Vió la cesta de productos de limpieza primero, en una mesa junto a la puerta. Entonces, cuando la vió a ella, se quedó sin respiración. No estaba seguro de que no fuera una alucinación. Estaba acurrucada ante el ventanal, en el sillón. Parecía dormida. Tenía las piernas dobladas a un lado y la cabeza apoyada en el cristal, como si hubiera estado contemplando las vistas. Pedro se acercó y recorrió su cuerpo con la mirada. Paula llevaba unos pantalones negros y una blusa del mismo color, con unas playeras planas. Era el uniforme habitual de sus empleados del hogar. La blusa se le había salido de la cintura de los pantalones y dejaba ver un pequeñísimo fragmento de piel blanca, pálida como la nieve. Al instante, le subió la temperatura al verla. Como si hubiera percibido su presencia, ella se removió en el sofá. Parpadeó un momento con sus largas pestañas antes de abrir los ojos de golpe. Despacio, pareció registrar dónde estaba y a quién tenía delante. Entonces, ella se sonrojó, abriendo los ojos como platos. Eran de un verde oscuro con brillos dorados. Pedro deseó poder sumergirse en ellos… Paula parpadeó con aire inocente. Por un segundo, él estuvo a punto de creer que no lo había planeado todo.
–Bueno, bueno, bueno. Mira a quién tenemos aquí –dijo él, recorriéndola de arriba abajo con la mirada con deliberada lentitud–. Habrías hecho las cosas más fáciles para ambos si me hubieras esperado desnuda en la cama.
Paula levantó la vista hacia Pedro, que parecía una torre delante de ella, imponente con su barba incipiente y el ceño fruncido. Tardó unos instantes en poder digerir sus palabras. Él tenía el pelo revuelto, como si se hubiera pasado la mano por la cabeza repetidas veces. Y llevaba una camisa blanca desabotonada en el cuello, que dejaba ver un poco de su piel oscura. Una poderosa sensación de deseo la invadió. Entonces, cuando su mente al fin comprendió lo que él había dicho, se despertó de golpe y se puso de pie de un salto, llena de adrenalina.
–¿Cómo te atreves a insinuar algo así? –replicó ella con voz todavía somnolienta, mientras se maldecía a sí misma por haber dejado que el sueño la venciera.
Pedro seguía mirándola con aire de superioridad. Se cruzó de brazos.
–Entro en mi dormitorio y me encuentro con una mujer que finge estar dormida, esperándome… Como he dicho, suelen esperarme en la cama, con mucha menos ropa, pero el mensaje es el mismo. Vienen a mí solo por una razón.
Paula se quedó sin palabras ante su arrogancia. Al final, logró reaccionar, sumida en un mar de indignación y otras sensaciones mucho más molestas.
–Bueno, siento decepcionarte, pero eso era lo último que tenía en mente. Estaba limpiando tu cuarto, me senté un momento y me quedé dormida. Te pido disculpas por eso. Pero no he venido aquí para… Para…
–¿Para seducirme?
Antes de que ella pudiera contestar, Pedro prosiguió.
–Para que lo sepas, estos jueguecitos no me excitan. Soy mucho más tradicional. Cuando hago el amor, lo hago con intensidad y no me hacen falta teatros.
Sin poder evitarlo, Paula se incendió por dentro, imaginando cómo de intenso sería el sexo con él. Sintió que gotas de sudor le caían entre los pechos. Y su furia creció.
–No he venido para hacer el amor con nadie. Mi único crimen ha sido quedarme dormida en el trabajo y, si me perdonas, ahora mismo me voy de aquí y te dejo en paz.
Cuando Paula intentó pasar de largo frente a él, la sujetó del brazo, murmurando una maldición en francés. A ella se le aceleró el pulso.
–¿En paz? –le espetó él–. No he tenido paz desde que tu hermano desapareció con un millón de euros y te dejó a tí para fingir su inocencia. ¿Qué tienes planeado, Paula? ¿A qué estás jugando? Te aviso de que te vas a quemar, si pretendes jugar con fuego.
Su intensa mirada era capaz de derretir a cualquiera. Paula logró zafarse de su mano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario