–Ni siquiera sé cómo te llamas –murmuró Paula–. Para poder darte las gracias.
–Pedro.
Ella repitió su nombre, la palabra se le deslizó por la lengua, y vio un deseo repentino y profundo en sus ojos. Lo sintió. Y la alimentó con una confianza en sí misma que no sabía que tenía.
–Gracias, Pedro.
Él sacudió la cabeza quitándole importancia y se dió la vuelta. Pero Paula no estaba preparada para dejarle ir.
–Yo te he contado un secreto –dijo deteniendo su marcha mientras buscaba desesperadamente algo que decir–. Antes de que te vayas, ¿Te importaría compartir tú uno conmigo?
Pedro frunció entonces el ceño, como si recordara su anterior confesión, como si estuviera pensando si acceder o no.
–¿Como mi color favorito? –preguntó acercándose despacio a ella.
–No, eso ya lo sé. Es el azul –aseguró Paula sonriendo al ver su expresión asombrada–. Llevas un traje azul oscuro. La correa de tu reloj es de cuero azul.
Pedro había llegado hasta ella, y ahora que estaban tan cerca tuvo que echar el cuello hacia atrás para mirarlo. Era realmente impresionante, con aquellos ojos penetrantes del color de la miel clavados en los suyos.
–Hoy es mi cumpleaños –dijo casi en un susurro, como si de verdad estuviera compartiendo un secreto.
–¿De veras? –preguntó Paula con una gran sonrisa.
–Normalmente no… Celebro las cosas –murmuró casi como disculpándose.
Paula quiso decirle que lo entendía, que ella también odiaba celebrar su cumpleaños. Pero le pareció demasiado personal, demasiado intrusivo. Estiró el brazo con la botella de champán que todavía tenía agarrada y se la ofreció. Pedro la agarró con sus grandes manos y se la llevó a los labios sin apartar ni un instante los ojos de ella. Tras dar un buen sorbo, se la devolvió, y ella puso los labios donde habían estado los suyos. Aquella certeza le despertó de nuevo la sangre, provocándole un sonrojo en las mejillas y entre los senos. Pedro podía ver lo que su cuerpo estaba pidiendo, y temió que ni siquiera ella fuera consciente. Y que Dios ayudara a todos los hombres cuando fuera consciente de su poder. La belleza de aquella mujer podía hacer caer ejércitos enteros.
–Tú sabes cómo me llamo –afirmó él.
Paula sonrió y asintió, entendiendo lo que quería decir.
–Paula Chaves–afirmó con acento fuerte.
Pedro murmuró aquellas palabras casi inconscientemente, y ella lo miró a los labios de un modo que la bestia interior que había en él rugió de orgullo. No debería estar allí. Asintió brevemente con la cabeza a modo de despedida. Porque si no se iba de allí enseguida, tal vez no se iría nunca. Y ella era demasiado pura, demasiado inocente. Nunca la habían besado hasta aquella noche. Esbozó una sonrisa casi de disculpa y se dió la vuelta para marcharse. Había llegado a la puerta y tenía la mano en el picaporte, pero las palabras de Paula lo detuvieron.
–¿Puedo preguntarte una cosa más antes de que te vayas?
Él giró la cabeza sin saber qué esperar. Pero desde luego no era lo que dijo ella a continuación.
–¿Me enseñas tus cicatrices?
Pedro escuchó en su interior un rugido furioso, como si una herida grande se hubiera reabierto. Se le debió notar en la cara, porque Paula dió un paso atrás. Él se arrepintió al instante. No quería que se asustara. Pero se asustaría igualmente si veía las cicatrices. Como todas. Recordó la primera vez que se desnudó ante una mujer. A los diecisiete años, era lo bastante ingenuo como para pensar que Malena sentía algo por él. Pero, ¿Por qué no enseñárselas a Paula? No volvería a verla jamás cuando saliera de aquella habitación.
–No son bonitas –le advirtió.
–Eso me da igual –respondió ella desafiante sin apartar los ojos de los suyos ni un instante.
Allí estaba aquella fuerza otra vez. El acero que había reconocido dentro de su suave perfección. Pedro apretó los dientes, se dió la vuelta y regresó a su lado, sacándose la camisa de la cinturilla del pantalón mientras se acercaba. Se desabrochó los botones uno a uno, y Paula siguió manteniéndole la mirada. Cuando llegó al último botón, la miró una última vez antes de quitarse la blanca camisa y dejarla a un lado. Paula no apartó la mirada al principio, y eso tenía que reconocérselo. Pero Pedro terminó por cerrar los ojos, no estaba dispuesto a ver aquellas hermosas facciones arrugadas por el asco.
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