¿Era su imaginación, o había nervios en su voz, entrelazados con ese fino humor?, se preguntó Paula. Tenía un nudo en la garganta, y tuvo que tragar saliva antes de preguntarle:
–Entonces… ¿Acabas… Acabas de pedirme que me case contigo?
–¿Quieres que lo repita? –le preguntó Pedro, haciendo ademán de arrodillarse de nuevo.
Paula lo agarró por el brazo para detenerlo.
–No… No, no…
Él se irguió y la miró preocupado.
–¿Significa eso que no quieres casarte conmigo?
Paula sacudió la cabeza con vehemencia. La emoción la desbordaba de tal manera que no conseguía articular palabra.
–Entonces, ¿Eso es un «sí»? –inquirió Pedro–. Es que, necesito que me lo aclares –le dijo con humor–. Porque, bueno, es muy importante para mí –se puso serio de nuevo, y mirándola a los ojos añadió–: de tu respuesta depende mi felicidad y mi futuro.
Paula volvió a tragar saliva.
–Pero… ¿Por qué…? –repitió una vez más, incapaz de comprender que aquello pudiera estar pasándole a ella.
–¿Por qué qué? –inquirió él aturdido.
–¿Por qué… Quieres casarte conmigo?
–Pues no lo sé, quizá esto te ayude a entenderlo… –murmuró.
La atrajo hacia sí y tomó sus labios con un beso apasionado. Paula se derritió contra su cuerpo, le rodeó el cuello con los brazos y enredó los dedos en su pelo mientras respondía al beso con ardor. Cuando finalmente se separaron sus labios, estaba temblorosa, sin aliento.
–Me he enamorado de tí –le dijo Pedro, tomando su rostro entre las manos–. No podría decirte el momento exacto, pero, a pesar de que al principio mis motivos para llevarte de viaje conmigo eran convencerte de que renunciaras a Haughton, poco a poco me fui dando cuenta de cuánto me gustabas y de lo a gusto que estaba contigo. Jamás había sentido por ninguna otra mujer lo que siento por tí.
–¿Ni siquiera por Tamara Brentley? –inquirió ella con un hilo de voz.
Él resopló.
–Tamara era bonita, sofisticada… pero también muy egocéntrica –le dijo–. Tú eres completamente distinta a ella. Incluso antes de que te pusiera en manos de esas estilistas había algo en tu carácter que me atraía: Eres inteligente, divertida, compasiva… –le dió un beso en la nariz–. Cuando te marchaste enfadada, el día que volvimos del Caribe, me dí cuenta de que no podía vivir sin tí, y supe que tenía que hacer lo que fuera para recuperarte porque quería pasar contigo el resto de mi vida. Y si aceptas ser mi esposa y en algún momento llegas a sentir por mí siquiera la mitad de lo que yo siento por tí…
Paula no le dejó terminar. Lo agarró por la nuca con ambas manos y lo besó con la misma pasión con que él la había besado a ella. Y, mientras lo besaba, las lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas sin que pudiera contenerlas. Pedro la amaba… ¡La amaba!
–Eso tiene que ser un «Sí», ¿No? –le preguntó él sonriente, cuando despegaron finalmente sus labios.
–¡Pues claro que sí! –respondió ella entre sollozos–. Al principio me decía que no estaba enamorada, que solo me había encaprichado de tí porque eras el primer hombre que llegaba a mi vida, pero no era solo eso. Lo que sentía por tí era real. Cuando nos separamos al volver del Caribe estaba destrozada. El solo imaginar el resto de mi vida sin tí era… ¡No podía soportarlo! Y ahora… Ahora además de mi adorado hogar, tengo algo que es infinitamente mas valioso para mí: Te tengo a tí, mi maravilloso Pedro…
–Entonces… –dijo Pedro levantando la mano en la que tenía el anillo–, ¿Lo hacemos oficial? –le preguntó con una sonrisa.
Paula extendió la mano y Pedro deslizó el anillo en su dedo, pero no le soltó la mano, sino que la miró a los ojos y le dijo:
–La primera vez que vine a esta casa tuve una visión: Me ví a mí mismo aquí, con una mujer a mi lado, formando juntos una familia. Creí que estaría ahí fuera, en algún lugar, y no me imaginé que todo ese tiempo había estado justo aquí, esperando a que la encontrara; esperándome –hizo una pausa–. Y ahora la espera se ha acabado. Ahora podemos disfrutar de esa vida juntos –la besó de nuevo, esa vez con ternura–. Salgamos fuera –le dijo–. Hace un día precioso, y quiero que las flores, el sol y el aire vean a mi preciosa prometida, a mi diosa, a mi leona.
–¿Puedo ser las dos cosas a la vez? –le preguntó ella, riéndose suavemente.
Pedro la miró con adoración y sonrió.
–Puedes ser todo lo que quieras, vida mía, mientras sigas queriéndome.
–Y tú a mí –respondió ella.
–Trato hecho –dijo Pedro, y la besó de nuevo.
Entrelazó el brazo de Paula con el suyo, y salieron de la biblioteca.
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