jueves, 26 de diciembre de 2024

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 40

Todo desapareció a su alrededor cuando Pedro la besó. El cepillo se le cayó de las manos, el caballo relinchó, pero solo una cosa ocupaba su mente: el deseo animal que la invadía. Cuando él separó sus labios, ella tardó un segundo más en abrir los ojos. Con una sonrisa triunfal, él salió del establo, dejándola como si un relámpago la hubiera recorrido de arriba abajo. Paula sabía que no era buena idea dejar que él la atacara de esa manera, por muchas razones, entre las que destacaba su instinto de autoconservación. Sin embargo, la idea de ir a París con él era demasiado seductora como para resistirse a ella.


Pocas horas después, Paula se sentía cada vez más presa de un cuento de hadas. Había ido a París en una ocasión antes, en un viaje con el colegio, pero no había tenido nada que ver con aquello. Habían volado en un avión privado y un coche había estado esperándolos en el aeropuerto. Mientras habían atravesado las afueras de la ciudad, con sus paredes llenas de grafitis, había notado cómo Pedro se había puesto tenso, mirando por la ventanilla con el ceño fruncido. Pero París era una ciudad hermosa, con sus magníficos bulevares y sus edificios antiguos. Sobre todo, en esa época del año, con todos los árboles en flor. Por no mencionar los monumentos icónicos del lugar, como la torre Eiffel o el Arco del Triunfo. En ese momento, ella podía verlos desde los ventanales del baño. Cuando habían llegado a la casa de Pedro, en la planta alta de uno de esos adornados edificios en un ancho bulevar, él había desaparecido en su estudio para hacer unas llamadas y una amable ama de llaves había mostrado a Nessa la suite de invitados. Le había enseñado un vestidor que había estado lleno de maravillosos vestidos. Paula no había sabido como reaccionar al comprobar lo bien preparado que estaba Luc para sus invitadas femeninas. De todas maneras, le había servido como recordatorio de cuál era su lugar en la vida de un hombre tan exitoso y atractivo. Y, si lo miraba por el lado práctico, le sería útil, pues no se le había ocurrido meter un vestido en la maleta cuando habían salido de Irlanda. En ese instante, en el balcón, embutida en un lujoso albornoz, prefirió no pensar en nada, solo disfrutar de las vistas. La puesta de sol se iba desvaneciendo en el horizonte, mientras la torre Eiffel comenzaba a iluminarse. Con una sonrisa, se dijo que hacía mucho tiempo que no se sentía tan feliz. Sin embargo, al instante, su sonrisa se desvaneció. ¿Cómo podía sentirse feliz cuando su hermano debía de estar muerto de miedo en su escondite? Había intentado llamarlo antes, pero Gonzalo había tenido el teléfono apagado, como siempre. Y tampoco había podido encontrar a su otro hermano, Marcos. En ese momento, alguien llamó a su puerta. Con el corazón acelerado, pensó que podía ser Pedro. Pero, cuando abrió, se encontró con el ama de llaves, acompañada de dos mujeres.


–El señor Alfonso ha llamado a estas dos señoritas para que la ayuden a prepararse para esta noche.


Paula esbozó una sonrisa forzada. Pensar en la fiesta le hacía sentir mareada. Una cosa era salir a una gala de clase alta en Dublín. Pero París era otra cosa. Sin duda, iba a necesitar ayuda.


–Gracias, Celina.


Mientras las ayudantes se ponían manos a la obra, Paula no podía sacarse de la cabeza el odioso pensamiento de que, antes que ella, otras mujeres habían ocupado su lugar en casa de Pedro. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 39

Durante un instante, ella recordó el breve dolor que le había producido su primera penetración, pero, como si le hubiera leído la mente, él le acarició la espalda con suavidad.


–Confía en mí, pequeña, no te haré daño, ¿De acuerdo?


Paula asintió, sujetándose a los hombros de él, y lo miró a los ojos mientras la penetraba despacio. Centímetro a centímetro, fue llenándola, dejándola sin respiración.


–Marca tú el ritmo, ma belle…


La voz de Pedro sonaba tensa, como si estuviera esforzándose por controlarse. Ella se sintió poderosa de nuevo y empezó a subir y bajar las caderas.


–Vas a matarme… –susurró él.


Pero Paula estaba demasiado distraída por la tensión creciente que la invadía. Moviéndose más rápido, se acercaba más y más al clímax. Pedro le besaba la piel desnuda, excitando sus pechos con la lengua y con los dientes sin piedad. Los movimientos de ella se hicieron más salvajes, más desesperados. Entonces, él demostró su experiencia y tomó el control. La sujetó de las caderas, deteniéndola, y a continuación la subió y la bajó, penetrándola cada vez más fuerte y con mayor profundidad. Estaban empapados en sudor, sus miradas entrelazadas. Ella pensó que iba a morir y con una poderosa arremetida casi lo hizo. Pero fue una muerte exquisita, envuelta en oleadas de placer. Fue tan intenso que tuvo que morderle el hombro a su amante para no gritar y dar a conocer en todo el hipódromo lo que estaba pasando en esa habitación. Después, se quedó exhausta, abrazada a él como un peso muerto. Pedro le echó hacia atrás la cabeza.


–La próxima vez, lo haremos en una cama.


Al pensar en que él estaba proponiéndole una próxima vez, Paula se estremeció de nuevo. Aquello era solo el principio…


–¿La próxima vez?


Pedro sonrió con gesto travieso y provocativo.


–Oh, sí, habrá una próxima vez y otra después de esa… Y posiblemente, incluso, más.


Mientras hablaba, él subrayaba las palabras con besos mojados en su cuello, en sus hombros. Embriagada, Paula se repitió a sí misma que podía manejar la situación. Se sentía capaz de cualquier cosa, siempre y cuando Luc no dejara de besarla.



-Tengo un caballo en Francia que me gustaría que montaras. Es muy difícil de manejar y ninguno de mis jockeys lo ha conseguido hasta ahora.


Paula estaba cepillando a Pegaso, al cual acababa de montar. Pedro estaba vestido con vaqueros gastados y un polo, apoyado en la puerta de los establos, con los brazos cruzados. Era tan guapo que ella se quedaba sin respiración cada vez que lo veía. Habían pasado dos días desde su sensual interludio en la sala VIP del hipódromo.


–De acuerdo.


–Cuando hayas terminado aquí, ve a hacer la maleta. Nos iremos dentro de un par de horas. Nos quedaremos en mi casa de París esta noche para la fiesta e iremos a mis establos en Francia mañana.


Paula tragó saliva, digiriendo sus palabras.


–¿Qué fiesta?


–Nos han invitado a los premios anuales del deporte en Francia. Al parecer, también has causado sensación fuera de Irlanda. Todo el mundo quiere verte de cerca.


Paula no podía creerlo.


–¿Es adecuado que nos quedemos juntos en tu casa?


Pedro se acercó un poco más.


–Es muy adecuado. Dijimos que habría una próxima vez, ¿Recuerdas?


Entonces, él posó la mano en su nuca, donde ella tenía el pelo recogido en una desarreglada cola de caballo y la acercó a su boca.


–Quizá, necesitas que te refresque la memoria… 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 38

La rodeó con sus brazos y la acorraló contra la pared, perdiéndose en los carnosos labios que habían invadido sus sueños desde hacía días. Su sabor era dulce, como recordaba. O más dulce aún. Su pequeña lengua hacía tímidas incursiones para tocarlo. Él se la capturó, la succionó, haciéndola retorcerse de deseo. No había marcha atrás. Necesitaba poseerla con una urgencia que no tenía precedentes. Sin embargo, un atisbo de fría realidad se coló en su mente. Apartó la boca un momento.


–Necesito tenerte ahora, aquí…


Ella lo miró, sus ojos dos pozos de deseo. Se mordió el labio.


–De acuerdo. 


–Quítate la ropa.


Paula tembló, sintiéndose vulnerable. Pero, entonces, Pedro empezó a desnudarse y se quedó hipnotizada mirándolo. Primero, se quitó la chaqueta, el chaleco, la pajarita, la camisa… Se desabrochó el cinturón. Intentando acordarse de respirar, ella hizo amago de bajarse la cremallera que le partía de la nuca, pero tenía los dedos más torpes que nunca. Pedro tenía el pecho descubierto. Podía ver el sendero de vello que le bajaba desde el abdomen hacia la cintura de los pantalones.


–Date la vuelta –dijo él.


Ella obedeció. Él le bajó la cremallera y le quitó la parte de arriba del conjunto que llevaba. Debajo de ellos, la multitud estalló en vítores en las gradas, cuando terminó otra carrera y ganó el caballo favorito. Pero Paula no les prestó atención. Pedro se quitó los pantalones. Al adivinar su erección por debajo de sus calzoncillos, a ella se le hizo la boca agua.


–Tu falda. Quítatela ahora.


Su orden ronca y urgente la incendió todavía más. En vez de sentir vergüenza mientras se desnudaba bajo la mirada de Pedro, lo único que podía experimentar era una honda excitación ante sus ojos apreciativos. Por primera vez en su vida, la invadió una femenina sensación de poder. Era embriagador pensar que podía gustarle a Pedro Alfonso. Dejando la falda en el suelo, ella se quitó los zapatos. Pedro se libró de sus calzoncillos y la rodeó con sus brazos, devorándola. A Paula le encantaba estar pegada a su cuerpo fuerte y duro. Le hacía sentir suave y delicada. Lo rodeó con sus brazos, perdiéndose en sus besos, casi sin darse cuenta de que la llevaba a uno de los sofás. Él se sentó, con ella sobre el regazo. Comenzó a besarle los pechos, le succionó los pezones, mientras ella solo podía rendirse a tanto placer. Bajó la mano para tocar su poderosa erección y, soltando un gemido sofocado, él abrió el envoltorio de un preservativo y la apartó un momento, lo justo para ponerse la protección.


–Siéntate un poco… Así… –dijo él, sujetándola de la cintura con sus fuertes manos.


Mientras maniobraba para penetrarla, Paula pensó que nunca se había sentido tan salvaje y tan sensual. Él le apartó las braguitas a un lado para que no fueran un impedimento y acercó la punta de su erección a su entrada. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 37

 –André me dijo que me vistiera de forma elegante para recibir a la prensa.


–Estás muy… Elegante –observó él y cerró la puerta con llave.


A Paula se le aceleró el corazón, mientras él se acercaba como un lobo acorralando a su presa.


–André y la prensa llegarán en cualquier momento –dijo ella, dando un paso atrás.


Pedro meneó la cabeza.


–André va a entretenerlos un rato. Los mantendrá lejos de aquí.


Paula estaba confundida. 


–¿Por qué has cerrado la puerta con llave?


Pedro estaba parado justo delante de ella. Era alto y sexy. Irresistible.


–He cerrado porque estoy harto de contenerme contigo.


Antes de que ella pudiera reaccionar, él le quitó el moño. El pelo le cayó sobre los hombros como una cascara rojiza. El sombrero estaba en el suelo.


–Pedro, ¿Qué estás haciendo? –preguntó ella, sin aliento.


Como silenciosa respuesta, él la apretó entre sus brazos y la besó. Paula no fue capaz de defenderse de su sensual emboscada. El cuerpo entero se le prendió fuego, como si hubiera estado esperando sus besos y sus caricias. Pedro no le dió tiempo a pensar en lo que estaba pasando. Lo único que ella podía hacer era sentir. Sucumbir. Había soñado tanto con ese momento que no quería que terminara nunca. Antes de que pudiera controlarse, lo rodeó del cuello con sus brazos y se apretó contra su torso. Él le acarició la espalda y deslizó las manos debajo de su blusa para tocar su piel desnuda. Sin embargo, a pesar de que estaba en la gloria, Paula logró reunir fuerzas para apartarse. Estaba jadeando como si acabara de correr un maratón. Pedro la miraba con ojos ardientes.


–¿Qué pasa?


–¿Cómo que qué pasa? –replicó ella, abrazándose a sí misma como si necesitara defenderse–. Dijiste que esto no volvería a suceder.


–Pensé que iba a ser capaz de resistirme a tí, Paula… Pero no puedo. Si actuamos de acuerdo a nuestros impulsos, antes o después esta química que sentimos se desvanecerá. Siempre se acaba. Deja que sea yo quien te muestre los placeres de la cama, mientras dure lo que sentimos el uno por el otro.


