martes, 17 de diciembre de 2024

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 30

 –Estás impresionante –comentó la estilista, tras observarla un momento–. Son casi las siete. Ahora debes ir a encontrarte con el señor Alfonso –añadió con un guiño–. Lo que yo daría por estar en tu piel ahora mismo. Es un bombón.


La maquilladora rio. Claramente, era de la misma opinión. Forzándose a sonreír, Paula se calló que estaría más que contenta con cambiarle el puesto. Ellas no lo entenderían. Con cuidado de no caerse con los tacones, bajó las escaleras. Cuando llegó a la entrada, la puerta estaba abierta. Pedro estaba fuera, dándole la espalda, con las manos en los bolsillos. Ella recordó la cicatriz que le había visto la otra noche. Durante un breve instante, soñó con ser una mujer hermosa a punto de reunirse con su cita. Pero, cuando él se volvió y la recorrió de arriba abajo sin un ápice de emoción en los ojos, ella dejó de sentirse hermosa. Solo pudo acordarse de cómo le había dicho esa primera noche que no era su tipo. Durante un segundo, él casi no la reconoció. Todo su cuerpo se tensó al verla. Estaba preciosa. Sobrepasaba con creces sus expectativas. Llevaba un elegante vestido negro largo, que dejaba ver la curva de sus blancos pechos por el escote.


Sintiéndose un poco embriagado ante tanta belleza, él subió la mirada.


–¿Estoy bien? –preguntó ella con gesto de ansiedad.


Pedro no podía creerlo. ¿De veras ignoraba Paula lo preciosa que estaba? Al menos, su instinto le decía que ella no estaba fingiendo.


–Estás bien. Ahora tenemos que irnos –dijo él con voz constreñida.


Paula intentó no hundirse ante su reacción. Rezando por no caerse ni tropezarse con el vestido, lo siguió por las escaleras del porche. Abajo los esperaba un flamante deportivo negro. Lo que había pasado la otra noche había sido un error y no debía volver a pasar, se repitió a sí misma, como un mantra. Sin decir nada, Pedro se puso al volante y condujo durante un par de kilómetros, hasta un helipuerto privado.


–¿Vamos a ir en helicóptero? 


–En coche, se tarda una hora en llegar a Dublín. Y la fiesta empieza dentro de media –repuso él.


Paula intentó hacer lo posible para no mostrarse abrumada. Cuando salió del coche y notó la hierba mojada bajo los pies, se quedó parada. No estaba segura de cómo llegar con los tacones de aguja hasta el helicóptero que los esperaba. Pedro se dió cuenta, se acercó y, antes de que ella pudiera reaccionar, la tomó en sus brazos y la llevó hasta la nave. Aliviada, vió cómo él se sentaba en el puesto del copiloto. Prefería sentarse sola detrás, para poder poner en orden sus pensamientos. Era obvio que, para él, ella no era más que una molestia inevitable.


–¿Estás bien? –preguntó Pedro, girándose hacia ella, después de que se hubieron puesto los cascos con auriculares.


Ella asintió y se obligó a sonreír. Aunque no estaba bien en absoluto. Despegaron y, en pocos minutos, sobrevolaban la ciudad de Dublín, que brillaba como una joya a los lados del río Liffey. Era una estampa mágica. Cuando hubieron aterrizado, Paula se libró de la vergüenza de que la llevara en brazos de nuevo, pues caminó sola hasta el coche que los esperaba. Pedro se sentó detrás, a su lado. El trayecto al castillo de Dublín duró diez minutos nada más. Se detuvieron frente a una majestuosa fortaleza iluminada como un árbol de Navidad. Decenas de personas se bajaban de lujosos coches en la entrada. Y Paula, que acababa de ganar su primera carrera con un pura sangre, no podía estar más aterrorizada. Pedro salió del coche y dió la vuelta para abrirle la puerta a Paula. Ella miró su mano un momento, titubeando, y se la tomó, dejando que la ayudara a salir. En cuanto hubo bajado del coche, sin embargo, se la soltó como si le quemara. Él se dijo que no podía culparla, después de cómo le había respondido cuando le había preguntado por su aspecto. Nunca había sido menos cortés con una mujer. Con Paula, era como si se hubiera olvidado de cómo debía comportarse. Cuando la había tomado en brazos para llevarla hasta el helicóptero, había sido solo por una cuestión práctica. Pero había sido una tortura para él notar su delicado cuerpo entre sus brazos, sentir su calor. Se había pasado el resto del viaje tratando de ocultar su erección. Lo irritaba sobremanera que ella no hubiera emitido ninguna protesta cuando él había aclarado que lo que había sucedido había sido un error que no se repetiría.

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