Sus padres se quedaron mirando a la pareja con sorpresa y complicidad.
—Muy bien, hijo, descansa —dijo la madre de Pedro, mirando comprensivamente a Paula, que se puso colorada al instante.
—Estamos muy orgullosos de tí, has estado realmente brillante esta noche —le felicitó el padre, dándole palmadas en el hombre a su hijo.
La madre le besó en la mejilla y le hizo un gesto cariñoso a Pedro susurrándole algo de una invitación para otro día. Por fin pudieron escaparse esquivando a la gente, subiendo al departamento a pie y evitando ser vistos por los invitados. Nada más abrir la puerta, él se quedó pegado a ella de espaldas. Atrajo a Paula hacia él y la abrazó riendo.
—Lo conseguimos… Me recuerda a cuando hacía novillos de pequeño. Me estoy portando mal…
—No deberías haberte desembarazado de tus padres —le dijo Paula, dándole con un dedo en la punta de la nariz.
—No veo por qué. Quiero estar sólo contigo, Paula.
El hombre se acercó a la boca de la joven y le dió un beso suave y ligero. A partir de entonces, Pedro la besó apasionadamente, meciéndola con un brazo mientras la otra mano la tomaba el trasero, impulsándola hacia él.
—Te deseo —murmuró Pedro en los labios de su amante, que se quedó con las piernas temblando.
—¡Oh, Pedro! —susurró incoherentemente su compañera.
El amante llevó en brazos a Paula hasta su dormitorio y la depositó en el borde de la cama.
—¿Cómo se desabrocha este vestido? —quiso saber Pedro, con manos impacientes.
—Bajando la cremallera —dijo Paula, dejándose hacer.
Cuando la hubo desvestido, Pedro se encontró con que su amante llevaba ropa interior de color rojo…
—La última vez que viste estas prendas… —dijo Paula, sonriendo pícaramente.
—Estaban atadas a un par de palos en una zanja llena de nieve. La verdad es que te sientan mucho mejor a tí.
Paula rió y se miró el sujetador y el liguero rojos que contrastaban con las bragas y las medias negras. Su aspecto excitó al hombre mucho más de lo que ella esperaba.
—Quédate quieta —dijo Pedro, quitándose su elegante traje de vestir y tirándolo al suelo.
A continuación tomó a su amante, que emitió un pequeño gemido de alivio, cuando se vió envuelta por los brazos masculinos… Tanto el traje de Pedro como el vestido de Paula tenían pelusas de la lana de la moqueta. La granjera los recogió y los sacudió para dejarlos sobre una silla. Paula se puso las bragas negras de encaje y la camisa de su amante. Fue a la cocina y puso agua a calentar. Eran las cinco y media de la mañana, la hora de ordeñar a las vacas que era su despertador biológico. Como Pedro estaba durmiendo y no tenía nada que hacer, subió al salón del piso de arriba y se puso a tomar el fresco en la terraza. El aire resultaba ligeramente cargado, se notaba el tráfico por la cantidad de bocinas que sonaban y por el río también había mucha actividad. Paula se dió cuenta de que echaba mucho de menos a las vacas, las gallinas y al tordo que cantaba todas las mañanas. Ése era el mundo de Pedro. Había sido el suyo, pero ya no se sentía a gusto en la gran ciudad. En ese momento se sentía ajena totalmente a ese ritmo de vida. Estaba tiritando de frío, cerró la terraza y se encontró con él en lo alto de la escalera.
—Te echaba de menos. Me desperté y te habías levantado —dijo el hombre.
—Es la hora del ordeño —replicó Paula, envolviéndose con sus propios brazos.
—Estás tiritando, vuelve a la cama… He hecho un poco de té.
Paula le siguió y sonrió ampliamente para ocultar su infelicidad. En la cama, Pedro la rodeó de almohadones para que estuviera cómoda, se tumbó a su lado y le ofreció una taza de té. Se inclinó sobre ella y le dió un beso suave.
—Buenos días.
Bebiéndose la infusión de una vez, exclamó:
—Realmente lo necesitaba. ¿Queda más té?
—Ahora mismo voy a hacer más —dijo Pedro, abrazándola—. Quiero agradecerte que hayas pasado la velada de ayer conmigo, porque estaba muy nervioso.
—No tiene importancia —respondió Paula.
El hombre le estaba acariciando el brazo y miraba la mano donde le había escrito el mensaje sobre el premio…
—Estoy muy orgullosa de tí —murmuró la granjera sonriendo y besándolo en la boca.
Iba a echarlo mucho de menos, cuando volviera a Dorset…
—Paula, te quiero —dijo Pedro de repente y la mano de la joven que le acariciaba la mejilla se quedó helada—. De hecho, creo que te he querido siempre, desde que tenías seis años. Ahora te quiero como no he querido nunca a nadie. Es la primera vez que me pasa esto. Tengo miedo de que te vayas porque eres lo más importante de mi vida.
—¡Oh, Pedro! Yo también te quiero —exclamó Paula, llorando a lágrima viva.
—¿Quieres casarte conmigo? —murmuró el hombre—. Quédate conmigo hasta el resto de nuestros días. Te necesito tanto… Paula no pudo contener el llanto de dolor.
—No puedo, Pedro. ¿Qué voy a hacer con las vacas?
—Véndeselas a Agustín.
—El asunto es más complicado… Me fui de Londres porque odiaba la vida en la capital y este fin de semana he vuelto a detestarlo. Este lugar no es para mí…
—Podríamos mudarnos a otro sitio, si no te gusta mi apartamento…
—No se trata de tu casa o de este conjunto arquitectónico… Que me gustan muchísimo. Me parecen maravillosos y comprendo que estés orgulloso de haberlos creado tú y tus colegas. Lo que me molesta es la gente que va de guapa y brillante por la vida, cuyo único interés es perseguir sueños de fama y dinero. ¡Son tan falsos! Aquí no hay gente como Agustín o tus abuelos… No son personas en las que puedas confiar cuando tienes problemas. La gente de tu mundo no piensa más que en ir a lo suyo.
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