Ella se estremeció por dentro. Él ya le había enseñado mejor que bien lo que podía ser el sexo. Había algo oscuramente atractivo en la idea de dejarse consumir por ese hombre, hasta que todo se… Desvaneciera. Pero debía ser fuerte, se dijo a sí misma. Y negó con la cabeza.


–No creo que sea buena idea.


Pedro apretó la mandíbula.


–No soy solo un juguete que puedas tomar y dejar cuando te conviene.


–Créeme –rugió él con voz ronca–. No hay nada que me convenga de todo esto.


–Bueno, seguro que hay muchas mujeres que te convienen más que yo. 


Meneando la cabeza, él alargó un brazo y la sujetó de la mandíbula. Pasó con suavidad un pulgar por sus labios.


–El problema es que no quiero a ninguna otra mujer. Te deseo a tí.


A Paula se le quedó la boca seca. Que Pedro Alfonso le dijera que la deseaba a ella en especial era más de lo que podía sobrellevar. Al instante, sintió que sus resistencias se debilitaban. Como si intentara calmar a un potro nervioso, él la sujetó el rostro con suavidad entre las manos. La miró a los ojos.


–Te deseo a tí, Paula.


Ella tenía el pulso acelerado a toda velocidad. ¿Sería capaz de manejar otro encuentro con ese hombre? Dudaba mucho que pudiera separar la atracción física de los sentimientos, como había planeado en un principio.


–Es solo algo físico –susurró él, sin dejar de sostenerle la mirada–. No le des demasiadas vueltas. No tiene que nada ver con tu hermano ni con la deuda. Solo tiene que ver con nosotros dos.


Él sabía qué decir para debilitar sus defensas, observó Paula. Si él podía mantener su corazón al margen, ¿Por qué ella no? La verdad era que no podía negarse lo que Pedro le ofrecía. Lo deseaba más que el aire que respiraba. Despacio, le acarició la mandíbula y le recorrió los labios con la punta del dedo, abrumada por el deseo que percibía en sus ojos. Una sensación de fatalidad la invadió. Sabía que no podía resistirse. Se puso de puntillas y lo besó en un gesto silencioso de rendición. Con una gozosa sensación de triunfo, Luc saboreó su boca. No se paró a pensar en el tumulto de sentimientos que había percibido en los verdes ojos de ella. Nada podía detenerlo. 

jueves, 19 de diciembre de 2024

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 36

Poco tiempo después, Pedro estaba en el balcón de la opulenta habitación de hotel, con una toalla alrededor de la cintura. La luna se reflejaba en el río Liffley. Le dió un trago a su vaso de whisky escocés, pero nada conseguía calmar su excitación. Ni siquiera la ducha fría que acababa de darse. ¿En qué diablos estaba pensando al negarse el placer de estar con una mujer? Aunque fuera Paula Chaves, con todas las complicaciones que eso implicaba. La clave estaba en cómo ella lo miraba. Y en las preguntas que le hacía, que le llegaban a lugares recónditos del corazón que nadie había tocado en mucho tiempo. Maldijo. Le había hablado de Francis Fortin. Ese hombre había sido uno de sus ángeles de la guarda cuando había sido un niño y le había enseñado todo del fantástico mundo de los caballos y las carreras. En honor a él, había llamado El legado de Fortin a su primer caballo. Aunque no estaba acostumbrado a hablar de Francis con nadie. Era un recuerdo demasiado personal, demasiado íntimo. A veces, se le encogía el corazón al pensar en cuánto lo echaba de menos. Sin embargo, hablara o no de Francis, seguía deseando a Paula. Se dió cuenta de que el haberse negado la satisfacción de llevarla a la cama no le había servido de nada. Más bien, lo estaba volviendo loco. La deseaba en el plano físico. Eso era todo. Quizá, ella sintiera lo mismo. Tal vez, si le recordaba que lo que había entre ellos era pura atracción carnal, Paula dejaría de hacerle preguntas sobre temas en los que él no quería pensar.



Paula quedó segunda en la siguiente carrera. No ganó, aunque obtuvo una posición más que respetable. Simón estaba loco de contento. En cuanto a Pedro, ella no pudo descifrar lo que pensaba. Su expresión era siempre tan misteriosa… Habían pasado unos días desde la fiesta y apenas lo había visto. Al parecer, había estado en Dublín, ocupado en reuniones de trabajo, y había visitado París mientras tanto. Se dijo que no debía importarle, mientras se miraba al espejo en el baño de la zona VIP. Se colocó la falda de encaje color crema que llevaba con una blusa a juego. Se sentía demasiado arreglada. Pascal le había dicho que tenía que ponerse elegante para las fotos que saldrían en la prensa, así que se había puesto uno de los trajes que la estilista le había dejado. Se había recogido el pelo en un moño en la nuca y llevaba uno de esos ridículos y pomposos sombreros. Suspiró, esperando tener un aspecto presentable, y salió del baño para encontrarse con Pascal. Cuando entró en la suite donde habían quedado, estaba vacía. Había algunos refrescos y aperitivos preparados en una mesa, pero los ignoró y se sirvió solo un vaso de agua. No quería que la sorprendieran con la boca llena. Desde la habitación, podía verse a la perfección la pista de carreras. Oyó que la puerta se abría y se giró, esperando encontrarse con André y los periodistas. Pero no era André. Era Pedro. Con un esmoquin impecable, parecía primitivo y civilizado al mismo tiempo. La recorrió de arriba abajo con su oscura mirada, mientras a ella le subía la temperatura varios grados.


Prisionera De Tu Amor: Capítulo 35

 –Francis se convirtió en adicto a las apuestas on line. Pero, a pesar de saberlo todo sobre las razas de caballos y sus capacidades, siempre perdía más de lo que ganaba. Me enseñó casi todo, incluso cómo invertir con prudencia, lo cual es irónico, porque él nunca siguió sus propios consejos.


Paula se emocionó al imaginarse a Alfonso de niño, pasando tiempo con un viejo jockey discapacitado.


–Debió de ser una persona excelente. ¿Todavía vive?


Pedro meneó la cabeza con aire remoto.


–Murió cuando yo era adolescente. Antes de morir, me dió el número de teléfono de Simón Fouret y me dijo que lo llamara y lo impresionara con lo que sabía de las carreras. Me dijo que igual podía conseguir que me contratara.


Y eso era lo que había pasado. Paula estaba un poco perpleja pero, antes de que pudiera hacerle más preguntas a Pedro, él la apretó un poco más contra su pecho para impedir que chocaran con otra pareja. Entonces, ella lo notó. La presión de su erección bajo el abdomen. Levantó la vista hacia él con los ojos muy abiertos, las mejillas ardiendo de calor. Pedro arqueó una ceja con gesto interrogativo, mientras seguían moviéndose con la música. Paula apenas podía respirar. Solo podía pensar en lo frío que él se había mostrado hacía días en los vestuarios, cuando le había dicho que nunca más volverían a tener sexo. Ella había creído que la razón era que no la deseaba.


–Pensé que dijiste que no volvería a pasar –comentó Paula.


–Y lo decía en serio.


–Pero… –balbuceó ella, confundida y excitada.


–¿Pero todavía te deseo?


Ella asintió, aturdida.


–Que te desee no significa que tengamos que acostarnos. Una de mis reglas es no tener relaciones sexuales con los empleados.


Paula quiso señalar que ella no era una empleada, sino que trabajaba gratis. Pero temió que sonara como una súplica. Era una tortura estar tan cerca de él, sabiendo que la deseaba y se contenía sin dificultad. A ella le costaba mucho más actuar con frialdad. Un húmedo calor le ardía entre las piernas. Sumida en un mar de emociones, se apartó de sus brazos.


–Dijiste que no te gustan los jueguecitos, pero creo que mentiste, Pedro. Creo que estás jugando conmigo para castigarme. Sabes que tienes más experiencia que yo y lo estás usando en mi contra.


Acto seguido, Paula salió corriendo de la pista de baile. No pudo contener las lágrimas que le quemaban las mejillas. Cuando iba a llegar a la salida, un hombre se le acercó.


–¿Señorita Chaves?


Ella tardó un segundo en reconocer al chófer de Pedro. Detrás de él, había otra persona. Pedro. Mientras Paula respiraba hondo, tratando de calmarse, él se acercó, la tomó del brazo y la llevó a una esquina apartada. Su cara tenía una expresión sombría.


–Te he dicho antes que no me gustan los juegos. Y no suelo contradecirme. Esto es nuevo para mí también.


Un poco avergonzada, Paula se dijo que, tal vez, había reaccionado de forma exagerada. Por lo menos, debería estarle agradecida porque no se aprovechara de su incapacidad para resistirse a él.


–Es tarde y le prometí a Leandro que me levantaría temprano mañana para entrenar.


–Haré que Gerard te lleve a casa. Yo tengo que asistir a una reunión en Dublín mañana, así que me quedaré aquí a pasar la noche.


Paula trató de ocultar su decepción. Había esperado fervientemente que él le pidiera que se quedara.


–Buenas noches, Pedro.


Él llamó a Gerard por el móvil y el chófer reapareció. Segundos después, Paula estaba sentada en el coche, en dirección a la granja. Humillada, se dijo a sí misma que, por mucho que Pedro la deseara, era la última mujer con la que se iría a la cama. Por muy bonito que hubiera sido su vestido y por mucho que hubiera bailado con el príncipe, se sentía como Cenicienta. Aunque a ella nada la convertiría en princesa. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 34

Paula estaba mareada. Esa era su peor pesadilla. Odiaba bailar en público. Le parecía imaginar las risas y burlas de sus hermanos en sus oídos.


–De verdad, prefiero quedarme… –protestó ella, pero se quedó sin habla cuando Pedro la abrazó contra su pecho, rodeándola por la espalda con un fuerte brazo.


De pronto, empezaron a moverse. Paula no tenía idea de cómo sus pies podían hacerlo, sin embargo, se dejó llevar. Nadie los miraba. Bueno, sí los miraban, pero era a Pedro, no a ella. Su miedo cedió un poco, aunque fue sustituido por otra clase de tensión. Sus cuerpos estaban pegados. Aun con los tacones, era bastante más bajita que él y no tenía nada que ver con las gráciles y esbeltas damas que llenaban la pista de baile. Cuanto más lo pensaba, más se preguntaba si no habría sido una alucinación lo que había pasado en los establos. En ese momento, él podía haber pasado por un completo desconocido.


–No te he felicitado todavía como mereces por tu carrera de hoy. Si sigues montando así, podrías liderar la nueva generación de mujeres jockeys –le susurró él.


Paula se sonrojó. Le parecía que había pasado una eternidad desde la carrera. Y no había esperado recibir alabanzas de ese hombre.


–Puede haber sido solo cuestión de suerte. Si me va mal en la próxima carrera, eso no ayudará en nada a tu reputación, ni a la mía.


Pedro negó con la cabeza.


–Has manejado al caballo de forma increíble. ¿Dónde has aprendido a montar así?


Paula tragó saliva. Clavó la vista en la pajarita de Pedro. Era más seguro que levantar la vista hacia sus profundos ojos oscuros.


–Mi padre me enseñó, antes de enfermar. Pero, sobre todo, fue Delfina. Tiene mucho talento. Yo me pasaba todo el día a caballo, desde que llegaba del colegio y los fines de semana, cuando volvía de la universidad…


–¿Has ido a la universidad?


–Delfina insistió en que todos fuéramos –contestó ella–. Sabía que yo quería ser jockey y me ayudó, pero se aseguró de que tuviera otra profesión a la que agarrarme, por si eso fallaba. El mundo de las jockeys femeninas no es muy… Fácil.


–¿Qué estudiaste?


–Empresariales.


Pedro arqueó una ceja.


–Eso tiene muy poco que ver con montar a caballo.


–Lo sé y me mantuvo lejos de los establos durante años. Pero no me importa. Quería aprender cómo ocuparme de nuestro negocio, si cualquier cosa volvía a ir mal.


–¿Aunque tu cuñado es uno de los jeques más ricos del mundo?


Paula lo miró con desaprobación.


