Acto seguido, cuando la mencionaron a ella y todo el mundo se volvió para mirarla, se puso roja como un tomate. Al terminar el discurso, los comensales se levantaron para pasar a un gran salón donde había una banda tocando música de jazz. Titubeando, Paula se preguntó si Pedro la dejaría sola durante el resto de la velada, ya que todo el mundo estaba haciendo fila para hablar con él. Ansiaba quitarse los zapatos, que la estaban matando. Sin embargo, para su sorpresa, Pedro se acercó a ella directamente.
–¿Qué te hacía parecer tan enfadada durante el discurso del presidente? – preguntó él.
Paula se puso pálida. No era capaz de ocultar sus emociones. Además, al pensar que él había notado su reacción, se sentía todavía más vulnerable. Él seguía esperando su respuesta.
–Bueno, no creo que seas nuevo en la escena. Llevas un par de años en Irlanda y muchos de tus caballos han ganado carreras aquí, por no mencionar tus logros en Francia.
–Es un mundo muy cerrado –respondió él con tono seco–. No te dejan entrar solo porque tengas caballos ganadores.
–Eso es ridículo. Tú tienes el mismo derecho o más que cualquiera a estar aquí. Tienes una reputación brillante. Gonzalo… –dijo ella y se interrumpió de forma abrupta, mordiéndose el labio inferior.
–¿Gonzalo qué?
–Bueno, seguro que no me crees, pero Gonzalo te idolatra –repuso ella con reticencia–. Durante los primeros meses que trabajaba para tí, no hacía más que hablar de tí. Si te soy sincera, creo que, en parte, se está escondiendo porque le mortifica haberte decepcionado…
Pedro la contempló con atención. Sabía que, en ese momento, debería estar saludando a las personas que le habían dado la bienvenida, pero esa conversación había captado toda su atención. Recordó que las primeras semanas Gonzalo lo había seguido por todas partes como un perrito.
–Cree que eres un genio y admira tus métodos poco ortodoxos.
Pedro combatió su deseo de creerla.
–Lo que dices no concuerda con sus acciones. Son palabras bonitas, Paula, pero no necesito empleados que me idolatren. Solo necesito poder confiar en ellos.
–¿En quién confías?
–En casi nadie –admitió él y, por primera vez en su vida, no le pareció algo de lo que enorgullecerse.
Molesto por el cambio de rumbo en la conversación y por cómo le hacía sentir pensar en todo ello, tomó a Paula del brazo y la guio a la otra sala, donde ya había parejas bailando. Pero, en cuanto se acercaron a la pista de baile, ella comenzó a tirar de él en sentido contrario. Cuando la miró, vió que estaba pálida, con expresión de terror. Algo se contrajo en el pecho de Pedro.
–¿Qué te pasa?
Ella negó con la cabeza.
–No sé bailar.
–Todo el mundo puede hacerlo. Hasta yo –replicó él. No había sido su intención bailar, pero la reacción de Paula lo intrigaba.
–No, de verdad. Me quedaré mirando nada más. Hay muchas mujeres aquí que estarán encantadas de bailar contigo.
Pedro se había dado cuenta de que unas cuantas mujeres revoloteaban a su alrededor. Sin embargo, lo curioso era que estaba con la única que, al parecer, no quería estar con él. Era una novedad a la que no estaba acostumbrado. Tras entrelazar sus manos con un decidido movimiento, la llevó a la pista de baile.
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