Pedro la miró como si no pudiera creer que se estuviera apartando de él. Paula se dió cuenta de que estaba medio desnuda. Se subió la blusa, abrochándose torpemente un par de botones.
–No he venido aquí para esto. De verdad.
Pedro tenía una erección desmesurada y la deseaba como nunca había deseado a ninguna mujer. Paula lo estaba mirando con las mejillas sonrojadas, los ojos muy abiertos y el pelo suelto y desarreglado. Entonces, por primera vez, él barajó la posibilidad de que, realmente, se hubiera quedado dormida mientras había estado limpiando. Pero no podía ser. Sin duda, estaba tratando de manipularlo. Y no podía permitirlo. Forzándose a calmar su excitación, se puso en pie. Ella dió un paso atrás. Al pensar que ella se apartaba para que no volviera a tocarla, una desacostumbrada sensación de vulnerabilidad lo tomó por sorpresa.
–Acostarte conmigo no va a mejorar ni tu situación ni la de tu hermano. Ya te he dicho que no me gustan los juegos, así que, a menos que quieras admitir que ambos nos deseamos, sin compromiso ninguno, sal de aquí.
Su voz fría y remota le cayó a Paula como un cubo de agua helada. No tenía sentido tratar de defenderse ni dar más explicaciones. Así que tomó la cesta de productos de limpieza y salió corriendo de allí. Cuando llegó a su cuarto, cerró la puerta tras ella con el corazón acelerado. Había estado a punto de entregarse a Pedro Alfonso y de darle algo que no le había entregado a nadie. Su inocencia. Había estado a punto de dejar que un hombre que la despreciaba conociera su punto más vulnerable. Por suerte, había reaccionado a tiempo. Se estremeció al pensar la cara que pondría Pedro si hubiera descubierto su virginidad. Casi podía imaginarse su expresión burlona y el desprecio con que la despacharía. Entonces, recordó sus palabras… «A menos que quieras admitir que ambos nos deseamos, sin compromiso ninguno». Se estremeció de nuevo. Pero, en esa ocasión, no fue debido a la rabia o a la humillación. Muy a su pesar, no podía evitar sentirse excitada solo de pensarlo.
Pedro se duchó con agua fría, aunque ni así consiguió calmar el fuego que ardía en su interior. No podía creer lo cerca que había estado de desnudar a Paula Chaves y tomarla, embriagado por el deseo. Había sido ella quien se había apartado. Y eso lo hacía sentir vulnerable. No podía confiar en ella. Sin embargo, había estado a punto de hacerle el amor, complicando una situación que ya era bastante difícil. Se estremeció, pensando cómo podía haber aprovechado ella su ventaja si hubieran dormido juntos. No había conocido a ninguna mujer que no hubiera tratado de sacar beneficio de su relación íntima con él. Y no tenía duda de que Paula tenía intenciones ocultas, por mucho que ella lo negara. Mirando su reflejo en el espejo, hizo una mueca. Si ella creía que podía despertar su apetito de esa manera y, luego, salir corriendo como un gato en un tejado de zinc caliente, estaba muy equivocada. No dejaría que lo sorprendiera otra vez con la guardia baja. Anudándose una toalla alrededor de la cintura, salió del baño y tomó el móvil. Llamó al jefe de seguridad que había contratado para encontrar a Gonzalo Chaves y le dió instrucciones de incrementar sus esfuerzos. Cuanto antes encontraran a Gonzalo y su dinero, antes podría librarse de la inquietante Paula Chaves.
Dos noches después, Paula llevaba una bandeja repleta de copas de champán, en la fiesta de Pedro. Llevaba una blusa blanca con una falda negra, el uniforme de las camareras. Y el pelo recogido en un moño apretado. Era una fiesta magnífica, pensó ella, a pesar de que le dolían los brazos de tanto llevar bandejas. Las velas bañaban el ambiente en un tono dorado y acogedor. Sonrió aliviada cuando unos invitados se pararon a tomar copas de la bandeja, haciendo que pesara menos. Luego, torció la vista hacia donde un hombre destacaba entre la multitud, alto y moreno. Su objetivo era evitar encontrarse cara a cara con Luc Barbier a toda costa. La enormidad de lo que había estado a punto de suceder hacía que su cuerpo se estremeciera cada vez que lo recordaba. Pero, por mucho que tratara de evitarlo, no podía dejar de buscarlo con la mirada. Igual que la mayoría de las mujeres en el salón, se dijo con una extraña sensación de celos. Vestido con un esmoquin, Pedro era el epítome de la belleza masculina, envuelto en un aura de autoridad y misterio.
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