–Ninguno de nosotros esperábamos nada de Nadim. Ni siquiera mi hermana, que está casada con él. De todas maneras, cuando yo empecé a estudiar, Delfina todavía no había conocido a Nadim. Eran tiempos difíciles. Yo sabía que no podía permitirme el lujo de dedicarme a lo que me gustaba, cuando eso no podía asegurar una fuente de ingresos estable.


Pedro no pudo evitar sentir respecto por Paula y por lo que su familia obviamente había sufrido. A menos que fueran mentiras destinadas a impresionarlo. Aunque estaba casi seguro de que no era así. Desde que había descubierto que ella había sido virgen y no había estado fingiendo su inocencia, había cambiado su percepción, tanto si le gustaba como si no. Ella lo miró con ojos llenos de determinación.


–No has respondido la pregunta que te hice antes… ¿Cómo es que sabes tanto de caballos?


Pedro maldijo para sus adentros. Estaban demasiado cerca el uno del otro, rodeados de parejas. No podía evadirse de la cuestión. Sin embargo, ¿Qué tenía que esconder?


–En la puerta de al lado de mi casa, vivía un anciano que me daba algo de dinero por hacerle algunos trabajos, como ir a la compra y cosas así. En su juventud, había sido un jockey famoso, pero un accidente había arruinado su carrera. A mí me fascinaba escuchar sus historias. Solía contarme que todos los pura sangre del mundo descienden de…


–De tres sementales árabes –dijo Paula, terminando la frase–. Lo sé. A mí también me fascina esa leyenda.

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 33

Acto seguido, cuando la mencionaron a ella y todo el mundo se volvió para mirarla, se puso roja como un tomate. Al terminar el discurso, los comensales se levantaron para pasar a un gran salón donde había una banda tocando música de jazz. Titubeando, Paula se preguntó si Pedro la dejaría sola durante el resto de la velada, ya que todo el mundo estaba haciendo fila para hablar con él. Ansiaba quitarse los zapatos, que la estaban matando. Sin embargo, para su sorpresa, Pedro se acercó a ella directamente.


–¿Qué te hacía parecer tan enfadada durante el discurso del presidente? – preguntó él.


Paula se puso pálida. No era capaz de ocultar sus emociones. Además, al pensar que él había notado su reacción, se sentía todavía más vulnerable. Él seguía esperando su respuesta.


–Bueno, no creo que seas nuevo en la escena. Llevas un par de años en Irlanda y muchos de tus caballos han ganado carreras aquí, por no mencionar tus logros en Francia.


–Es un mundo muy cerrado –respondió él con tono seco–. No te dejan entrar solo porque tengas caballos ganadores.


–Eso es ridículo. Tú tienes el mismo derecho o más que cualquiera a estar aquí. Tienes una reputación brillante. Gonzalo… –dijo ella y se interrumpió de forma abrupta, mordiéndose el labio inferior.


–¿Gonzalo qué?


–Bueno, seguro que no me crees, pero Gonzalo te idolatra –repuso ella con reticencia–. Durante los primeros meses que trabajaba para tí, no hacía más que hablar de tí. Si te soy sincera, creo que, en parte, se está escondiendo porque le mortifica haberte decepcionado…


Pedro la contempló con atención. Sabía que, en ese momento, debería estar saludando a las personas que le habían dado la bienvenida, pero esa conversación había captado toda su atención. Recordó que las primeras semanas Gonzalo lo había seguido por todas partes como un perrito.


–Cree que eres un genio y admira tus métodos poco ortodoxos.


Pedro combatió su deseo de creerla.


–Lo que dices no concuerda con sus acciones. Son palabras bonitas, Paula, pero no necesito empleados que me idolatren. Solo necesito poder confiar en ellos.


–¿En quién confías? 


–En casi nadie –admitió él y, por primera vez en su vida, no le pareció algo de lo que enorgullecerse. 


Molesto por el cambio de rumbo en la conversación y por cómo le hacía sentir pensar en todo ello, tomó a Paula del brazo y la guio a la otra sala, donde ya había parejas bailando. Pero, en cuanto se acercaron a la pista de baile, ella comenzó a tirar de él en sentido contrario. Cuando la miró, vió que estaba pálida, con expresión de terror. Algo se contrajo en el pecho de Pedro.


–¿Qué te pasa?


Ella negó con la cabeza.


–No sé bailar.


–Todo el mundo puede hacerlo. Hasta yo –replicó él. No había sido su intención bailar, pero la reacción de Paula lo intrigaba.


–No, de verdad. Me quedaré mirando nada más. Hay muchas mujeres aquí que estarán encantadas de bailar contigo.


Pedro se había dado cuenta de que unas cuantas mujeres revoloteaban a su alrededor. Sin embargo, lo curioso era que estaba con la única que, al parecer, no quería estar con él. Era una novedad a la que no estaba acostumbrado. Tras entrelazar sus manos con un decidido movimiento, la llevó a la pista de baile. 

martes, 17 de diciembre de 2024

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 32

 –¿Quién es? –quiso saber Pedro.


–Es Ricardo Connolly. Solía ser uno de los viejos amigos de mi padre. Crecieron juntos. Llevaba una granja estatal. Tenía los medios para ayudarnos, pero nunca lo hizo. Solo cuando Nadim compró nuestros establos y empezamos a recuperarnos volvió a dirigirnos la palabra.


Perplejo, Pedro no había esperado sentir ninguna clase de afinidad hacia Paula. Había imaginado que se pasaría toda la velada saludando a viejos amigos y conocidos. Pero, al parecer, también ella había probado el amargo sabor del rechazo.


–¿Cómo sabes tú tanto de caballos? –le preguntó ella, mirándolo a los ojos de nuevo–. No puedo creer que sea solo por tu trabajo con Simón Fouret.


Pedro no se había esperado esa pregunta. La mayoría de la gente creía el rumor que circulaba sobre su antiguo jefe y él y jamás se atrevería a sacar el tema tan abiertamente.


–¿No lo has escuchado? –replicó él con tono burlón–. Desciendo de gitanos errantes.


–No lo creo –opinó ella, contemplándolo con atención.


En ese momento, la relaciones públicas se acercó a ellos de nuevo y los interrumpió con una amplia sonrisa.


–Señor Alfonso, señorita Chaves, hay unas cuantas personas que quieren felicitarles por su éxito de hoy. Por favor, síganme.


Todavía anonadado por cómo había abordado Paula el tema de sus orígenes y por cómo había despreciado los rumores sobre él, Pedro las siguió. Nunca, ninguna persona lo había mirado como ella acababa de hacer, sin el morbo del que esperaba una jugosa historia. 


Paula seguía molesta por la interrupción. Por primera vez, Pedro le había contado algo personal, cómo había sido deliberadamente marginado por la alta sociedad y lo mucho que le afectaba. Acababan de terminar de cenar y Pedro estaba hablando con una mujer mayor a su derecha. Lo miró y, cuando los ojos de ambos se encontraron, sintió un estremecimiento de pies a cabeza. Ella apartó la vista con rapidez y se limpió la boca con la servilleta para disimular, casi tirando el vaso en el proceso. Cuando se atrevió a mirarlo de nuevo, de reojo, vio que él estaba sonriendo, y no podía ser por lo que la señora mayor le estaba contando con gesto de extrema seriedad. Maldito hombre. Quiso darle una patada. Él debía de ser consciente de lo mucho que la atraía. Después de todo, había sido su primer amante. Sintiéndose inmensamente vulnerable, se esforzó por no cruzar con él más miradas. Entonces, cuando el presidente de la asociación de propietarios de caballos de carreras se levantó para dar un discurso, ella se alegró de poder centrar su atención en alguien que no fuera Pedro.


–… y nos gustaría dar la bienvenida a nuestro más nuevo integrante, llegado desde Francia. Pedro Alfonso ha dejado a todo el mundo boquiabierto con la espectacular carrera de su pura sangre…


Paula miró a Pedro, que inclinaba la cabeza en gesto de agradecimiento por las palabras del otro hombre. Su expresión no revelaba ni un ápice de sus sentimientos y ella se preguntó qué estaría pensando. Le sorprendió la obvia afronta que implicaba el que no hubiera sido invitado nunca hasta ese momento. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 31

Con el vestido que llevaba puesto, solo tenía que hacer un gesto para que él se tragara sus palabras y cayera a sus pies. Lo único que quería era irse con ella a un lugar donde pudieran estar a solas y tomarla con el tiempo y el cuidado que no había empleado la primera vez. Tratando de no pensar en ello, Pedro le tendió el brazo. Ella lo agarró, quizá, solo para poder caminar con esos altísimos tacones. Con esa altura, estaba más cerca que nunca de su boca, pensó él, lo que le recordaba las enormes ganas que tenía de besarla. Entonces, se dió cuenta de lo pálida que estaba. Se detuvo justo antes de entrar en el patio del castillo, bañado en una preciosa luz dorada.


–¿Te pasa algo?


–Todo va bien –mintió ella con una débil sonrisa–. ¿Por qué no iba a ser así?


–Porque parece que estás andando hacia el paredón en vez de a una fiesta con tu gente.


–No es mi gente –negó ella, dando un respingo.


Antes de que Pedro pudiera preguntarle qué quería decir, una joven embutida en un vestido largo violeta se acercó para recibirlos. Era la encargada de las relaciones públicas del evento.


–Señor Alfonso, señorita Chaves, nos alegramos de que hayan podido acudir. Por favor, vengan por aquí.


Fueron guiados por el vestíbulo de suelo de mármol a una gran sala, donde se estaba sirviendo el aperitivo antes de la cena. Pedro se percató de que la gente se giraba para mirarlo. Y, por primera vez, le importó un pimiento lo que pensaran de él o si lo consideraban con derecho de estar en un evento reservado a la flor y nata. Estaba demasiado distraído con la mujer que tenía a su lado. Cuando les hubieron servido champán, Paula separó sus brazos y levantó la vista hacia él con una diminuta sonrisa.


–¿Qué?


–Dices que yo parecía a punto de ir al paredón, pero tú tienes pinta de estar a punto de arrancarle la cabeza a alguien.


A Pedro le sorprendió que pudiera descifrar tan bien lo que pensaba.


–¿Es la primera vez que asistes a esta fiesta? –preguntó ella.


Pedro dió un largo trago de champán y asintió.


–Nunca se habían dignado a invitarme, hasta ahora. Creo que pensaban que no merecía su consideración.


–¿No quieres estar aquí?


Pedro miró a su alrededor, percatándose de las miradas furtivas que algunas personas le dirigían.


–Esa no es la cuestión. He trabajado tanto como el resto de la gente que está aquí. Quizá, más. Merezco ser respetado y que no me miren como si fuera un bicho raro. Merezco estar aquí –contestó él y, al momento, se sorprendió a sí mismo por haber compartido con alguien algo que consideraba tan privado. En parte, para distraer a Paula para que no le hiciera más preguntas y, en parte, por pura curiosidad, inquirió–: ¿Por qué has dicho ahí fuera que esta no es tu gente? Provienes del mismo mundo que ellos. Tu linaje familiar puede rivalizar con cualquiera de los que están aquí presentes.


–Tal vez. Pero eso no sirve para nada cuando estás a punto de perderlo todo. Cuando mi padre enfermó y nuestra granja empezó a venirse abajo, la mayoría de esta gente nos dio la espalda, como si tuviéramos una maldición. ¿Ves a ese hombre de ahí?


Pedro siguió su mirada hasta un hombrecillo con el rostro enrojecido por la bebida. Cuando el tipo se dió cuenta de que Paula lo estaba mirando, se puso todavía más rojo y desapareció entre la multitud como un cangrejo debajo de las rocas. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 30

 –Estás impresionante –comentó la estilista, tras observarla un momento–. Son casi las siete. Ahora debes ir a encontrarte con el señor Alfonso –añadió con un guiño–. Lo que yo daría por estar en tu piel ahora mismo. Es un bombón.


