martes, 17 de diciembre de 2024

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 31

Con el vestido que llevaba puesto, solo tenía que hacer un gesto para que él se tragara sus palabras y cayera a sus pies. Lo único que quería era irse con ella a un lugar donde pudieran estar a solas y tomarla con el tiempo y el cuidado que no había empleado la primera vez. Tratando de no pensar en ello, Pedro le tendió el brazo. Ella lo agarró, quizá, solo para poder caminar con esos altísimos tacones. Con esa altura, estaba más cerca que nunca de su boca, pensó él, lo que le recordaba las enormes ganas que tenía de besarla. Entonces, se dió cuenta de lo pálida que estaba. Se detuvo justo antes de entrar en el patio del castillo, bañado en una preciosa luz dorada.


–¿Te pasa algo?


–Todo va bien –mintió ella con una débil sonrisa–. ¿Por qué no iba a ser así?


–Porque parece que estás andando hacia el paredón en vez de a una fiesta con tu gente.


–No es mi gente –negó ella, dando un respingo.


Antes de que Pedro pudiera preguntarle qué quería decir, una joven embutida en un vestido largo violeta se acercó para recibirlos. Era la encargada de las relaciones públicas del evento.


–Señor Alfonso, señorita Chaves, nos alegramos de que hayan podido acudir. Por favor, vengan por aquí.


Fueron guiados por el vestíbulo de suelo de mármol a una gran sala, donde se estaba sirviendo el aperitivo antes de la cena. Pedro se percató de que la gente se giraba para mirarlo. Y, por primera vez, le importó un pimiento lo que pensaran de él o si lo consideraban con derecho de estar en un evento reservado a la flor y nata. Estaba demasiado distraído con la mujer que tenía a su lado. Cuando les hubieron servido champán, Paula separó sus brazos y levantó la vista hacia él con una diminuta sonrisa.


–¿Qué?


–Dices que yo parecía a punto de ir al paredón, pero tú tienes pinta de estar a punto de arrancarle la cabeza a alguien.


A Pedro le sorprendió que pudiera descifrar tan bien lo que pensaba.


–¿Es la primera vez que asistes a esta fiesta? –preguntó ella.


Pedro dió un largo trago de champán y asintió.


–Nunca se habían dignado a invitarme, hasta ahora. Creo que pensaban que no merecía su consideración.


–¿No quieres estar aquí?


Pedro miró a su alrededor, percatándose de las miradas furtivas que algunas personas le dirigían.


–Esa no es la cuestión. He trabajado tanto como el resto de la gente que está aquí. Quizá, más. Merezco ser respetado y que no me miren como si fuera un bicho raro. Merezco estar aquí –contestó él y, al momento, se sorprendió a sí mismo por haber compartido con alguien algo que consideraba tan privado. En parte, para distraer a Paula para que no le hiciera más preguntas y, en parte, por pura curiosidad, inquirió–: ¿Por qué has dicho ahí fuera que esta no es tu gente? Provienes del mismo mundo que ellos. Tu linaje familiar puede rivalizar con cualquiera de los que están aquí presentes.


–Tal vez. Pero eso no sirve para nada cuando estás a punto de perderlo todo. Cuando mi padre enfermó y nuestra granja empezó a venirse abajo, la mayoría de esta gente nos dio la espalda, como si tuviéramos una maldición. ¿Ves a ese hombre de ahí?


Pedro siguió su mirada hasta un hombrecillo con el rostro enrojecido por la bebida. Cuando el tipo se dió cuenta de que Paula lo estaba mirando, se puso todavía más rojo y desapareció entre la multitud como un cangrejo debajo de las rocas. 

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