–Yo rehice mi vida –continuó Pedro, mirando el mar–. La muerte de mi madre me obligó a hacerlo. No sabes cuánto me gustaría que aún viviera para que viera todo lo que he conseguido, pero no puede ser –se volvió hacia Paula–. ¿No crees que la muerte de tu padre también debería haber sido un punto de inflexión en tu vida, que deberías permitirte ser libre para poder hacer al fin lo que quieras? Deberías permitirte pasar página –le recalcó–, vivir tu vida –con un ademán, señaló en derredor–. ¿No ves lo estupenda que puede ser la vida, aquí y en cualquier parte? Tienes el mundo entero ante tí y ahora que sabes lo hermosa que eres… ¿Qué es lo que te impide salir de tu caparazón y vivir, vivir sin resentimientos, atrapada en un pasado infeliz?
Paula lo dejó hablar. Sabía que estaba diciéndole aquellas cosas porque quería que dejara de enfrentarse a él, de aferrarse a Haughton. Y sabía que creía que era por su bien, pero no podía responder. Su corazón, como una herida infectada, supuraba rencor por lo que Graciela le había hecho a su padre, y no era una herida que se pudiese curar con facilidad. No quería pensar en su madrastra ni en su hermanastra, ni en el sufrimiento que les habían causado a su padre y a ella. No cuando estaba disfrutando de unos días mágicos con él que pronto acabarían. No quería hablarle de cómo eran en realidad, de su maldad y su crueldad, de su avaricia. Sacudió la cabeza y cerró los ojos, tratando de no escuchar lo que le estaba diciendo.
Pedro se calló. Su instinto le decía que era mejor no decir nada más, que debía dejar que Paula reflexionase sobre lo que le había dicho, que entrara en razón.
–Piensa en ello –le dijo con suavidad–. Es lo único que te pido –se giró hacia ella, y en un tono menos serio le preguntó–: Oye, ¿Qué te apetece que hagamos mañana? Podríamos salir a navegar con el catamarán.
Agradecida por el cambio de tema, Paula volvió la cabeza hacia él y asintió con una sonrisa. Ese era el Pedro con el que quería estar: el Pedro alegre y relajado. Quería que disfrutaran juntos de los días y las noches que les quedaban por pasar allí. A ella, que nunca había montado en un catamarán de vela ligera, le encantó la emoción de deslizarse a toda velocidad sobre las azules aguas mientras Pedro lo dirigía.
–¿Te gusta? –le gritó él por encima del ruido del viento.
–¡Es alucinante!
Pedro tiró de la palanca que funcionaba como timón, haciendo que el catamarán virara bruscamente en la dirección del viento, y Paula se agarró con fuerza a la lona y del sobresalto se le escapó un gritito que lo hizo reír. Ella se echó a reír también, y una sensación de euforia la invadió cuando, impulsados por el viento, se deslizaron aún más deprisa sobre el agua. Minutos después estaban de vuelta en la orilla. Ayudó a Pedro a arrastrar la embarcación hasta la playa, y se dejó caer en la arena. Él se tumbó a su lado y la miró encandilado. Los ojos de Paula resplandecían, igual que su rostro, y tenía arena en el pelo, mojado y revuelto por el viento. De pronto se acordó de lo mucho que Tamara detestaba que se le estropeara el peinado, y de cómo estaba siempre preocupada por su aspecto. En Paula, en cambio, no había nada de ese egocentrismo, y precisamente eso era lo que hacía que se sintiese tan a gusto con ella. Adoraba el entusiasmo que mostraba por todo y cómo disfrutaba con todo, ya fuera la comida, tomar el sol, nadar o contemplar las estrellas. Le gustaba estar con ella, su compañía, su modo de pensar, y le gustaban sus opiniones. Le gustaba que se sintiera cómoda en un lugar sin lujos como aquel, y que no echara en falta las comodidades y los aparatos electrónicos. Le gustaban su risa y sus sonrisas.
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