La maquilladora rio. Claramente, era de la misma opinión. Forzándose a sonreír, Paula se calló que estaría más que contenta con cambiarle el puesto. Ellas no lo entenderían. Con cuidado de no caerse con los tacones, bajó las escaleras. Cuando llegó a la entrada, la puerta estaba abierta. Pedro estaba fuera, dándole la espalda, con las manos en los bolsillos. Ella recordó la cicatriz que le había visto la otra noche. Durante un breve instante, soñó con ser una mujer hermosa a punto de reunirse con su cita. Pero, cuando él se volvió y la recorrió de arriba abajo sin un ápice de emoción en los ojos, ella dejó de sentirse hermosa. Solo pudo acordarse de cómo le había dicho esa primera noche que no era su tipo. Durante un segundo, él casi no la reconoció. Todo su cuerpo se tensó al verla. Estaba preciosa. Sobrepasaba con creces sus expectativas. Llevaba un elegante vestido negro largo, que dejaba ver la curva de sus blancos pechos por el escote.


Sintiéndose un poco embriagado ante tanta belleza, él subió la mirada.


–¿Estoy bien? –preguntó ella con gesto de ansiedad.


Pedro no podía creerlo. ¿De veras ignoraba Paula lo preciosa que estaba? Al menos, su instinto le decía que ella no estaba fingiendo.


–Estás bien. Ahora tenemos que irnos –dijo él con voz constreñida.


Paula intentó no hundirse ante su reacción. Rezando por no caerse ni tropezarse con el vestido, lo siguió por las escaleras del porche. Abajo los esperaba un flamante deportivo negro. Lo que había pasado la otra noche había sido un error y no debía volver a pasar, se repitió a sí misma, como un mantra. Sin decir nada, Pedro se puso al volante y condujo durante un par de kilómetros, hasta un helipuerto privado.


–¿Vamos a ir en helicóptero? 


–En coche, se tarda una hora en llegar a Dublín. Y la fiesta empieza dentro de media –repuso él.


Paula intentó hacer lo posible para no mostrarse abrumada. Cuando salió del coche y notó la hierba mojada bajo los pies, se quedó parada. No estaba segura de cómo llegar con los tacones de aguja hasta el helicóptero que los esperaba. Pedro se dió cuenta, se acercó y, antes de que ella pudiera reaccionar, la tomó en sus brazos y la llevó hasta la nave. Aliviada, vió cómo él se sentaba en el puesto del copiloto. Prefería sentarse sola detrás, para poder poner en orden sus pensamientos. Era obvio que, para él, ella no era más que una molestia inevitable.


–¿Estás bien? –preguntó Pedro, girándose hacia ella, después de que se hubieron puesto los cascos con auriculares.


Ella asintió y se obligó a sonreír. Aunque no estaba bien en absoluto. Despegaron y, en pocos minutos, sobrevolaban la ciudad de Dublín, que brillaba como una joya a los lados del río Liffey. Era una estampa mágica. Cuando hubieron aterrizado, Paula se libró de la vergüenza de que la llevara en brazos de nuevo, pues caminó sola hasta el coche que los esperaba. Pedro se sentó detrás, a su lado. El trayecto al castillo de Dublín duró diez minutos nada más. Se detuvieron frente a una majestuosa fortaleza iluminada como un árbol de Navidad. Decenas de personas se bajaban de lujosos coches en la entrada. Y Paula, que acababa de ganar su primera carrera con un pura sangre, no podía estar más aterrorizada. Pedro salió del coche y dió la vuelta para abrirle la puerta a Paula. Ella miró su mano un momento, titubeando, y se la tomó, dejando que la ayudara a salir. En cuanto hubo bajado del coche, sin embargo, se la soltó como si le quemara. Él se dijo que no podía culparla, después de cómo le había respondido cuando le había preguntado por su aspecto. Nunca había sido menos cortés con una mujer. Con Paula, era como si se hubiera olvidado de cómo debía comportarse. Cuando la había tomado en brazos para llevarla hasta el helicóptero, había sido solo por una cuestión práctica. Pero había sido una tortura para él notar su delicado cuerpo entre sus brazos, sentir su calor. Se había pasado el resto del viaje tratando de ocultar su erección. Lo irritaba sobremanera que ella no hubiera emitido ninguna protesta cuando él había aclarado que lo que había sucedido había sido un error que no se repetiría.

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 29

 –Bien hecho –dijo Pedro al fin.


Al verla titubear, hermosa como la luna, recordó cuando la había tenido entre sus brazos la otra noche y su cuerpo se endureció de deseo. Paula siguió su camino, se bajó del caballo y se dirigió hacia los vestuarios. André Blanc se acercó a Pedro en ese momento, meneando la cabeza y sonriendo.


–Ha sido increíble. Paula nos ha dejado boquiabiertos a todos. Todo el mundo se pregunta de dónde ha salido. Los dos están invitados a una fiesta esta noche, en Dublín, organizada por la industria de las carreras irlandesa. Es importante que asistas, ya lo sabes.


Pedro lo sabía. Hasta el momento, ese encopetado mundo había estado vedado para él. ¿Le abrían sus puertas por primera vez solo por haber ganado una carrera con una misteriosa y bella jockey? Sí, se dijo él. Por fin, había llegado su oportunidad de ganarse la aceptación y el respeto de sus colegas. Sin embargo, lo único en lo que podía pensar era en el aspecto que tendría Paula con un vestido de gala.


–¿Es realmente necesario que yo vaya?


–Sí –repuso Pedro con frustración. 


De vuelta en sus establos, acababa de informar a Paula de la fiesta a la que habían sido invitados. Ella no podía ni imaginarse asistiendo a un evento de la alta sociedad. Jamás había servido para arreglarse y llevar vestidos de fiesta, totalmente ignorante de las modas y de la etiqueta para esa clase de fiestas.


–No tengo nada que ponerme.


Pedro se miró el reloj.


–Le he pedido a una estilista que venga con una muestra de vestidos. También va a traer a una peluquera y una maquilladora.


Paula se sintió entre la espada y la pared, mientras Pedro la observaba, todavía vestido con un impecable traje de chaqueta, en deferencia al código de etiqueta de las carreras. Guapísimo. 


–¿Por qué tengo que ir yo? Soy solo la jockey. Nadie me conoce.


Pedro se sacó el teléfono del bolsillo, pulsó en la pantalla unas cuantas veces y se lo tendió a Paula. Ella soltó un grito sofocado. ¡Dos bellezas triunfan en las carreras de Kilkenny Gold! Rezaba el titular, acompañado de una foto de Paula sonriendo sobre el caballo, después de la carrera.


–Has causado sensación. Todo el mundo se ha dado cuenta del gran talento que tienes.


Ella le devolvió el teléfono, un poco mareada. Había querido hacerlo bien, pero no había esperado llamar tanto la atención. La euforia del éxito comenzaba a dar paso a una creciente ansiedad. Nunca le había gustado que se fijaran en ella y menos en un entorno en el que se sentía como pez fuera del agua. Su hermana Delfina había tenido que pasar por ello también, desde que se había convertido en esposa del jeque de Merkazad. Su hermana le había confesado muchas veces que no estaba nada cómoda con los vestidos de gala. Pero Nadim la amaba, sin importarle como se vistiera. Al pensarlo, a Paula se le encogió el corazón. De pronto, se sintió terriblemente sola.


–¿Qué te pasa?


Pedro la sacó de sus pensamientos. La estaba contemplando con el ceño fruncido. Ella se negó a delatar sus sentimientos. No quería mostrarse vulnerable delante de él. Así que levantó la barbilla.


–No pasa nada. ¿A qué hora debo verme con la estilista?


–Estarán aquí dentro de una hora. He pedido a la señora Owens que te cambie a un cuarto más grande, donde puedas prepararte mejor. Puede que tengamos que asistir a más eventos como este. Nos encontraremos en la entrada de casa a las siete.


Paula se miró al espejo y parpadeó. ¿Esa era ella? Parecía una extraña. Llevaba el pelo recogido a un lado de la cara y suelto sobre el otro hombro en una cascada de relucientes ondas. El escote en uve de su vestido negro dejaba ver más piel de la que le hubiera gustado. Le caía hasta el suelo, hasta unos delicados zapatos de tacón de aguja que le hacían andar como un robot. El maquillaje era discreto, al menos, pero hacía que sus ojos parecieran más grandes. Los labios le brillaban con un tono suave de carmín. 

jueves, 12 de diciembre de 2024

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 28

De pronto, Paula se sintió culpable. En el fondo, había aceptado la petición de Leandro de sustituir al jinete ausente porque había sabido que a Pedro no le gustaría. ¿Lo había hecho para provocar una reacción en él?


–¿Qué diablos crees que haces? –preguntó él, cargado de furia.


Ella levantó la barbilla, negándose a dejarse intimidar.


–Leandro necesitaba un jinete y me pidió que si podía montar. Solo le estaba haciendo un favor.


–Sabes muy bien que no tienes permiso para acercarte a los caballos.


–Leandro me conoce y me ha visto montar antes. Pero no es culpa suya –se apresuró a decir ella, temiendo que Pedro pudiera despedirlo–. Sé que debería haberme negado, pero no pude resistirme. Es culpa mía.


De nuevo, a Pedro le impactó lo dispuesta que estaba Paula a cargar con la culpa de otra persona. Su hermano, Leandro… Incapaz de evitarlo, dió dos pasos más hacia ella. Nessa se apretó la camiseta contra el pecho, cubriéndose.


–Ya te he visto desnuda antes.


Sonrojada, ella se puso la camiseta por la cabeza, no sin que antes Pedro pudiera ver un atisbo de sus pechos cremosos cubiertos por un sujetador deportivo.


–Lo siento. No volverá a pasar.


Él tuvo que contenerse para no alargar la mano y soltarle el pelo que llevaba recogido en un moño.


–Me temo que eso no depende de tí.


–¿Qué quieres decir?


–Hay una carrera este fin de semana. Quiero que montes el mismo caballo que hoy.


Paula se puso pálida. Acto seguido, se sonrojó. Era impresionante ver a alguien tan expresivo, observó él para sus adentros.


–No quieres que me acerque a tus caballos. ¿Por qué quieres que monte para tí? –inquirió ella con desconfianza.


–Porque no soy tan tonto como para dejar escapar a una jockey con tanto talento, sobre todo, cuando puede ganar una carrera para mí. Ese es mi negocio. Y tu hermano me debe un millón de euros, de los que tú te has hecho responsable. Si ganas, el dinero se descontará de la deuda.


Paula se quedó perpleja durante un instante. Sin palabras.


–Yo… Bueno… Gracias.


–A partir de ahora, trabajarás bajo las órdenes de Leandro –informó él y se dio la vuelta para irse.


–Espera –llamó ella. Cuando él se volvió, tuvo que armarse de todo su valor para preguntar–: ¿Qué pasa con lo de la otra noche?


Pedro se quedó callado un momento, antes de responder.


–Lo que pasó entre nosotros no se repetirá. Fue un error. Estás aquí para pagar la deuda o esperar a que tu hermano me devuelva el dinero.


Acto seguido, él salió. Paula se sintió como si le hubiera dado un puñetazo en el estómago. Había sido una tonta por esperar que un hombre como Pedro Alfonso pudiera estar interesado en ella. Sin embargo, él acababa de ofrecerle una oportunidad de oro. Sus caballos estaban entre los más prestigiosos en el negocio de las carreras. Y, por lo poco que ella había visto, él era responsable al cien por cien de su éxito. Tenía una impecable ética de trabajo, se levantaba al amanecer como sus empleados, incluso, en una ocasión, lo había visto limpiando los establos con sus hombres. Debería estar contenta porque él no quisiera continuar con su aventura. Pretender tener una relación con un hombre así era una locura y, sobre todo, un suicidio emocional. Pero lo más humillante era saber que, si en algún momento él la besaba, ella se rendiría a sus pies como una idiota.


–No puedo creer que haya ganado.


–Nunca dejas de sorprendernos, ¿Verdad, Alfonso?


–¿Una jockey femenina? ¿Quién es? ¿De dónde viene?


–Una jugada así solo podía provenir de Alfonso. Nos ha dejado sorprendidos a todos.


