llave.
A Paula se le aceleró el corazón, mientras él se acercaba como un lobo acorralando a su presa.
–André y la prensa llegarán en cualquier momento –dijo ella, dando un paso atrás.
Pedro meneó la cabeza.
–André va a entretenerlos un rato. Los mantendrá lejos de aquí.
Paula estaba confundida.
–¿Por qué has cerrado la puerta con llave?
Pedro estaba parado justo delante de ella. Era alto y sexy. Irresistible.
–He cerrado porque estoy harto de contenerme contigo.
Antes de que ella pudiera reaccionar, él le quitó el moño. El pelo le cayó sobre los hombros como una cascara rojiza. El sombrero estaba en el suelo.
–Pedro, ¿Qué estás haciendo? –preguntó ella, sin aliento.
Como silenciosa respuesta, él la apretó entre sus brazos y la besó. Paula no fue capaz de defenderse de su sensual emboscada. El cuerpo entero se le prendió fuego, como si hubiera estado esperando sus besos y sus caricias. Pedro no le dió tiempo a pensar en lo que estaba pasando. Lo único que ella podía hacer era sentir. Sucumbir. Había soñado tanto con ese momento que no quería que terminara nunca. Antes de que pudiera controlarse, lo rodeó del cuello con sus brazos y se apretó contra su torso. Él le acarició la espalda y deslizó las manos debajo de su blusa para tocar su piel desnuda. Sin embargo, a pesar de que estaba en la gloria, Paula logró reunir fuerzas para apartarse. Estaba jadeando como si acabara de correr un maratón. Pedro la miraba con ojos ardientes.
–¿Qué pasa?
–¿Cómo que qué pasa? –replicó ella, abrazándose a sí misma como si necesitara defenderse–. Dijiste que esto no volvería a suceder.
–Pensé que iba a ser capaz de resistirme a tí, Paula… Pero no puedo. Si actuamos de acuerdo a nuestros impulsos, antes o después esta química que sentimos se desvanecerá. Siempre se acaba. Deja que sea yo quien te muestre los placeres de la cama, mientras dure lo que sentimos el uno por el otro.
Ella se estremeció por dentro. Él ya le había enseñado mejor que bien lo que podía ser el sexo. Había algo oscuramente atractivo en la idea de dejarse consumir por ese hombre, hasta que todo se… Desvaneciera. Pero debía ser fuerte, se dijo a sí misma. Y negó con la cabeza.
–No creo que sea buena idea.
Pedro apretó la mandíbula.
–No soy solo un juguete que puedas tomar y dejar cuando te conviene.
–Créeme –rugió él con voz ronca–. No hay nada que me convenga de todo esto.
–Bueno, seguro que hay muchas mujeres que te convienen más que yo.
Meneando la cabeza, él alargó un brazo y la sujetó de la mandíbula. Pasó con suavidad un pulgar por sus labios.
–El problema es que no quiero a ninguna otra mujer. Te deseo a tí.
A Paula se le quedó la boca seca. Que Pedro Alfonso le dijera que la deseaba a ella en especial era más de lo que podía sobrellevar. Al instante, sintió que sus resistencias se debilitaban. Como si intentara calmar a un potro nervioso, él la sujetó el rostro con suavidad entre las manos. La miró a los ojos.
–Te deseo a tí, Paula.
Ella tenía el pulso acelerado a toda velocidad. ¿Sería capaz de manejar otro encuentro con ese hombre? Dudaba mucho que pudiera separar la atracción física de los sentimientos, como había planeado en un principio.
–Es solo algo físico –susurró él, sin dejar de sostenerle la mirada–. No le des demasiadas vueltas. No tiene que nada ver con tu hermano ni con la deuda. Solo tiene que ver con nosotros dos.
Él sabía qué decir para debilitar sus defensas, observó Paula. Si él podía mantener su corazón al margen, ¿Por qué ella no? La verdad era que no podía negarse lo que Pedro le ofrecía. Lo deseaba más que el aire que respiraba. Despacio, le acarició la mandíbula y le recorrió los labios con la punta del dedo, abrumada por el deseo que percibía en sus ojos. Una sensación de fatalidad la invadió. Sabía que no podía resistirse. Se puso de puntillas y lo besó en un gesto silencioso de rendición. Con una gozosa sensación de triunfo, Luc saboreó su boca. No se paró a pensar en el tumulto de sentimientos que había percibido en los verdes ojos de ella. Nada podía detenerlo.
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