La boda fue sencilla y bonita. Se celebró en el registro civil, recientemente instalado en el centro cívico que había diseñado Pedro. Decidieron hacerlo en Londres porque la mayoría de sus familiares y amigos vivían cerca de allí. Agustín y Fiorella llegaron a Londres con los abuelos de Pedro. Los padres de Agustín se quedaron en Dorset para ocuparse de las vacas de Paula, que ahora ya eran la propiedad del granjero. Desde que había vendido el ganado, la futura mamá no había hecho otra cosa que dormir. Pedro y Paula prepararon la boda sólo dos semanas antes del enlace. El joven no quería dejarla escapar.
—Cuanto antes nos casemos, mejor. Además, Matías necesita el departamento —dijo Pedro, de buen humor.
El arquitecto le vendió a su amigo el piso con todo el mobiliario, teniendo en cuenta que ese tipo de muebles no pegaban nada con el estilo de la granja. Además, alquiló un pequeño local en Dorchester para montar su estudio, hasta que la granja estuviera en condiciones.
Se casaron un día soleado del mes de abril. La luz lanzaba chispas, reflejándose en el Támesis y las gaviotas hacían guiñar los ojos con el vaivén de sus alas. Paula pensó que ese lugar tan emblemático para sus vidas tenía que ser el adecuado para unirse en matrimonio. La celebración se llevó a cabo en el restaurante con los ventanales que daban al río abiertos de par en par. Tras los brindis y los discursos comenzó la fiesta. Los camareros retiraron las mesas y un disc-jockey se ocupó de poner todo el rato canciones de amor. Completamente desinhibidos, Pedro y Paula estuvieron bailando prácticamente toda la velada, ajenos a los invitados que les animaban y felicitaban.
—No sabía que te gustara tanto bailar… —rió Paula, dándose cuenta de que Pedro se ponía colorado.
—No sé de qué me hablas…
—Luego te lo explico, mi amor —replicó Paula, dándole una palmadita en la mejilla.
Agustín se acercó y el semblante de Pedro se oscureció.
—Pedro ¿Querrías prestarme a la Señora Alfonso para bailar una canción? Fiorella no soporta más mis pisotones…
—Está bien —sonrió el joven—. Pero con una condición. Que me devuelvas el favor con tu futura esposa.
Ambas parejas comenzaron a bailar disfrutando del cálido ritmo de la música. Agustín miró a Paula de arriba a abajo.
—Estás guapísima y espero que seas muy feliz, porque te lo mereces, Paula.
—Gracias, Agustín. Yo también te deseo que seas feliz con Fiorella. Los dos se lo merecen.
—¿Vendrán a nuestra boda?
—Por supuesto.
—Lo dices por pura educación.
—Mira, Agustín, una boda no tiene nada que ver con las buenas maneras. Se trata de la unión entre dos personas que se aman y que quieren compartir ese día tan señalado con sus amigos. Te prometo que iremos a su enlace, tal y como han venido al nuestro.
En ese momento se paró la música.
—Sería mejor que nos retiráramos para que los invitados puedan ir marchándose —propuso Pedro a Paula.
—De acuerdo.
—¿Pau, le vas a tirar tu ramo a alguien en especial? Hay que seguir la tradición.
—Sí, ya sé.
La señora Alfonso siguió el consejo del señor Alfonso y le tiró el maravilloso ramo a Fiorella y Agustín, que rieron encantados.
Los recién casados salieron del restaurante entre confetti y los buenos deseos de los invitados. Cruzaron el hall de entrada, donde se encontraba el ascensor. Llegaron al ático y entraron en el departamento. Los dos enamorados se abrazaron.
—Ha sido un día precioso, ¿Verdad?
—Estoy encantada de que lo hayamos celebrado aquí, Pedro.
—Y yo también me alegro de pasar la noche en el que ha sido mi departamento.
—¿Por qué?
—Porque nos vamos a dar un baño en el jacuzzi.
—Estupendo…
—¿Cómo se quita este vestido?
—Es fácil, hay que bajar la cremallera —dijo Paula, deshaciéndose del traje de novia y acercándose al baño de burbujas.
Pedro se quitó su traje oscuro sin perder de vista ni un instante a su esposa. Ambos se metieron en la bañera y dejaron cerca del borde una botella de Champán con dos copas. La descorcharon y brindaron por su amor.
—Por nosotros, señora Alfonso. Por nosotros tres…
Paula elevó la copa y dijo:
—A nuestra salud —y bebió un sorbito del vino cuyas burbujas le hicieron cosquillas en la nariz, mientras que las burbujas del baño le hicieron sentir alegría por todo el cuerpo.
La novia estaba exultante. Se acomodó en la parte de la bañera que le correspondía y con la punta del pie comenzó a escalar el muslo de Pedro… Los ojos del novio se dilataron y, con un gesto elegante, puso a su mujer sobre él y le dijo:
—Te quiero.
Fue entonces cuando Paula pudo comprobar que su marido sabía moverse muy, pero que muy bien.
FIN
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