Pedro oyó los susurros indiscretos a su alrededor, pero estaba demasiado impresionado como para darles importancia. Paula había ganado la carrera. Había sido increíble. Ella estaba llevando el caballo a la cuadra, con una amplia sonrisa en lacara, cuando él se acercó y la paró un momento. Le dió una palmadita al animal en el lomo y levantó la vista hacia ella. Paula dejó de sonreír. Él se quedó sin palabras. Nunca había tenido ningún problema a la hora de felicitar a sus ganadores, pero esa situación era diferente. Y nueva para él. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 27

Pedro observó a la figura montada a caballo y no pudo creer lo que veía. El niño, pues tenía que ser un niño, era demasiado menudo para ser un hombre, montaba uno de sus pura sangre como si hubiera estado haciéndolo toda la vida. Jockey y caballo formaban una unidad, cortando el viento como una bala. Él nunca había visto al animal correr tan bien. Ese jockey parecía justo lo que había necesitado para sacar el máximo partido de su pura sangre.


–¿Quién es ese jockey? ¿Y dónde ha estado hasta ahora? ¿Podemos quedárnoslo? –preguntó Pedro al encargado de los entrenamientos. 


Él sabía muy bien que era raro encontrar a gente con tanto talento. Leandro acababa de acercarse a él hacía unos minutos. Se había limitado a decirle, con tono enigmático, «tienes que ver esto».


–Es una mujer –informó Leandro, sonriendo.


–¿Cómo dices? –replicó Pedro, sintiendo un cosquilleo en la piel.


Entonces, jockey y caballo pasaron como un rayo delante de él y pudo ver un atisbo de pelo rojizo bajo el casco de montar. Y una delicada mandíbula. Recordó que Juan Mortimer le había dicho que Nessa era buena amazona.


–Es Paula Chaves–le comunicó Leandro.


Durante los dos últimos días, Pedro había bloqueado cualquier pensamiento o recuerdo sobre lo que había pasado en los establos. Por la noche, sin embargo, cuando estaba dormido, no podía controlar su mente y sus sueños estaban llenos de eróticas imágenes de esa noche. Se levantaba cada mañana con una poderosa erección y el cuerpo cargado de electricidad. No había experimentado algo así desde la adolescencia.  Estar a merced de sus hormonas y sus instintos más primarios le resultaba humillante.


–¿Y bien? –preguntó Leandro, sacándolo de sus pensamientos.


–¿Qué diablos está haciendo ella montada en mi caballo?


La sonrisa de Leandro se desvaneció. Levantó las manos en gesto de súplica.


–Conozco a Paula desde hace años, Pedro. Conozco a toda la familia. Llevan montando caballos desde que aprendieron a andar. Su hermana y su padre son excelentes entrenadores. He visto a Paula en alguna carrera, aunque no ha hecho muchas, y es algo que lleva en la sangre. Hoy nos faltaba un jinete, así que le pedí a la señora Owens que me la prestara. No sé qué hace trabajando como criada en tu casa, Pedro, pero es una pena. Debería estar aquí, con los caballos. Y ella está esperando una oportunidad de demostrar su talento.


Si hubiera sido cualquier otra persona en vez de su entrenador de más confianza, Pedro habría despedido a Leandro en el acto. Posó la vista donde los jinetes estaban desmontando y llevando a los caballos a los establos. De inmediato, la vio entre los demás y no pudo recordar cómo se había sentido al entrar dentro de su cuerpo. Ella había sido virgen. Y no habían usado protección. Pero lo peor era que la seguía deseando con toda su alma.


–Pedro, creo que deberías utilizarla en la próxima carrera –señaló Leandro, ajeno a sus pensamientos–. Dale una oportunidad.


–Ya has hecho bastante por ahora –repuso Pedro, nervioso y frustrado–. No me importa el talento que tenga. Ella no debería haber aceptado montar.


Paula estaba todavía cargada de adrenalina después de haber montado. Había estado charlando con los otros jinetes, algunos de los cuales conocía de antes. Tenían curiosidad por saber qué hacía ella allí, pero no les había dado más que alguna vaga explicación. Minutos después, en el vestuario, justo cuando acababa de quitarse la camiseta, la puerta se abrió de golpe. Ella se tapó el pecho de inmediato, sobresaltada. Pero no era Leandro ni otro de los jinetes que se hubiera equivocado de puerta. Era Pedro Alfonso y tenía una mirada asesina en el rostro. Cerró la puerta tras él. Parado delante de ella, con vaqueros y un polo negro, parecía inmenso. Y demasiado sexy. Ella se derritió por dentro, a pesar de que las circunstancias no eran las más adecuadas. Él había estado evitándola los últimos dos días, dejando claro que pensaba que lo sucedido en los establos había sido un error.

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 26

 –Ha estado más que bien. Sentí la respuesta de tu cuerpo y no todo el mundo sabe hacer eso la primera vez.


Ella se sonrojó, sin dejar de mirarlo.


–Tendré que confiar en tu palabra.


Pedro dudó entre reírse de su candidez o tumbarla en las sábanas de nuevo para recordarle lo increíble que era el sexo entre los dos. Pero ella debía de estar dolorida. Y él no sabía cómo digerir la mezcla de emociones que lo invadía. No estaba acostumbrado a tener esa conversación con una mujer después de haberse acostado con ella. Sin embargo, temía que, cuanto más tiempo estuvieran allí, solos, más probable era que volvieran a hacer el amor. Sobre todo, cuando ella lo miraba con sus enormes ojos verde y ámbar, la cara sonrojada y el pelo suelto y revuelto. Con un gesto de ternura que era inusual en él, comenzó a abrocharle los botones de la blusa, apretando la mandíbula cuando notó la curva de sus pechos bajo el tejido de algodón.


–Tienes que irte. Date un baño. Estarás dolorida.


Ella tragó saliva y titubeó. Estaba increíblemente sexy.


–Vete, Paula.


–Debería llevarme… –balbuceó ella, señalando la sábana.


–Yo me ocuparé de eso.


Al fin, Paula se fue. Pedro la observó alejarse con paso tembloroso. Aunque sabía que era una mujer mucho más fuerte de lo que parecía. Era difícil sacar una lección de lo que había pasado. Pero una cosa era segura. Paula Chaves había logrado llegar a una parte de sus emociones que nadie había tocado en mucho tiempo. Si la dejaba ganar más territorio, sería un tonto, pensó. Lo que acababa de pasar… No podía repetirse. No importaba lo mucho que la deseara.


Paula se quedó en la bañera hasta que el agua se enfrió. Sentía un poco de dolor entre las piernas, pero también el burbujeante recuerdo del placer. No podía creerse lo que acababa de pasar. Recordó lo fácil que le había resultado rendirse a Pedro Alfonso y entregarle su inocencia. No tenía la fuerza necesaria para resistirse a él, reconoció para sus adentros. Menos aun después de haber estado con él. Sería como negar que el paraíso existiera, después de haberlo probado. Por otra parte, la forma en que él le había dicho que fuera a darse un baño y la manera en que le había abrochado la blusa le hacían sentir patéticamente cuidada. Solo de pensar que él lamentaba lo que había pasado, deseaba que la tierra la tragara. Era un hombre acostumbrado a acostarse con las mujeres más experimentadas, sofisticadas y hermosas del mundo. No con tontas ingenuas como ella. Tratado de respirar hondo, se dijo que todo estaba bajo control. Pedro le había causado un gran impacto en el nivel físico, pero sus emociones estaban a salvo, se repitió a sí misma, para tranquilizarse. Aunque ella sabía que eso era mentira. Haber visto a aquel hombre imponente en su faceta más íntima y, luego, haber sido la destinataria de su ternura la conmovía más de lo que le gustaría admitir. Sin embargo, desarrollar cualquier tipo de apego hacia Pedro Alfonso solo le traería dolor y sufrimiento. De eso, estaba segura. Una cosa estaba clara. Ese momento de locura no podía repetirse. Aunque lo más probable era que él tampoco lo deseara. Su arrepentimiento había sido palpable. Por ella, estaba bien así. Por mucho que su cuerpo recién despertado a la sexualidad pensara otra cosa. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 25

 –Mira, lo siento. Es solo que… No me olvido nunca de algo tan fundamental como usar protección.


Pero ella seguía pálida y desencajada.


–¿Qué te pasa? –preguntó él. 


¿La habría lastimado? La verdad era que no se había parado a pensar en tener cuidado o ser suave con ella.


Paula apartó la vista un momento, sintiéndose demasiado vulnerable. Más aun, después de la disculpa de Pedro. No había esperado abrazos y mimos después de haber tenido sexo con ese hombre. Pero tampoco había esperado verlo tan disgustado consigo mismo. Ni siquiera se había dado cuenta de que ella había sido virgen. Forzándose a mirarlo, se dijo que todo parecía un sueño. Él estaba vestido, aunque sin la chaqueta. Ella se sentía en desventaja, herida y sola. Pero su amor propio la obligó a defenderse.


–No sé qué es lo que hay entre nosotros, pero no estoy orgullosa de mí misma por lo que ha pasado.


Por un breve instante, a Paula le pareció percibir que Pedro se había sentido ofendido.


–Puede que tengas parientes de la realeza, pero si estuvieras sentada en una gala real ahora mismo, vestida de alta costura de la cabeza a los pies, me seguirías deseando. El deseo nos convierte a todos en iguales. Igual que el crimen –dijo él.


Ella tardó un segundo en comprender lo que había dicho. No podía creerse que la hubiera malinterpretado hasta tal punto. Entonces, lo detuvo, sujetándolo de la mano, justo cuando él se había dado la vuelta para irse.


–Espera.


Pedro se volvió.


–No quería decir que no estoy orgullosa de lo que ha pasado porque seas tú. Me refería a que me siento como si estuviera traicionando a mi familia.


–Es solo sexo, Paula –repuso él, sonriendo–. No le des tantas vueltas.


Ella se sintió como una tonta al instante. Lo soltó y dió un paso atrás.


–Olvídalo.


En ese momento, fue él quien la detuvo, sujetándola del brazo cuando ella iba a irse.


–¿Qué es eso?


Ella miró a su alrededor. Al principio, no vió lo que él estaba señalando, a sus espaldas. Pero, de pronto, reparó en la inequívoca mancha de sangre en las sábanas blancas. Su sangre. Su inocencia perdida. Paulase quedó helada. Al instante, se puso roja de vergüenza.


–No es nada.


Pedro se acercó para verlo mejor. Mientras, ella rezó porque se abriera la tierra y la tragara. Cuando él volvió a su lado, la expresión de su cara no podía ocultar una confusa mezcla de emociones. No podía creer lo que acababa de averiguar. Al mismo tiempo, no podía dejar de recordar todas las veces que la había acusado de fingir ser inocente y de cómo ella había salido corriendo de su cuarto la otra noche. Pero lo que más le impactó fue recordar el momento en que había sentido el cuerpo terso de ella a su alrededor. Entonces, la duda había asomado a su cabeza y había estado a punto de preguntarle si había sido virgen. Pero su ansia por saciar su deseo había sido demasiado fuerte y había bloqueado ese pensamiento de su mente. Paula había sido virgen. Inevitablemente, experimentó una satisfacción animal al pensar que él había sido el primero. Era algo que nunca habría imaginado.


–¿Por qué no me lo dijiste?


Ella abrió la boca y la cerró de nuevo. Pedro clavó los ojos en sus carnosos labios.


–¿Y bien?


Cuando ella se encogió, manteniendo el silencio, él maldijo para sus adentros ante su propia falta de tacto.


–No creí que fuera relevante. Ni pensé que te darías cuenta –replicó ella, levantando la barbilla con gesto desafiante.


–No me acuesto con vírgenes.


Ella se cruzó de brazos.


–Pues acabas de hacerlo.


–Si lo hubiera sabido… No habría sido tan brusco –murmuró él, sintiéndose cada vez más culpable.


Paula se sonrojó y apartó la mirada.


–No has sido demasiado brusco. Ha estado bien.


–¿Bien?


–Bueno, no lo sé, ¿Entiendes? Ha sido mi primera vez.


