Además, había unos cuantos armarios empotrados, una cómoda y mesitas de noche. Lo sorprendente era que no había nada que pareciera demasiado personal. No había fotos, ni recuerdos, ni adornos. Solo algunas ropas tiradas en una de las sillas y las sábanas revueltas. Antes de concentrarse en la cama, Paula decidió asomar la nariz a una de las puertas, que daba a un vestidor, y a otra, que daba al baño. La bañera parecía lo bastante grande como para una equipo de fútbol entero. Entonces, se puso a limpiar el baño, intentando no dejarse distraer por su aroma, que estaba en todas partes. Tomó un frasco de colonia, lo destapó y lo olió, antes de dejarlo a todo correr. Enfadada consigo misma por comportarse como una tonta, terminó de limpiar y regresó al dormitorio. Quitó las sábanas usadas, intentando no imaginarse su cuerpo desnudo y caliente cubierto con ellas. ¿Dormiría desnudo?, se preguntó. Parecía la clase de hombre que sí lo haría… Se quedó paralizada, conmocionada por el rumbo que estaban tomando sus pensamientos. Pero no podía evitar preguntarse cómo sería Pedro Alfonso desnudo. La temperatura le subió al instante. Tenía que reconocer que él había logrado lo que ningún otro hombre. Había conseguido despertar sus hormonas aletargadas. Y era humillante que el primer hombre al que deseaba era el que menos se fijaría en ella. A menudo, se había preguntado por qué nunca le habían excitado otros chicos en la universidad. Su falta de interés en el sexo cuando había salido con alguno le había ganado la reputación de frígida. Por eso, se había encerrado en sí misma, para no exponerse a más burlas. Paula hizo la cama tratando de ignorar la suave impronta del cuerpo de él en el centro del colchón. Cuando terminó, dio un repaso más a todas las salas de la suite y recogió sus materiales de limpieza. Entró en el dormitorio una vez más, recorrió con la mirada la cama perfectamente hecha y, cuando estaba a punto de salir, algo llamó su atención en el exterior. Se acercó a la ventana y lo que vio le hizo contener la respiración. El sol se estaba poniendo en el horizonte, bañando los prados con una hermosa luz dorada. No había caballos entrenando ya, pero ella los imaginaba como si estuvieran allí. Sumida en la belleza del paisaje, se sentó en un enorme sofá que había frente a la ventana para disfrutar de las vistas un momento. Sabía por qué siempre había evitado el contacto físico. Se había quedado sin madre a edad muy temprana y su padre había estado demasiado destrozado como para ocuparse de ella y sus hermanos. Siendo niña, había comprendido que lo mejor que había podido hacer había sido tragarse su dolor, sabiendo que el resto de su familia tenía bastante carga ya. Había sido más fácil para ella bloquear sus emociones y concentrarse en su sueño de convertirse en jockey. Pero, a veces, el hondo dolor de su duelo contenido la atenazaba el pecho. Y, a veces, cuando veía a su hermana Delfina con su marido y comprendía el bello vínculo que había entre ellos, sentía envidia de su relación. Sin embargo, no podía imaginarse a sí misma amando tanto a alguien. Su miedo a la pérdida era demasiado grande. Hasta ese momento, había rehuido el sexo porque el precio de intimar con alguien le parecía demasiado alto. Aun así, cuando pensaba en Pedro Alfonso, lo que menos le importaba era el precio a pagar.
Pedro estaba cansado y frustrado. Se había pasado los últimos tres días trabajando intensamente en una de sus más brillantes promesas, un caballo llamado Sur La Mer. Iba a correr dentro de unas semanas en Francia, pero ninguno de sus jockeys parecía capaz de hacer que el animal rindiera todo lo que podía. Además, se sentía frustrado en otra área mucho más difícil… El sexo. No estaba acostumbrado a experimentar frustración sexual. Cuando deseaba a una mujer, la poseía y la olvidaba. Pero solo un mujer había dominado sus pensamientos mientras había estado en Francia. Paula Chaves. Había asistido a una gala benéfica de la alta sociedad que había estado llena de mujeres hermosas. Ninguna había suscitado su interés. Al contrario, había terminado preguntándose qué aspecto tendría Paula con uno de esos exquisitos vestidos, en vez de con los vaqueros gastados que solía llevar, ajustados a unos muslos largos y firmes. Maldiciendo para sus adentros, se dirigió a su dormitorio, pensando en darse una ducha fría e irse a la cama. Pero, cuando abrió la puerta, notó que algo pasaba. Todos sus instintos se pusieron alerta.
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