Ir al Parque Nacional de Roarke resultó ser una experiencia a la medida de Paula. Le encantó la belleza salvaje del Oeste Americano, y le gustó aún más poder disfrutar de ella junto a Pedro. Tomaron un vuelo a Salt Lake City, y con un todoterreno llegaron al parque con su impresionante paisaje de escarpadas moles de piedra. El parque estaba relativamente tranquilo en esa época del año, con algunas zonas cerradas aún por la nieve, pero en el cañón la temperatura era más cálida y la piedra rojiza erosionada por el viento formaba un vivo contraste con el intenso azul del cielo y el verde de los pinos. La cabaña de madera donde se alojaron no podía ser más hogareña y a Paula el seminario, con el que aprendió muchísimo acerca de la geografía y geología del parque, le pareció fascinante. De hecho, ya estaba pensando en organizar una excursión allí con sus alumnos. Y, por si fuera poco, después de que se hubieran pertrechado debidamente, Pedro la llevó a hacer senderismo por una de las rutas más bonitas del parque.
–Madre mía… esto es hacer ejercicio y lo demás es cuento –murmuró cuando alcanzaron, jadeantes, la cima del sendero.
Éste ascendía por el desfiladero del cañón y terminaba en una meseta rocosa, donde soplaba un viento frío que con el calor de la caminata solo parecía una brisa fresca. Pedro se rió y apoyó la espalda en una roca para tomar un buen trago de agua de su cantimplora.
–Desde luego –asintió–. Mañana tendremos unas agujetas de campeonato, pero ha merecido la pena, ¿No?
–Por supuesto –respondió Paula, admirando el increíble paisaje hasta donde alcanzaba la vista. Se giró hacia Pedro y le dijo–: Gracias.
Él le dirigió una sonrisa cálida y afectuosa.
–Sabía que te gustaría –dijo. Se quitó la mochila y la puso en el suelo–. Con tanto caminar me muero de hambre; vamos a comer algo.
Se sentaron junto a la pared de roca, a resguardo del viento, y sacaron de sus mochilas las provisiones que habían comprado antes de salir. Mientras masticaba un trozo de sándwich, Paula alzó el rostro hacia el sol, pletórica de felicidad. Luego miró a Pedro. Era él quien la hacía feliz. Estar con él la hacía feliz. Ya estuvieran haciendo el amor o simplemente sentados el uno al lado del otro, como en ese momento, en medio del silencio y la grandiosidad de la naturaleza. Sin embargo, esos pensamientos derivaron en otros que los tiñeron de tristeza: Si estar con él la hacía feliz, ¿qué pasaría cuando ya no estuviesen juntos? Porque eso era lo que iba a pasar, dentro de unos días, cuando regresaran a Inglaterra. Esas sombras nublaron su mente. Y cuanto más tiempo pasara con él, se dijo, más duro le resultaría después estar sin él. «¡Olvídate de eso y disfruta de este momento!», se increpó. «Disfruta del presente sin esperar nada más». Pero, por más que se repitiera eso y se dijera que no podía dejarse llevar por las emociones, tenía la sensación de que ya era demasiado tarde. ¿Estaba enamorándose de él? Apartó esos pensamientos de su mente, en un intento por silenciarlos, un intento desesperado por negarlos. No… no… No estaba enamorándose de Pedro. ¡Solo creía que estaba enamorándose de él! Además, era evidente por qué se sentía así. Era el primer hombre que la había besado, abrazado, el primer hombre con el que había hecho el amor… Era normal que su falta de experiencia la hiciese creer que el que la hiciera sentirse especial era lo mismo que enamorarse de él. ¿Y qué mujer no se encapricharía de un hombre tan increíblemente atractivo como Pedro, con esos profundos ojos oscuros, esa sonrisa seductora y ese cuerpo atlético y musculoso?
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