Al instante, Pedro se acercó a ella y posó las manos en sus brazos con suavidad, como si fuera un ser inmensamente delicado y precioso. 

martes, 10 de diciembre de 2024

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 24

Cuando empezó a moverse, entrando y saliendo, la sensación de incomodidad comenzó a desaparecer, sustituida por algo mucho más abrumador. Ella se agarró a los hombros de él, como si necesitara algo a lo que sujetarse, mientras la tensión sexual crecía hacia el clímax. Nunca había experimentado nada igual. Estaba totalmente hipnotizada por aquel hombre y por lo que le estaba haciendo sentir. Lo rodeó con ambas piernas de las caderas, apretando los tobillos en los glúteos de él, ansiando tenerlo más dentro. Estaban ambos empapados en sudor, jadeantes, juntos en su camino al éxtasis. Pedro empezó a moverse más deprisa. Paula se aferró más a él, preparándose para la tormenta que se acercaba. Y, cuando él inclinó la cabeza y le succionó un pezón, ella cayó de lleno en el ojo del huracán. Gritó y gritó, meciéndose en un orgasmo que no terminaba nunca. Él se puso tenso y derramó su cálida semilla, mientras ella seguía perdida en su propio mar de placer. Entonces, por un momento, a Paula se le ocurrió que quería que ese hombre fuera suyo para siempre. Pero, al instante, descartó aquella loca idea. Pedro Alfonso jamás pertenecería a nadie, se dijo. Ella soltó su abrazo. Y él se apartó. Sin mirarla, se puso en pie. Avergonzada, se dió cuenta de su aspecto, desnuda y desarreglada en un establo. Empezó a colocarse la blusa y la falda. No tenía ni idea de cómo comportarse en una situación que era nueva para ella por completo. Pedro estaba allí parado, como una estatua. Cuando ella se incorporó, algo llamó su atención. Una larga y marcada cicatriz en la espalda de su amante. Recordó haberla sentido bajo los dedos mientras lo había acariciado.


–¿Qué tienes en la espalda?


Al final, Pedro la miró con gesto inexpresivo.


–¿Mi cicatriz?


Ella asintió, horrorizada de imaginar qué la podía haber causado.


–Es un recordatorio de hace mucho tiempo, para que no olvide quién soy ni de dónde vengo.


A Paula no le gustó el tono de advertencia de su voz.


–Eso suena serio.


–Mi cicatriz no es seria. Sí lo es que no hayamos usado protección.


Paula se llenó de pánico, entonces, y recordó haber sentido su cálida eyaculación. ¿Cómo podía haber dejado que eso pasara? Entonces, trató de poner en orden sus pensamientos y soltó un suspiro de alivio, mezclado con algo muy desconcertante, decepción. Después de haber perdido a su madre, ella había decidido no tener nunca hijos, por miedo a morir y dejarlos solos y destrozados por el dolor. La maternidad no había estado en sus planes en absoluto. En el instituto, había tomado la píldora, pero la había dejado porque había considerado que no había sido necesario.


–Estoy en un momento poco fértil del ciclo –le informó a Pedro.


Él emitió un amargo sonido burlón.


–¿Se supone que tengo que creerte?


Furiosa ante su tono acusatorio, Paula se levantó, con el pelo suelto y salvaje. Trató de reunir toda la dignidad que las circunstancias le permitían, antes de hablar.


–Bueno, tendrás que conformarte con mi palabra. Además, esto ha sido cosa de dos. ¿Por qué no has pensado tú en usar protección?


Pedro no lo había hecho porque, por primera vez en mucho tiempo, había actuado como esclavo de sus instintos primarios y la protección había sido lo último que había tenido en mente. Al darse cuenta, se llenó de pánico. ¿Cómo podía haber olvidado una de sus reglas más importantes? Él se había jurado no tener nunca hijos, pues no deseaba una familia. Para colmo, lo había olvidado justo con esa mujer, una presunta ladrona y mentirosa. Lo más fácil era que quisiera usarlo en su propio beneficio. Era como si le hubiera entregado una pistola cargada. Sin embargo, al contemplarla, desarreglada y ruborizada, solo pudo pensar en tomarla de nuevo. Tomó sus pantalones del suelo, furioso consigo mismo, y se los puso. El cúmulo de sentimientos que se arremolinaban en su interior estaba demasiado enmarañado como para descifrarlo en ese momento. Lo único que sabía seguro era que nunca había experimentado nada parecido con ninguna otra mujer. No solo había sido sexo excelente. Había habido algo más. Algo que le había calado hondo. Todavía más enfadado, se dijo que acababa de hacer lo que había prohibido expresamente hacer a sus empleados. Encima, sin usar protección. Paula lo estaba observando. Estaba pálida. Él sabía que no estaba actuando bien. Había sido su responsabilidad protegerlos a ambos, no la de ella. Se pasó una mano por el pelo. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 23

Ella contuvo la respiración, pensando que nunca se había sentido tan expuesta en toda su vida. Aun así, no tenía miedo. Estaba feliz. Él le recorrió el cuerpo con la mirada y posó la mano entre sus piernas. Con suavidad, comenzó a frotar y acariciar. Con un dedo, trazaba círculos, mientras con otro exploraba sus pliegues secretos. Ella arqueó la espalda y cerró los ojos. Estaba abrumada por tantas y tan deliciosas sensaciones. Despacio, él introdujo un dedo en su húmedo interior. Luego, otro. Paula levantó la cabeza.


–No puedo…


–¿Qué no puedes, chérie?


–No puedo aguantar… Lo que me haces… Es demasiado…


Él esbozó una diabólica sonrisa.


–Esto no es más que el principio. Ven a volar conmigo, minou. Vamos…


Sin entender lo que le pedía, cuando él le introdujo un dedo hasta el fondo, Paula gritó cayendo de cabeza al éxtasis. Si Pedro había pretendido dejar claro su dominio, acababa de hacerlo. Con sorprendente facilidad. Tardó largos segundos en recuperar el sentido. Se sentía deshecha y, al mismo tiempo, maravillosamente saciada. Sin embargo, instintivamente, sabía que algo más grande estaba todavía por llegar.


–¿Qué tal?


Cuando abrió los ojos, Paula vió a Pedro mirándola. Más que orgulloso o triunfante, él parecía… Fascinado. Ella asintió. No sabía cómo se encontraba, pero estaba mejor que bien. Pedro le acarició un pecho, entonces, jugueteando con el pulgar en su pezón. De inmediato, el cuerpo de ella comenzó a vibrar, de nuevo preparado para otro orgasmo. Con timidez, alargó la mano para tocar el torso de su amante.


–No tienes por qué fingir, minou.


–¿De qué estás hablando? –preguntó ella, apartando la mano al momento.


–No tienes por qué actuar como si fueras una pobre inocente. Ya te he dicho que no necesito esos juegos. Te deseo más de lo que he deseado a nadie jamás.


Pero Paula no estaba fingiendo. ¡Era virgen! Pero no dijo nada. De alguna manera, adivinó que si le confesaba su virginidad, aquel delicioso encuentro terminaría. Y no estaba preparada para separarse de él todavía. Por eso, hizo lo más egoísta que había hecho en su vida y se calló. Lo tocó de nuevo, le besó los pezones y se sintió poderosa cuando lo oyó gemir bajo su boca. Era increíblemente afrodisiaco pensar que tenía alguna clase de poder sobre Pedro Alfonso. Despacio, exploró más abajo, recorriéndole los abdominales con los dedos. Después, llegó al cinturón y se lo desabrochó. A continuación, el botón y, cuando llegó a la cremallera, comenzó a temblarle la mano, mientras observaba el poderoso bulto de su erección. Él murmuró algo en francés. Se puso en pie y se quitó los pantalones y los calzoncillos. Sobrecogida por su virilidad imponente, Paula se quedó mirándolo, sin palabras.


–Tócame.


Ella se sentó y alargó la mano para rodear su erección con los dedos. Había una gota en la punta y, actuando puramente por instinto, se acercó y la tocó con la lengua. Al percibir su sabor salado, se le hizo la boca agua. Pero, cuando iba a empezar a succionar, él la detuvo.


–Para… O no duraré.


Pedro tenía la cabeza tan desbordada de deseo que no podía pensar con claridad. No podía esperar para poseer a Paula. Necesitaba estar dentro de su cuerpo, no solo de su boca. Se colocó sobre Paula y, durante un segundo, cuando vió que ella lo miraba con una expresión que nunca había visto en una mujer, estuvo a punto de parar. Era una locura. Iban demasiado rápido. Necesitaba recuperar el control… Pero, entonces, ella lo sujetó de las caderas, como si quisiera guiarlo a su interior, y él se dejó llevar de nuevo. Sumida en una desbordante sensación de urgencia, Paula solo quería tenerlo más cerca. Cuando notó la punta de su erección entre las piernas, instintivamente levantó las caderas hacia él. Nada podía haberla preparado para aquella penetración. Se sintió empalada. Pedro era demasiado grande. Cuando él la miró un instante, con el ceño fruncido, ella contuvo la respiración. ¿Se habría dado cuenta? Pero, enseguida, siguió hundiéndose en ella. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 22

Paula quiso resistirse a Pedro. Odiaba que él pensara que lo de la noche anterior había sido planeado. Y que no creyera lo que le había contado de su familia. Pero era difícil pensar en todo eso, cuando la besaba de esa manera y la poseía con la calidez de su lengua. Le acariciaba la espalda y los glúteos con sus grandes manos, apretándola contra su cuerpo, contra su innegable erección. Estaba excitado por ella. No por una de las bellas mujeres de la fiesta, sino por ella. Paula Chaves. Entonces, cuando sus labios se separaron, se dió cuenta de que lo había estado abrazando también. Él la soltó el pelo, haciendo que le cayera sobre los hombros. Cuando la contempló un momento, como si estuviera embelesado, ella se derritió. Con suavidad, le tiró del pelo para que levantara la cara y la besó otra vez, convirtiendo sus entrañas en un volcán en erupción. Supo, entonces, que no podía irse a ninguna parte. Allí mismo era el único lugar donde quería estar. Pedro le levantó la falda, dejando al descubierto su piel caliente. Cuando la agarró de las nalgas, un húmedo calor le ardió entre las piernas. Ella apartó la boca, jadeante, y lo miró con el corazón acelerado. No podía apartar los ojos de él.


–¿Qué es lo que quieres, Paula? –preguntó él, tocándole el borde de las braguitas con la punta de los dedos–. ¿Quieres que pare?


¡No!, quiso gritar ella. No entendía por qué pero, en ese momento, tenía la total seguridad de que confiaba en él. Por alguna extraña razón, tenía la certeza de que ese hombre no la engañaría ni la embaucaría con fútiles promesas.


–¿Paula? –repitió él con tono de preocupación.


Ella sabía que la soltaría si se lo pidiera, aun muy a pesar de su orgullo. Sin embargo, no iba a hacerlo. Deseaba a ese hombre con cada célula de su cuerpo. Nunca había deseado tanto a nadie.


–No pares –rogó ella en un susurro y lo besó.


Pedro no titubeó. La apretó contra su cuerpo y la llevó hacia donde los pintores habían dejado preparadas un montón de sábanas blancas limpias, listas para usar en su tarea del día siguiente. Paula se dejó llevar, hasta que se sentó sobre las sábanas con las piernas abiertas y la falda encima de los muslos. Él contempló su rostro ruborizado, su pelo rojizo revuelto sobre la cara. Era, probablemente, uno de los escenarios menos románticos para hacer el amor, pero ella era el ser más erótico que había visto en su vida. Todo lo demás desapareció a su alrededor y, aunque la voz de la prudencia trató de recordarle que aquello no era apropiado, se quitó las ropas sin hacerse esperar, con la única e intensa intención de unir sus cuerpos cuanto antes. Paula lo miraba con ojos muy abiertos. Vió cómo se quitaba la chaqueta y la tiraba al suelo. Luego, la pajarita. Embelesada, contempló su musculoso pecho cuando se quitaba la camisa y casi se quedó sin respiración. Pedro se inclinó sobre ella y la rodeó con sus brazos, fundiendo sus labios de nuevo en un largo y profundo beso que solo logró que Paula deseara mucho más. Ella arqueó la espalda en una súplica silenciosa, mientras él le desabotonaba la blusa. Le quitó también el sujetador de encaje, dejando al desnudo sus apetitosos pechos.


–Si belle… –murmuró él, contemplando sus pechos, antes de inclinar la cabeza para meterse uno de sus rosados pezones en la boca.


