Paula quiso resistirse a Pedro. Odiaba que él pensara que lo de la noche anterior había sido planeado. Y que no creyera lo que le había contado de su familia. Pero era difícil pensar en todo eso, cuando la besaba de esa manera y la poseía con la calidez de su lengua. Le acariciaba la espalda y los glúteos con sus grandes manos, apretándola contra su cuerpo, contra su innegable erección. Estaba excitado por ella. No por una de las bellas mujeres de la fiesta, sino por ella. Paula Chaves. Entonces, cuando sus labios se separaron, se dió cuenta de que lo había estado abrazando también. Él la soltó el pelo, haciendo que le cayera sobre los hombros. Cuando la contempló un momento, como si estuviera embelesado, ella se derritió. Con suavidad, le tiró del pelo para que levantara la cara y la besó otra vez, convirtiendo sus entrañas en un volcán en erupción. Supo, entonces, que no podía irse a ninguna parte. Allí mismo era el único lugar donde quería estar. Pedro le levantó la falda, dejando al descubierto su piel caliente. Cuando la agarró de las nalgas, un húmedo calor le ardió entre las piernas. Ella apartó la boca, jadeante, y lo miró con el corazón acelerado. No podía apartar los ojos de él.
–¿Qué es lo que quieres, Paula? –preguntó él, tocándole el borde de las braguitas con la punta de los dedos–. ¿Quieres que pare?
¡No!, quiso gritar ella. No entendía por qué pero, en ese momento, tenía la total seguridad de que confiaba en él. Por alguna extraña razón, tenía la certeza de que ese hombre no la engañaría ni la embaucaría con fútiles promesas.
–¿Paula? –repitió él con tono de preocupación.
Ella sabía que la soltaría si se lo pidiera, aun muy a pesar de su orgullo. Sin embargo, no iba a hacerlo. Deseaba a ese hombre con cada célula de su cuerpo. Nunca había deseado tanto a nadie.
–No pares –rogó ella en un susurro y lo besó.
Pedro no titubeó. La apretó contra su cuerpo y la llevó hacia donde los pintores habían dejado preparadas un montón de sábanas blancas limpias, listas para usar en su tarea del día siguiente. Paula se dejó llevar, hasta que se sentó sobre las sábanas con las piernas abiertas y la falda encima de los muslos. Él contempló su rostro ruborizado, su pelo rojizo revuelto sobre la cara. Era, probablemente, uno de los escenarios menos románticos para hacer el amor, pero ella era el ser más erótico que había visto en su vida. Todo lo demás desapareció a su alrededor y, aunque la voz de la prudencia trató de recordarle que aquello no era apropiado, se quitó las ropas sin hacerse esperar, con la única e intensa intención de unir sus cuerpos cuanto antes. Paula lo miraba con ojos muy abiertos. Vió cómo se quitaba la chaqueta y la tiraba al suelo. Luego, la pajarita. Embelesada, contempló su musculoso pecho cuando se quitaba la camisa y casi se quedó sin respiración. Pedro se inclinó sobre ella y la rodeó con sus brazos, fundiendo sus labios de nuevo en un largo y profundo beso que solo logró que Paula deseara mucho más. Ella arqueó la espalda en una súplica silenciosa, mientras él le desabotonaba la blusa. Le quitó también el sujetador de encaje, dejando al desnudo sus apetitosos pechos.
–Si belle… –murmuró él, contemplando sus pechos, antes de inclinar la cabeza para meterse uno de sus rosados pezones en la boca.
Paula creyó perder la consciencia de tanto placer y, sin darse cuenta, comenzó a gemir y a gritar. A continuación, Pedro le levantó la falda hasta la cintura y comenzó a acariciarle donde estaban las braguitas, mientras admiraba la expresión de su cara. Enseguida, se las bajó por la piernas.
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