Paula se hallaba inmóvil a su lado, con una postura tan recta que tendría que haberle roto la columna. Su arrogancia lo divertía. Estaba demasiado llena de sí misma; el dinero había estropeado a la dulce niña que había sido. Era prueba viviente de que no resultaba saludable conseguir todo lo que se quería. Un cuerpo debía tener algo importante que anhelar, un motivo para soñar. Volvió a meditar en lo mucho que había cambiado. Su prima, Malena Bodine, y ella habían sido íntimas en el pasado. Pero hasta donde él sabía, llevaban años sin hablarse. No era un secreto que Paula culpaba a Malena de la muerte del chico del que había estado enamorada en el instituto. Damián Duvall había sido un juerguista, consentido por su madre y su padrastro, y destinado a tener problemas, pero la tímida y sencilla Paula había estado loca por él. Cuando Beau murió, quedó devastada y, como todo el mundo, había culpado a Malena. Fue en los últimos meses, después de que ésta regresara a Texas, cuando se hizo pública toda la verdad sobre la muerte de Damián. Malena no sólo había recuperado la amistad de los demás, sino que se casó con el hermano mayor de Damián Duvall, Rafael. Paula era la única persona que no había sido capaz de aceptar lo sucedido realmente cuando murió. El motivo que tenía para ser el último bastión probablemente radicaba en algo que él desconocía. Rara vez había tenido contacto personal con ella. En cuanto llegaran a Colorado y siguieran sus distintos caminos, no tendría motivo alguno para volver a verla. Aunque ambos vivían en la misma parte de Texas y eran ricos, sus estilos de vida diferían demasiado para permitir algo más que un reconocimiento distante. Paula no podía relajarse. Su cólera se había desvanecido, sustituida por el agónico temor que le producían las avionetas. Como en esa época no confiaba en nadie, nadie llegaría a conocer la magnitud de lo que estaba dispuesta a pasar por ver a su madre. El Cessna parecía abarrotado y frágil. Se sacudía con cada pequeña ráfaga de aire. El movimiento constante la mareaba, y cuanto más volaban, más se acentuaba. Después de horas de vuelo, sentía tantas náuseas que apenas podía mantenerse erguida. Se había apoyado en el asiento, tan desgraciada que temblaba.
-Tiene la cara de una tonalidad verdosa, señorita Chaves-la sosegada observación de Pedro le provocó una fuerte contracción-. ¿Necesita un cubo?
La tosca pregunta le provocó una imagen enfermiza en la mente. Recurrió a la distracción del sarcasmo y con los dientes apretados soltó:
—Su regazo me bastará, señor Alfonso.
La súbita caída del aparato estuvo a punto de sacarle el estómago por la boca. Cerró los ojos con fuerza y jadeó mareada mientras el avión comenzaba a descender. Fue consciente de la mano que alargó Pedro hacia la radio, pero no pudo seguir lo que dijo. Su atención se había concentrado en el sonido bajo y tranquilizador de su voz. El alivio inesperado de su tono masculino se deslizó por sus nervios a flor de piel y, de algún modo, logró aplacarlos. La extraña reacción provocó una pequeña oleada de sorpresa que la impulsó a girar la cabeza apoyada en el respaldo para mirarlo. Pedro Alfonso era atractivo de una forma ruda. Su complexión de hombros anchos y de un metro noventa de estatura parecía llenar la cabina de la avioneta, haciendo que pareciera aún más abarrotada. Tenía el brazo y el costado a unos centímetros de distancia, pero el calor que emanaba llegaba hasta ella. Era un calor agradable, varonil. El aguijonazo de culpa que experimentó la asombró hasta que se permitió reconocer su procedencia. Damián Duvall. Amó a Damián profundamente. Todavía lo amaba. Había sido muy atractivo. El amor por la vida había ardido con dolorosa intensidad en sus ojos azules, en su rostro bronceado, en todo lo que decía, hacía y quería de la vida. Había sido divertido, bromista, irreverente y osado. Por ese entonces Paula se sentía tan reprimida, tan poco amada, tan fea que cuando un joven atractivo, vital y estimulante le prestó la más mínima atención, se había enamorado loca y perdidamente de él, consciente de que el arrebatador Damiá Duvall jamás podría amarla. Pero sí la amó. El milagro de aquello aún la dejaba pasmada, todavía le proporcionaba a su anhelante corazón algo que lo sostenía, aunque Damián llevaba años muerto. Él afecto que él le profesó había sido como un cuento de hadas hecho realidad. La había hecho sentir deseada, especial, hermosa y, de algún modo, provocó la sorprendente transformación de patito feo en cisne... Pedro giró la cabeza para mirarla. Aunque Paula estaba recordando a Damián, lo había hecho sin apartar la vista de él. Comentó algo y la mirada borrosa se posó en sus labios. Exhibían una definición marcada, con una especie de implacabilidad masculina que hizo que el corazón le aleteara a pesar de lo mal que se sentía.
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