Pedro le acariciaba el cabello mientras le susurraba cosas en griego. No sabía qué significaban esas palabras, pero sí sabía que era el hombre más maravilloso del mundo, que tan generoso había sido con ella. Levantó la cabeza, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.
–Sigo sin entenderlo –le dijo–. Me has hecho este regalo tan increíble y aún no comprendo por qué querrías hacer algo así cuando tú mismo me has dicho que te quedaste prendado de Haughton la primera vez que viniste y querías convertirlo en tu hogar.
Pedro esbozó una sonrisa enigmática.
–Bueno, supongo que no me queda otro remedio que admitir que soy un tanto retorcido –le dijo, y de pronto se puso serio–. Me sentí fatal cuando me dí cuenta de lo equivocado que había estado, de cómo me había dejado engañar por Graciela y Jimena. Me repugnó tanto que hubiesen explotado de ese modo a tu padre, y que hubieran sido tan crueles contigo, que me propuse reparar esas injusticias arrancando la casa de sus garras y devolviéndotela, pero… –hizo una pausa y añadió con sorna–: Pero aunque estaba decidido a devolverte Haughton porque sabía cuánto amabas esta casa, también tengo que admitir que… Bueno, que también tenía otros motivos menos altruistas – había un brillo travieso en sus ojos–. Hace un rato te he dicho que me gustaría que esta pudiera ser mi casa, pero eso depende enteramente de tí. Así que… ¿Qué me dices? –le preguntó enarcando una ceja–, ¿Estarías dispuesta a compartir Haughton conmigo?
Ella lo miró confundida.
–¿Quieres decir… Como copropietarios? –aventuró.
Él sacudió la cabeza.
–No, quiero que Haughton sea tuyo y solo tuyo –respondió–. Yo estaba pensando en algo distinto.
–No comprendo…
–Entonces quizá debería explicártelo –le dijo Pedro.
La soltó, dió un paso atrás, y Paula lo vió meter la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacar una cajita recubierta de terciopelo. El corazón le palpitó con fuerza y se le cortó el aliento. Pedro hincó una rodilla en la alfombra y alzó la vista hacia ella.
–¿Querrás, mi hermosa, maravillosa y adorada Paula, concederme el honor, el grandísimo honor de hacer de mí el hombre más feliz del mundo?
Abrió la cajita, y Paula gimió al ver el anillo de rubíes que había dentro.
–Esperaba –dijo Pedro enarcando de nuevo una ceja– poder persuadirte con esto.
Era el anillo de compromiso de su madre, el anillo que su padre le había dado y ella había llevado en la fiesta de disfraces. Pedro se incorporó, sacó el anillo de la cajita, que volvió a guardarse, y se lo tendió, ofreciéndoselo de nuevo.
–¿Cómo lo has conseguido…? –le preguntó ella con un hilo de voz.
–Llamé al joyero y le compré el conjunto completo: El anillo, los pendientes, el collar y la pulsera –le explicó Pedro–. También obligué a Graciela y a Jimena a incluir en el contrato de venta de su parte de la casa todas las joyas que se habían quedado. Y en cuanto a las otras joyas y los cuadros y las antigüedades que vendieron, mis abogados están ocupándose de buscar a sus compradores para recuperarlos también. Como verás –añadió de nuevo con ese brillo travieso en la mirada–, he hecho todo lo que estaba en mi mano para persuadirte de que te cases conmigo, aunque aún no me has dado una respuesta.
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