Cuando Paula se despertó, estaba acurrucada de espaldas al cálido cuerpo de Pedro, cuyo brazo descansaba pesadamente en torno a ella. Podía sentir su respiración contra la espalda, y su aliento en la nuca. Notaba sus miembros pesados, cansados, pero era un cansancio delicioso. Sabía por qué él le había hecho el amor, que solo había sido otro intento de despegarla del hogar al que se aferraba y en el que él pensaba que se aislaba del mundo, pero no le importaba. No podía sino sentir una gratitud renovada por ese segundo regalo maravilloso que le había hecho, el hacerla sentirse deseada, y fue gratitud lo que le demostró cuando Pedro se despertó también y volvieron a hacer el amor. Una hora después los dos estaban desayunando juntos en albornoz en el salón de la suite. Mientras tomaba un sorbo de zumo de naranja, Pedro se recreó mirando a Paula: El cabello alborotado, la abertura del albornoz que dejaba entrever sus senos, y ese brillo que parecía desprender tras la noche de pasión que habían compartido. Paula, que estaba tomándose su café a sorbitos, le lanzaba miradas furtivas por encima de la taza, como si ella también quisiera devorarlo con los ojos, pero se sintiera demasiado tímida para hacerlo abiertamente. Él dejó su vaso en la mesa, tomó un cruasán y cortó un trozo con los dedos.
–Tenemos que ir a por tu pasaporte –le dijo.
Paula, que estaba absorta pensando en que le recordaba a un pirata así, sin afeitar, y en el poder de ese brillo de sus ojos, que la hacía derretirse por dentro, dió un respingo al oírle decir eso.
–¿Cómo? –inquirió confundida, parpadeando.
–Tu pasaporte –repitió Pedro. Esbozó una sonrisa, como divertido–. Para poder ir a visitar mi complejo turístico en el Caribe. Lo hablamos anoche en la cena, ¿Te acuerdas? Además, no habrás pensado que con una sola noche contigo me bastaría, ¿Verdad?
Observó a Paula mientras asimilaba sus palabras, unas palabras que ya se habían formado en su mente nada más despertarse. ¿Una sola noche con ella? ¡Ni hablar! No era suficiente; ni mucho menos.
Paula vaciló un instante. ¿Sería una locura que fuese con él a ese viaje?, ¿No estaba retrasando lo inevitable? «¡Ve con él!», la apremió su vocecita interior. «La fiesta de anoche, hacer el amor con Pedro… Ha sido como un sueño. ¿Cuándo volverás a vivir algo tan maravilloso? ¡Aprovecha el momento, ve con él!». Y él la deseaba; quería que fuese con él… Sus dudas se disiparon, su rostro se iluminó, y cuando él le preguntó: «¿Vendrás conmigo?», se dibujó una sonrisa radiante en sus labios y asintió.
–¡No hay paredes! –exclamó Paula sorprendida.
Acababan de entrar en el bungaló en el que iban a alojarse, que se alzaba sobre un risco poco elevado en la bahía del islote en el que estaban.
–No, solo mosquiteras –asintió Pedro.
La condujo hasta la puerta situada en el extremo opuesto, que también estaba formada solo por el marco y una tela mosquitera, y salieron a una amplia terraza.
–¿Te gusta? –le preguntó a Paula, apoyando las manos en la barandilla de madera.
A la izquierda había una escalera que bajaba hasta la playa de blanca arena, y Paula sintió como si el tranquilo mar, de un azul celeste, estuviera llamándola. Giró la cabeza hacia Pedro y con una mueca de fingido desagrado lo picó diciendo:
–¡Esto es horrible! ¿Cómo has podido traerme a un sitio así? Es que, ¡Por favor, si no hay un solo club nocturno, ni un solo restaurante de alta cocina! ¡Por no haber no hay ni paredes!
Ya no se sentía tímida ni insegura a su lado; de hecho, ahora se sentía muy cómoda con él, y había descubierto que le encantaba hacerlo reír y bromear con él como estaba haciendo en ese momento.
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