jueves, 20 de abril de 2023

Refugio: Capítulo 51

A continuación, fue a visitar a Patricia y tuvo que estacionar en doble fila: La multa iría incluida en la minuta. La clienta estaba vestida con ropa liviana y le recomendó Pedro que se relajara.


—Sube al dormitorio, los planos para la azotea están extendidos sobre la cama. Yo voy un momento al cuarto de baño.


Cuando salió, Patricia llevaba un salto de cama que la dejaba prácticamente al desnudo. Pedro cerró los ojos y dijo:


—No, Patricia, por favor. No destruyas nuestra relación profesional. Los conozco a tí y a Antonio desde hace un montón de años y no quiero arruinarlo todo.


—Oh, Pedro, te quiero. Antonio ya no puede hacerme feliz en el sentido que estás pensando, además está fuera. Podrías prestarme un poco de tu calor… Te necesito, querido.


—Patricia, lo siento, pero no va a funcionar.


—Mírame, dime: ¿Qué ves?


La mujer se paseó ante su vista. El joven arquitecto no contestó. Tenía delante a una mujer que luchaba desesperadamente contra el paso del tiempo. Estaba demasiado bronceada, llevaba implantes de silicona e incluso lentes de contacto de color azul. Todavía, con las curvas propias de la edad y su auténtico color de ojos, resultaría por lo menos interesante.


—Lo siento, pero me marcho —dijo Pedro, mientras le besaba en la mejilla.



—¿Qué pasa con los planos?



—Envíamelos por correo.



El joven bajó a la calle y descubrió que la grúa se estaba llevando su BMW. Estuvo a punto de discutir con el agente de Policía, pero se calló y pagó la multa convenientemente. Cuando terminó con el problema del coche, ya no llegaba a su cita con el segundo cliente. Había perdido otro posible proyecto… Cuando llegó a casa, en su contestador había un mensaje de otro cliente. 


—Hola, Pedro. Soy Matías. Te llamo porque necesito un departamento en Londres como el tuyo. ¿Sabes si queda alguno en venta? Llámame. Hasta pronto.


Pedro se puso cómodo en el sofá, pensando en el día tan frustrante que había tenido. Se puso una copa de whisky y llamó a Matías.


—Lo siento, pero todos los apartamentos están vendidos y el mío no está en venta.


—Te pagaría lo que quisieras.


—Proponme una cifra…


El arquitecto casi se atraganta con la respuesta y dijo:


—Bueno, lo pensaré. Adiós.


Londres estaba empezando a agobiarle y pensó que, después de todo, quizá Paula tuviera razón. Si le vendía el departamento a Matías por esa suma, podría comprar alguna casa en Dorset, cerca de la granja de ella. Podría habilitar su propio estudio para seguir con su trabajo como arquitecto. De ese modo, Paula no tendría que vivir en Londres, ni abandonar a sus vacas. A lo mejor, con el tiempo llegarían a conocerse mejor e incluso ella le aceptaría en matrimonio. La granja sería el lugar ideal para vivir. Lo único que habría que acondicionar serían los establos y tendrían que encontrar espacio para su estudio… Se terminó la copa y trabajó un poco con una cuestión de papeleo. Rápidamente, se fue a la cama. A la mañana siguiente, se puso en contacto con varias inmobiliarias de Dorchester y les pidió que le enviaran información sobre cualquier propiedad de la zona que estuviera en venta. Más tarde, se dirigió en coche a Kent, para preparar un nuevo proyecto. Allí, puso en marcha los primeros esbozos para la rehabilitación de un secadero de lúpulo. De vuelta a casa, tenía otra llamada en el contestador. La contestó y pidió por teléfono comida preparada a una tienda cercana. Pedro se la comió y se fue a dormir. A la mañana siguiente, recibió mucha información de las agencias inmobiliarias. Se sentó para echar un vistazo y, de repente, descubrió que la granja de Paula estaba en venta. Inmediatamente después, llamó a su abuela.


—¿Me quieres decir por qué demonios se vende la propiedad de Paula…?


—Te iba a llamar hoy, pero no sabía muy bien cómo decírtelo.


—¿Qué le pasa a Paula?


—Le va a vender el ganado a Agustín como regalo de boda.


—¿Agustín Stockdale? —dijo Pedro, notando cómo se le helaba el corazón.


—Es mejor que vengas por aquí y vayas a verla. No tiene aspecto de encontrarse muy bien.


—Yo tampoco estoy bien, abuela. Ahora mismo voy a la granja — concluyó el arquitecto, pensando en la cantidad de trabajo que se le iba acumulando en el estudio.


Metió un par de prendas en una maleta y salió hacia Dorset. Llegó en menos de dos horas ignorando los límites de velocidad. Eran las diez de la noche cuando apareció por la casa de Paula.


—¡Pedro… Qué alegría!


—¿Me quieres contar qué es lo que te pasa? —preguntó el joven, tomándola por el brazo e introduciéndola en la cocina.


—No me toques, no me gusta que me pongas las manos encima para hablar conmigo —replicó Paula.


Pedro no se había dado cuenta de lo que había sobre la mesa y la granjera suspiró pacientemente.


—Me ha dicho mi abuela que te vas a casar con Agustín. No sólo le vas a vender las vacas sino que vas a vender la granja también.


Paula era consciente del enredo que tenía Pedro en la cabeza. ¿Por qué habría pedido información sobre Dorset? Era posible que hubiese pensado en trasladarse por la zona… La joven comenzó a explicarle su situación.


—Agustín se ha portado muy bien conmigo.


—Tenía el ojo puesto en las vacas y en tu cuerpo. ¿Pero, acaso en tu cerebro? 

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