—Creo que eres un poco injusta. Yo tengo muchos amigos en los que confiar.
—Y yo también, pero ni viven, ni nunca vivirían aquí.
Pedro se puso triste.
—Paula, te quiero.
—Yo también te quiero, pero las cosas no son tan fáciles.
—Deberían serlo…
—Ya lo sé, Pedro. Como te conté, estuve ejerciendo de abogado matrimonialista durante años. Conocí a parejas que no podían vivir juntas a pesar de estar enamorados. Al final, terminaban separándose, destruyendo de ese modo el amor que había existido entre ellos. Lo siento, pero no puedo casarme contigo. Sería incapaz de vivir en Londres. No podría ser yo misma y, en ese caso, ya no me desearías. Sería espantoso para mí.
—Siempre sentiré deseo por tí —dijo Pedro, cerrando los ojos y acercándose más a Paula—. Piénsalo con calma y, luego, me das una respuesta. Sobre todo, no te apresures.
—No necesito apresurarme…
—Shss. Ahora calla, déjame que te haga el amor.
Las manos del amante tomaron por debajo de la camisa los pechos de Paula y sus bocas se unieron al unísono con urgencia. La granjera estaba muy triste: Se trataba de la última vez que iban a disfrutar del amor… La entrega sexual fue más bien amarga y, cuando hubieron terminado, no se sabía a ciencia cierta si las lágrimas eran del uno o del otro…
A última hora de la mañana, Pedro llevó a Paula a la granja en su flamante BMW. El viaje transcurrió en su mayor parte en silencio. No obstante, el joven acariciaba de vez en cuando el brazo de ella, o le ponía amistosamente la mano en un muslo. La granjera evitaba pensar en su separación, aunque apenas podía dejar de llorar. Cuando llegaron al patio de la casa de labor, el joven rechazó la taza de té que le había ofrecido la dueña de la finca. A Jemima le alegró porque era incapaz de prolongar la despedida. Pedro la siguió, llevando su maleta. Cuando el joven se iba a ir, miró a los ojos a su amor.
—No digas nada —murmuró el arquitecto—. Piensa en lo que te he propuesto. No tenemos por qué vivir en Londres… Hay infinidad de lugares donde podríamos vivir.
—No puedo estar en la ciudad… —repitió la granjera obstinadamente y le acarició la mejilla con una de sus rudas manos.
Este gesto puso claramente de manifiesto las diferencias palpables entre la pareja.
—Te quiero —dijo Paula, haciendo un esfuerzo para mirarlo a los ojos.
—No lo suficiente —sentenció Pedro.
—Lo que pasa es que nuestros mundos son muy diferentes y yo no puedo dar marcha atrás. Una vez realizada mi escapada al campo, ya no soy la misma persona. Eso no quiere decir que no te quiera. Creo que eres una persona maravillosa —dijo Paula comenzando a llorar de nuevo y buscando el cuerpo de Pedro para recobrar la calma.
Ambos se unieron en un beso interminable y luego se separaron. Pedro entró en el coche y se marchó casi sin oír la débil despedida de la granjera. Dentro de casa, Paula oyó cómo el ruido del motor se apagaba hasta desaparecer. De pronto, apareció Agustín que venía a visitar a su vecina. La granjera no podía contener el llanto y estrechó con sus brazos al amigo para desahogarse con él. Pedro no sabía muy bien hacia dónde ir. Se acercó a la casa de sus abuelos. Apareció su abuela con las manos llenas de harina que le hizo pasar directamente a la cocina, cerca del fuego.
—Ganamos el premio de diseño —dijo Pedro inexpresivamente.
—Ya lo sé, me lo dijo tu madre por teléfono. Enhorabuena, querido. Pero, ¿Qué es lo que has venido a contarme?
—He cometido una estupidez.
Luisa puso agua a calentar y preparó el té con un ajetreo que le resultó familiar y alivió un poco su pena. Su abuela le pasó la taza de té.
—Le he pedido a Paula que se case conmigo —dijo por fin el hombre con un nudo en la garganta—. Me ha dicho que no.
Pedro estaba haciendo esfuerzos por no llorar. Mientras tanto, su abuela lo miraba comprensivamente, sin decir una palabra.
—¡No me mires así, por Dios!
—Está bien. El problema que tienen es la diferencia existente entre sus formas de vida, ¿No es así?
El joven asintió.
—Por supuesto, ella no se mudaría a Londres porque lo detesta. Cuando se mudó a la granja, lo había estado pasando fatal. Pero rápidamente se centró en las labores de la granja, con las vacas y las gallinas y recobró la alegría.
Pedro asintió tristemente.
—Entonces, ¿Qué vas a hacer? —preguntó Luisa.
—Supongo que volveré a la ciudad y trataré de olvidarla —contestó el nieto con resignación.
—¿Antes o después de morirte de pena?
Inmediatamente después, Pedro se cobijó en los brazos de su abuela que le consolaba con caricias en la cabeza, como a un niño pequeño.
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