Pedro, al contrario, no estaba inhibido por nada. Estuvo jugando con los cuatro perros un rato y luego, la tomó en sus brazos y la besó.
—Te he echado de menos, Paula —dijo Pedro, besando su abundante melena.
La joven sintió como si fuese a desintegrarse.
—Yo también, Pedro. ¿Cómo te ha ido en el estudio?
—Bastante bien, aunque estoy deseando que termine el proyecto de una vez por todas.
—Parece muy interesante —dijo Paula con entusiasmo.
—Mi abuela me dijo que te había prestado los vídeos. No entiendo qué es lo que te agrada de ellos.
«Simplemente tú. Me gustan porque son parte de tu vida», pensó la joven. Sin embargo, le respondió:
—Me encantan los edificios antiguos.
—A mí también. De hecho, estoy en este proyecto precisamente por eso.
Hacía buen tiempo. A Pedro le apetecía dar un paseo con Paula y los perros.
—Está bien —dijo la joven, consciente de que durante el paseo, apenas habría intimidad entre ellos—. ¿Me pongo otra ropa más elegante?
—No —rió Pedro—. No es necesario. ¿Te parece bien si vamos por el borde del río?
—Estupendo —accedió Paula, animada.
Por el camino, Pedro estaba relajado. Iba con las manos metidas en los bolsillos y el sol le daba de frente. No tenía el aspecto del típico lechuguino londinense… Como le pareció al principio. Estuvieron caminando un buen rato, charlando de los problemas profesionales de él. Paula lo comprendía muy bien, porque ella misma había abandonado una carrera que no la satisfacía, por cuestiones morales. Después de haber vivido un año en la granja, se planteaba que quizá tendría que volver a la gran ciudad para estar con Pedro. De pronto, dijo el arquitecto:
—Se está tan bien aquí…
La granjera sabía que se vería obligada a tomar una decisión tremendamente difícil. Optar por la granja sería olvidarse de Pedro. Esa simple idea le produjo un golpe tremendo en el corazón. Por otra parte, deseaba no tener que llegar a tomar esa decisión. La situación era compleja… A ambos les horrorizaba la gente superficial que no reparaba en gastos para salirse con la suya, para pagar cantidades impensables en caprichos arquitectónicos. A ellos les gustaban las cosas sencillas y plenas de la vida.
—¿Qué podrías hacer como alternativa con tu trabajo? —preguntó Paula con curiosidad.
—Me gusta la arquitectura a pequeña escala, las rehabilitaciones de viejos edificios industriales para convertirlos en departamentos modernos y cómodos, hacer interiorismo en grandes hangares abandonados, en fin, ése tipo de cosas…
—Que no son excesivamente comerciales.
—Lo que a mí me interesa ante todo es que la arquitectura se adapte a las personas, y no que ocurra lo contrario. Lo malo es que este nivel de proyectos apenas interesan a los bancos. Tan sólo hay un grupo restringido de clientes que saben muy bien lo que quieren.
—El premio para el que estás seleccionado como finalista, impulsaría enormemente tus aspiraciones profesionales, ¿No es cierto?
—Por supuesto, para el ganador se trata de un espaldarazo total a su carrera. Incluso el hecho de haber sido nominado representa dé por sí un gran honor.
Durante unos instantes, siguieron caminando en silencio. Se encontraban en una zona boscosa, de camino hacia lo alto de la colina. Los dos jóvenes intercambiaban impresiones de sus trabajos mientras que subían la pendiente. Cuando Paula le contó a Pedro que su coche ya no funcionaba, la granjera se derrumbó psíquicamente. Desde que heredó la propiedad, había tenido graves problemas económicos y la avería de la red eléctrica había sido la gota que colmó el vaso. Ahora era el coche el que no funcionaba… Pedro, tras mirarse detenidamente las manos, le dijo a Paula:
—Yo te puedo hacer un préstamo, además sin cobrarte intereses.
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