Paula creyó perder la consciencia de tanto placer y, sin darse cuenta, comenzó a gemir y a gritar. A continuación, Pedro le levantó la falda hasta la cintura y comenzó a acariciarle donde estaban las braguitas, mientras admiraba la expresión de su cara. Enseguida, se las bajó por la piernas. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 21

Cuando ella le había hablado de su hermana y de lo feliz que era con su familia, había sentido algo parecido a la envidia. Se había acordado de una ocasión en que, cuando había sido un chiquillo en las calles, viviendo de lo que podía robar, le había llamado la atención una familia en un parque. Los niños habían parecido tan felices… Había sido la primera vez en su vida que había sentido celos. Y el deseo de probar qué se sentiría al tener una familia que lo amara. Igual que había hecho entonces, Pedro bloqueó esos sentimientos dentro de él. Había algo más poderoso que lo invadía. El innegable deseo carnal que Paula le provocaba. De pronto, perdió importancia todo a su alrededor. Una única pregunta latía en su pecho y necesitaba conocer la respuesta. Ansiaba saber cómo sería sumergirse en su interior y poseerla. Sin dudarlo, se acercó y la rodeó con sus brazos. Ella abrió mucho los ojos, sonrojándose.


–¿Qué estás haciendo?


Pedro tenía la mirada clavada en su boca.


–¿De verdad quieres que crea que eres una joven inocente que haría cualquier cosa por su familia? ¿Y que lo de la otra noche fue pura casualidad?


Durante un tenso instante, Pedro contuvo el aliento, porque se dió cuenta de que, dentro de él, el niño abandonado que había sido soñaba con algo lejos de su alcance. Esperó que Paula levantara hacia él sus ojos color avellana y le respondiera que sí, que no era más que una joven inocente. Pero ella se limitó a callar y se zafó de su abrazo.


–No espero que me creas, Pedro Alfonso. Si prefieres ver el mundo con cinismo y desconfianza, es tu elección. En cuanto a la otra noche, fue una locura y un error. No tendrás que preocuparte, porque no volverá a suceder.


Paula estaba a punto de pasar de largo delante de él, cuando Pedro la tomó de la mano, en esa ocasión, con suavidad. No podía dejar que se fuera otra vez. Necesitaba demostrar que ella no llevaba siempre las riendas de sus encuentros.


–Me deseas –le espetó él.


Ella se mordió el labio, bajando la vista. Negó con la cabeza.


–Dilo, Paula.


Entonces, ella lo miró con los ojos muy abiertos.


–Puede que desee, pero no quiero desearte –dijo ella al fin con un gesto de desafío en la cara. 


Al momento, bajó la vista de nuevo, como si así pudiera evadir la situación.


–Mírame, Paula.


Durante un largo segundo, ella se hizo esperar. Hasta que clavó en él sus ojos brillantes, incendiándolo. Él la tomó entre sus brazos de nuevo.


–No, Pedro. No quiero…


Pero él la hizo callar con su boca, echando mano de toda su experiencia para hacer que se rindiera a sus encantos. Al menos, estaba seguro de que lo que compartían en ese momento era verdadero. 

jueves, 5 de diciembre de 2024

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 20

Podía ver que él llevaba la pajarita desabrochada y el botón superior de la camisa abierto, con las manos en los bolsillos. Con expresión oscura, entró hasta colocarse frente a ella.


–Sé que no debería estar aquí… –balbuceó Paula, tragando saliva.


–Eso no importa. Necesitamos hablar.


–¿De qué? –preguntó ella, sorprendida.


Pedro se cruzó de brazos.


–De por qué has olvidado mencionar que tu hermana está casada con el jeque Nadim Al-Saqr de Merkazad, propietario de tu granja familiar. Imagino que un millón de euros no es nada para tu cuñado. ¿Por qué diablos pone tu hermano en peligro su carrera, por un dinero que podía haberle pedido a él? ¿Y por qué tú no has llamado al jeque para que solucionara la situación sin más?


Paula se quedó paralizada, comprendiendo que alguien debía de haberla reconocido en la fiesta.


–No creí que eso fuera relevante.


–Inténtalo de nuevo –dijo él con tono helador.


Paula tragó saliva. Sabía que no podía escapar de aquella conversación sin darle una explicación.


–Nadim compró nuestra granja, pero luego la puso a nuestro nombre como regalo de boda para Delfina, mi hermana. Es nuestra de nuevo. Él solo es uno de los socios. Y no quiero involucrarlo en esto porque nada de lo que ha pasado tiene que ver con él ni con mi hermana. Iseult va a tener un bebé dentro de un par de semanas y no quiero que se preocupe por nada.


Pedro dió un paso hacia ella. Nessa no pudo retroceder, pues tenía la pared a sus espaldas.


–Hay algo más, seguro –afirmó él–. El que tu hermano y tú no hayan pedido ayuda al jeque demuestra que las cosas se les han ido de las manos. Adivino que Nadim no aprobaría el robo y ustedes no quieren hacer enojar a la mano que los alimenta.


–No –negó ella con fiereza–. Eso no es verdad. ¿Cómo puedes ser tan cínico y tan desconfiado?


–Porque nací así y nada de lo que he vivido me ha enseñado a ser de otra manera.


Paula no pudo evitar sentir una mezcla de lástima y curiosidad. Pero la bloqueó en su interior. Pedro Alfonso era el último hombre del mundo que necesitaba su compasión.


–Podrías haberte ido de aquí libremente si le hubieras pedido ayuda a Nadim –dijo él. Aunque, de inmediato, se encogió por dentro ante la idea de dejarla marchar.


Paula meneó la cabeza.


–No. No voy a hacer eso porque no quiero causarle problemas a mi familia. Le prometí a Gonzalo que no acudiría a Nadim ni a Delfina.


Pedro se sintió intrigado por su aparente lealtad.


–Dame una buena razón por la que no debería contárselo a Nadim yo mismo.


Ella se puso lívida de pánico.


–¡Creí que tú tampoco querías que nada de esto se supiera!


–Y no quiero. Pero creo que el jeque valorará la necesidad de discreción para proteger, también, a su propia familia. Dar el asunto a conocer perjudicaría su reputación, no solo la mía.


Paula se cruzó de brazos.


–No tienes derecho a implicarlos a ellos.


Pedro ansiaba saber el porqué de tanta insistencia.


–Dame una razón, Paula.


Ella lo miró como si la estuviera torturando, antes de responder.


–Cuando nuestra madre murió, Delfina solo tenía doce años. Yo tenía ocho. Nuestro padre no pudo soportar el dolor y desarrolló un problema con la bebida. Delfina se ocupó de la granja, de los caballos y de todos nosotros.


Paula apartó la mirada un momento, pálida. Pedro se quedó sin palabras, algo desacostumbrado en él.


–Si no hubiera sido por Delfina, que nos protegía de los peores excesos de mi padre, nunca habríamos podido terminar nuestros estudios. Ella cargó con demasiado peso para su edad… Luego, apareció Nadim y compró la granja. Y ella se sintió como si nos hubiera fallado a todos. Pero los dos se enamoraron y se casaron. Por primera vez en su vida, mi hermana se siente a salvo y es feliz.


–Casada con un millonario. Muy conveniente –comentó él con cinismo, sin pararse a pensarlo. 


Paula apretó los puños.


–Delfina es la persona menos materialista que conozco. Se aman el uno al otro.


–Continúa –la urgió él, impresionado por su vehemencia.


–Mi hermana es feliz por primera vez. La única responsabilidad que tiene ahora es hacia su propia familia. Tuvo muchos problemas para quedarse embarazada, así que ha sido una gestación difícil. Si supiera lo que ha pasado, se preocuparía mucho y Nadim haría cualquier cosa para ayudarla. Sería capaz, incluso, de volar hasta aquí. Y ella lo necesita a su lado –explicó ella y, tras un momento, añadió–: Si hablas con Nadim, le diré a la prensa lo del dinero. Quizá ellos le concedan a Gonzalo el beneficio de la duda, no como tú.


Pedro la observó un momento en silencio. Tenía que admitir que su celo por proteger a su familia era muy convincente.


Prisionera De Tu Amor: Capítulo 19

De pronto, dos mujeres se pararon junto a Paula y pudo oír fragmentos de su conversación.


–Dicen que es un animal en la cama…


–Lo encontraron en las calles…


–Un robo menor…


–Solo ha llegado adonde está porque se acostó con la mujer de Leo Fouret y el marido le pagó para comprar su silencio…


Paula se quedó paralizada, fría. Era la primera vez que escuchaba ese rumor sobre él. Aunque se sabía que Pedro Alfonso había abandonado los establos de Simón Fouret en circunstancias poco amistosas, antes de abrirse su propio camino. Las mujeres se alejaron y más invitados se acercaron a tomar copas de la bandeja. Justo cuando ella se iba a la cocina a reponer su cargamento, lanzó otra mirada a su jefe, donde él estaba hablando con alguien. Reprendiéndose a sí misma por haber prestado oídos a las habladurías, se dijo que lo que las mujeres habían dicho no era asunto suyo. Y que era patético sentir lástima por él, porque estuviera rodeado de tanta gente cotilla y malintencionada. Por otra parte, cuando el río sonaba, agua llevaba, como su padre siempre había solido repetir. Y, por lo que ella conocía a Pedro, casi podía comprender a una mujer casada por haber caído bajo su hechizo.


–¿Qué diablos está haciendo Paula Chaves sirviendo bebidas en tu fiesta, Alfonso?


Pedro tardó unos segundos en digerir lo que el hombre a su lado le había dicho.


–¿La conoces?


–Claro. No olvides que Irlanda es un lugar pequeño. Su padre es Miguel Chaves, uno de los mejores entrenadores del país, en su tiempo. Antes de que se sumergiera en el alcohol y estuviera a punto de perderlo todo. Ahora, por supuesto, se ha recuperado, aunque no creo que nunca pueda reparar el daño que sufrió su reputación. El marido de su hija ha sido su salvación.


Pedro solía odiar los cotilleos pero, en esa ocasión, quiso saber más.


–¿De qué estás hablando?


Juan Mortimer, un conocido aficionado a las carreras de caballos, se giró hacia él.


–Paula Chaves es cuñada de un príncipe. Resulta que su hermana, que también es una talentosa entrenadora, está casada con el jeque Nadim Al-Saqr de Markazad. Y Paula no monta mal. Yo la ví hace unos años en un par de carreras, pero parece que todavía no ha conseguido abrirse paso en este mundillo.


¿Cómo era posible?, se dijo Pedro. El millonario jeque Nadim era un serio competidor en su negocio. Y él no tenía ni idea de que poseía un criadero en su misma región. El de la familia de Paula Chaves. Juan seguía hablando, pero Pedro ya no lo escuchaba. Tenía los ojos clavados en la multitud, buscando a una pelirroja. La había visto antes, vestida con una falda negra y blusa blanca. Maldición, ¿Dónde estaba? Intentó ir a buscarla, pero se detuvo al ver que André se acercaba hacia él con cara de pocos amigos. Paula iba a tener que esperar, por el momento. Pero, cuando la encontrara, no habría más jueguecitos. Solo respuestas a sus preguntas. ¿Por qué estaba trabajando gratis para él para probar la inocencia de su hermano, cuando podía haberle pedido ayuda a su cuñado multimillonario? 


A ella le dolían los pies y los brazos. La fiesta había terminado y su jornada de trabajo también. Pero, en vez de irse a la cama, algo la había impulsado a ir a los establos. Como si así pudiera recuperar su energía y recordar quién era. Se había pasado toda la noche buscando a Pedro con la mirada. En un momento dado, sus ojos se habían entrelazado y había sentido como si él hubiera querido decirle algo. Por su gesto sombrío, ella había adivinado que no había sido algo especialmente bonito. Durante el resto de la velada, aunque había hecho todo lo posible para evitar toparse con él, no había dejado de sentir su oscura mirada. Al llegar a los establos, vió que estaban vacíos. Entonces, recordó que habían trasladado a los caballos a otro sitio durante unos días, mientras los establos se reparaban y se pintaban. Había una escalera abierta y varios botes de pintura esparcidos por el suelo. Bueno, se iría a dormir, entonces, se dijo ella. Era mejor así. No quería que nadie la sorprendiera en el lugar inadecuado… Cuando vió una imponente figura en la entrada, enmarcaba bajo la luz de la luna, su corazón se paró en seco. Era demasiado tarde. Pedro. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 18

Pedro la miró como si no pudiera creer que se estuviera apartando de él. Paula se dió cuenta de que estaba medio desnuda. Se subió la blusa, abrochándose torpemente un par de botones.


