Paula deslizó la mirada por su rostro sin saber qué buscaba. Sintió cómo se le erizaba el vello de la piel, pero resistió el deseo de estremecerse bajo su mirada, porque tenía miedo. No de él, sino de lo que le estaba sucediendo. Él frunció el ceño un instante, como si estuviera librando una batalla interior. Luego extendió el brazo y le alzó la barbilla con un dedo, mirándola como si la estuviera inspeccionando.
–¿Estás segura?
Paula asintió, incapaz de hablar. Él se movió despacio, como dándole la oportunidad de darse la vuelta, de cambiar de opinión. Observó con los ojos muy abiertos y expresión fascinada cómo inclinaba la cabeza hacia ella Y… en lugar de presionar los labios contra los suyos, apretó la mejilla contra la suya como acariciándola hasta que finalmente giró la cabeza hacia la suya y le rozó los labios. Una vez. Y luego dos. Se le expandió el corazón ante la sensación suave y al mismo tiempo firme de sus labios. Algo en su interior salió a la superficie de la piel reclamando llegar a él, sentir más que aquel contacto. El fuego atravesó las venas de ella, el corazón le latía con tanta fuerza que temía no volver a recuperar nunca el equilibrio. Entonces se abrió a la lengua del hombre y la encontró con la suya. La primera e impactante sensación de notarlo dentro de ella la llenó de una sensación deliciosa. Se perdió por completo en el beso, en el baile de sus cuerpos, en la sensación embriagadora que la consumía. No pudo contener un gemido de placer que le surgió de los labios, y lo lamentó a instante porque el dejó de besarla y apoyó la frente en la suya, respirando agitadamente, como si estuviera tan impactado como ella.
–¿Es… Es siempre así? –se atrevió a preguntar Paula.
–No –respondió él sombríamente–. Nunca.
Le tomó una mano en la suya con delicadeza, acariciándosela hasta que tropezó con la cicatriz que le cubría la palma hasta la muñeca. Paula apartó la mano y se rio con cierta sonrojo.
–Mi madrastra las odia –confesó, consciente de que sin duda había notado las pequeñas cicatrices y punzadas que tenía en los dedos, aparte de la más grande–. Dice que las damas de alta alcurnia deberían tener unas manos inmaculadas y finas.
–¿Y tú qué piensas? –preguntó él.
Paula dió la vuelta a sus manos y las observó con imparcialidad por primera vez en mucho tiempo. Viéndolas como algo más que una parte del cuerpo, como las herramientas que utilizaba para crear sus piezas de joyería, para fundir y moldear metales preciosos, para crear cosas bonitas.
–Yo creo que hablan de trabajo duro, sacrificio y lecciones duramente aprendidas, y estoy orgullosa de cada una de ellas.
A Pedro le resultó extraño escucharla hablar de aquel modo de un tema que para él había marcado tanto su vida, y que lo hiciera con orgullo y desafío en lugar de con asco o una fascinación enferma. Él se había encontrado con ambas reacciones. Y luego había otro tipo de mujeres, las que simplemente veían lo que él podía darles en lugar de las cicatrices que cubrían casi la mitad de su torso.
–Tú no lo entenderías –aseguró la joven.
Y Pedro se rió con ganas y ella lo miró con asombro. Entonces él asintió, se aflojó la corbata y se desabrochó el botón superior, luego ladeó la cabeza y se tiró ligeramente del cuello de la camisa. Sabía que así vería una parte de las cicatrices que le besaban el cuello brillar bajo la luz de la luna.
–Lo siento.
Mientras se volvía a abrochar la camisa, reflexionó sobre las veces que había escuchado aquella frase. Desde los médicos y enfermeras que lo trataron al principio hasta el propio Sergio. Y peor, de las mujeres que finalmente decidían que no podían soportar tocarlo. Todos tenían aquel tono de compasión mezclada con repulsión. Pero la voz de aquella mujer no era así y por primera vez preguntó:
–¿Qué es lo que sientes?
–Que creas que tienes que esconderlas.
Pedro sintió una descarga que le atravesó el cuerpo. Nadie le había dicho nunca algo así.
–Las mías son de fundir –continuó ella–. Es…
–Ya sé lo que es fundir –Pedro sintió que el tono le hubiera salido más áspero de lo debido–. Interés profesional. Me dedico a la minería.
Ella asintió, como si aquello lo explicara todo, incluida su multimillonaria empresa, de la que claramente no sabía nada.
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