–No he venido aquí para esto. De verdad.


Pedro tenía una erección desmesurada y la deseaba como nunca había deseado a ninguna mujer. Paula lo estaba mirando con las mejillas sonrojadas, los ojos muy abiertos y el pelo suelto y desarreglado. Entonces, por primera vez, él barajó la posibilidad de que, realmente, se hubiera quedado dormida mientras había estado limpiando. Pero no podía ser. Sin duda, estaba tratando de manipularlo. Y no podía permitirlo. Forzándose a calmar su excitación, se puso en pie. Ella dió un paso atrás. Al pensar que ella se apartaba para que no volviera a tocarla, una desacostumbrada sensación de vulnerabilidad lo tomó por sorpresa.


–Acostarte conmigo no va a mejorar ni tu situación ni la de tu hermano. Ya te he dicho que no me gustan los juegos, así que, a menos que quieras admitir que ambos nos deseamos, sin compromiso ninguno, sal de aquí.


Su voz fría y remota le cayó a Paula como un cubo de agua helada. No tenía sentido tratar de defenderse ni dar más explicaciones. Así que tomó la cesta de productos de limpieza y salió corriendo de allí. Cuando llegó a su cuarto, cerró la puerta tras ella con el corazón acelerado. Había estado a punto de entregarse a Pedro Alfonso y de darle algo que no le había entregado a nadie. Su inocencia. Había estado a punto de dejar que un hombre que la despreciaba conociera su punto más vulnerable. Por suerte, había reaccionado a tiempo. Se estremeció al pensar la cara que pondría Pedro si hubiera descubierto su virginidad. Casi podía imaginarse su expresión burlona y el desprecio con que la despacharía. Entonces, recordó sus palabras… «A menos que quieras admitir que ambos nos deseamos, sin compromiso ninguno». Se estremeció de nuevo. Pero, en esa ocasión, no fue debido a la rabia o a la humillación. Muy a su pesar, no podía evitar sentirse excitada solo de pensarlo.


Pedro se duchó con agua fría, aunque ni así consiguió calmar el fuego que ardía en su interior. No podía creer lo cerca que había estado de desnudar a Paula Chaves y tomarla, embriagado por el deseo. Había sido ella quien se había apartado. Y eso lo hacía sentir vulnerable. No podía confiar en ella. Sin embargo, había estado a punto de hacerle el amor, complicando una situación que ya era bastante difícil. Se estremeció, pensando cómo podía haber aprovechado ella su ventaja si hubieran dormido juntos. No había conocido a ninguna mujer que no hubiera tratado de sacar beneficio de su relación íntima con él. Y no tenía duda de que Paula tenía intenciones ocultas, por mucho que ella lo negara. Mirando su reflejo en el espejo, hizo una mueca. Si ella creía que podía despertar su apetito de esa manera y, luego, salir corriendo como un gato en un tejado de zinc caliente, estaba muy equivocada. No dejaría que lo sorprendiera otra vez con la guardia baja. Anudándose una toalla alrededor de la cintura, salió del baño y tomó el móvil. Llamó al jefe de seguridad que había contratado para encontrar a Gonzalo Chaves y le dió instrucciones de incrementar sus esfuerzos. Cuanto antes encontraran a Gonzalo y su dinero, antes podría librarse de la inquietante Paula Chaves.



Dos noches después, Paula llevaba una bandeja repleta de copas de champán, en la fiesta de Pedro. Llevaba una blusa blanca con una falda negra, el uniforme de las camareras. Y el pelo recogido en un moño apretado. Era una fiesta magnífica, pensó ella, a pesar de que le dolían los brazos de tanto llevar bandejas. Las velas bañaban el ambiente en un tono dorado y acogedor. Sonrió aliviada cuando unos invitados se pararon a tomar copas de la bandeja, haciendo que pesara menos. Luego, torció la vista hacia donde un hombre destacaba entre la multitud, alto y moreno. Su objetivo era evitar encontrarse cara a cara con Luc Barbier a toda costa. La enormidad de lo que había estado a punto de suceder hacía que su cuerpo se estremeciera cada vez que lo recordaba. Pero, por mucho que tratara de evitarlo, no podía dejar de buscarlo con la mirada. Igual que la mayoría de las mujeres en el salón, se dijo con una extraña sensación de celos. Vestido con un esmoquin, Pedro era el epítome de la belleza masculina, envuelto en un aura de autoridad y misterio. 

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 17

 –No estoy jugando a nada. Y no he venido aquí con la intención de seducirte –negó ella, temblorosa. 


Aunque quisiera hacerlo, de todos modos, no tenía ni idea de cómo seducir a nadie y menos a un hombre como Pedro Alfonso.


–¿De verdad quieres que me crea que te quedaste dormida como la Bella Durmiente del cuento, esperando al príncipe azul?


–Yo no creo en cuentos de hadas –repuso ella, sonrojándose–. Y no te preocupes, sé que no eres ningún príncipe azul.


Pedro la sujetó de ambos brazos, haciendo que ella se volviera para mirarlo a los ojos.


–¿Qué significa eso?


–Lo primero de todo, no vuelvas a sujetarme como si fuera una marioneta –le gritó ella. No estaba dispuesta a dejarse apabullar por ninguna clase de violencia–. Para que te quede claro, no tienes ningún derecho a agarrarme ni a usar tu fuerza bruta conmigo.


Pálido y sorprendido ante su firmeza, él abrió los dedos y apartó las manos.


–Puede que yo nunca sea un príncipe –continuó Pedro, furioso, bajando un poco el tono–. Pero tú no estás en posición de creerte superior. Solo eres la hermana de un ladrón, dispuesta a seducirme para librarlo de su deuda. Como te he dicho, tu farsa de niña inocente no va a tener efecto conmigo.


Sin decir más, Pedro la tomó entre sus brazos. Y, antes de que ella pudiera protestar, la besó. Al instante, las palabras perdieron todo sentido para Paula. Mientras él exploraba su boca con la lengua, su cuerpo se prendió fuego, igual que su alma. Nunca se había imaginado que un beso pudiera ser así. Él era un experto en el arte de besar. Olvidándose de todo a su alrededor, ella se aferró a su cuello, apretándose contra su pecho. Entrelazó sus lenguas, ansiando sentirlo más y más. En ese momento, supo que estaba dispuesta a rendirse a su pasión, sin un ápice de duda. Era como si toda la vida hubiera estado esperando que ese hombre la besara. Un calor líquido la inundaba las piernas cuando Pedro apartó sus labios. Ella soltó un gemido involuntario de decepción. Pero él no la soltó. Le trazó un camino de besos por el cuello, mientras el único sonido que había a su alrededor era el de sus respiraciones aceleradas. Al instante, él deslizó una mano bajo su blusa y le desabrochó los botones. Como en una nube, Paula se dejó llevar hasta la cama. Y se dejó sentar sobre el regazo de él. Estaba embriagada por tanto deseo. Pedro posó la mano en uno de sus pechos cubiertos por un sujetador de encaje, con expresión hambrienta. Llenaban su mano a la perfección, como si hubieran sido hechos con el tamaño justo para él. Cuando le bajó el sujetador, dejando su piel al descubierto, ella se mordió el labio inferior para no gemir. Y, cuando le acarició los pezones con el pulgar, una corriente eléctrica la recorrió. Mirándola, sonrió. Era la primera vez que lo veía sonreír desde que lo había conocido. Su sonrisa, seductora, traviesa, desarmadora, era mucho más de lo que ella había soñado. Un capullo de deseo los protegía de la realidad. Tanto que, por unos segundos, Paula se preguntó si no estaría dormida y si aquello no sería más que un vívido sueño. Pero no era un sueño y ella sabía que era muy importante recuperar la cordura y detenerlo. Justo cuando él estaba inclinando la cabeza hacia uno de sus pechos y ella no deseaba más que rendirse al placer de su boca, algo la hizo reaccionar. Posó las manos en los hombros de él y se incorporó, sintiéndose como un potro tratando de ponerse en pie por primera vez. 

martes, 3 de diciembre de 2024

Prisionera De Tu Amor: Capítulo 16

Vió la cesta de productos de limpieza primero, en una mesa junto a la puerta. Entonces, cuando la vió a ella, se quedó sin respiración. No estaba seguro de que no fuera una alucinación. Estaba acurrucada ante el ventanal, en el sillón. Parecía dormida. Tenía las piernas dobladas a un lado y la cabeza apoyada en el cristal, como si hubiera estado contemplando las vistas. Pedro se acercó y recorrió su cuerpo con la mirada. Paula llevaba unos pantalones negros y una blusa del mismo color, con unas playeras planas. Era el uniforme habitual de sus empleados del hogar. La blusa se le había salido de la cintura de los pantalones y dejaba ver un pequeñísimo fragmento de piel blanca, pálida como la nieve. Al instante, le subió la temperatura al verla. Como si hubiera percibido su presencia, ella se removió en el sofá. Parpadeó un momento con sus largas pestañas antes de abrir los ojos de golpe. Despacio, pareció registrar dónde estaba y a quién tenía delante. Entonces, ella se sonrojó, abriendo los ojos como platos. Eran de un verde oscuro con brillos dorados. Pedro deseó poder sumergirse en ellos… Paula parpadeó con aire inocente. Por un segundo, él estuvo a punto de creer que no lo había planeado todo.


–Bueno, bueno, bueno. Mira a quién tenemos aquí –dijo él, recorriéndola de arriba abajo con la mirada con deliberada lentitud–. Habrías hecho las cosas más fáciles para ambos si me hubieras esperado desnuda en la cama. 


Paula levantó la vista hacia Pedro, que parecía una torre delante de ella, imponente con su barba incipiente y el ceño fruncido. Tardó unos instantes en poder digerir sus palabras. Él tenía el pelo revuelto, como si se hubiera pasado la mano por la cabeza repetidas veces. Y llevaba una camisa blanca desabotonada en el cuello, que dejaba ver un poco de su piel oscura. Una poderosa sensación de deseo la invadió. Entonces, cuando su mente al fin comprendió lo que él había dicho, se despertó de golpe y se puso de pie de un salto, llena de adrenalina.


–¿Cómo te atreves a insinuar algo así? –replicó ella con voz todavía somnolienta, mientras se maldecía a sí misma por haber dejado que el sueño la venciera.


Pedro seguía mirándola con aire de superioridad. Se cruzó de brazos.


–Entro en mi dormitorio y me encuentro con una mujer que finge estar dormida, esperándome… Como he dicho, suelen esperarme en la cama, con mucha menos ropa, pero el mensaje es el mismo. Vienen a mí solo por una razón.


Paula se quedó sin palabras ante su arrogancia. Al final, logró reaccionar, sumida en un mar de indignación y otras sensaciones mucho más molestas.


–Bueno, siento decepcionarte, pero eso era lo último que tenía en mente. Estaba limpiando tu cuarto, me senté un momento y me quedé dormida. Te pido disculpas por eso. Pero no he venido aquí para… Para…


–¿Para seducirme?


Antes de que ella pudiera contestar, Pedro prosiguió. 


–Para que lo sepas, estos jueguecitos no me excitan. Soy mucho más tradicional. Cuando hago el amor, lo hago con intensidad y no me hacen falta teatros.


Sin poder evitarlo, Paula se incendió por dentro, imaginando cómo de intenso sería el sexo con él. Sintió que gotas de sudor le caían entre los pechos. Y su furia creció.


–No he venido para hacer el amor con nadie. Mi único crimen ha sido quedarme dormida en el trabajo y, si me perdonas, ahora mismo me voy de aquí y te dejo en paz.


Cuando Paula intentó pasar de largo frente a él, la sujetó del brazo, murmurando una maldición en francés. A ella se le aceleró el pulso.


–¿En paz? –le espetó él–. No he tenido paz desde que tu hermano desapareció con un millón de euros y te dejó a tí para fingir su inocencia. ¿Qué tienes planeado, Paula? ¿A qué estás jugando? Te aviso de que te vas a quemar, si pretendes jugar con fuego.


Su intensa mirada era capaz de derretir a cualquiera. Paula logró zafarse de su mano.