–Bueno, ya no tendrás que ir –le dijo, y tomó la pluma que había junto a los papeles y se la tendió.
Paula la tomó, vacilante, e inspiró, haciendo acopio de valor para firmar. ¿Qué otra cosa podía hacer? «Hazlo. Vamos, hazlo ya. Antes o después tienes que hacerlo. Haz de tripas corazón y firma». Acercó la pluma al papel que tenía delante, pero se detuvo antes de escribir nada porque la enormidad de lo que estaba a punto de hacer la había dejado paralizada. Levantó la cabeza y miró a Pedro desesperada.
–Paula, firma el contrato –le dijo él, plantando las manos en la mesa e inclinándose sobre ella–. Vamos, fírmalo.
La expresión de Pedro era implacable. Para un hombre como él, acostumbrado a hacer transacciones multimillonarias, aquello no era más que calderilla, una gota en el océano, cuando para ella lo era todo.
–Fírmalo –la instó de nuevo, con sus ojos fijos en los de ella–. Es por tu bien –añadió en un tono suave, aunque impaciente.
Paula agachó la cabeza, pasó una tras otra las páginas del contrato sin molestarse en leerlas, y cuando llegó a la última firmó despacio, muy despacio. Luego tragó saliva, volvió a ponerle a la pluma el capuchón y la dejó de nuevo en la mesa. «Ya está. Se acabó», se dijo. El que había sido su hogar ya no le pertenecía. Ahora no era más que otra propiedad en la cartera de inversiones de Pedro Alfonso. Ese pensamiento hizo que se le revolviera el estómago y, sin poder contenerse, le suplicó:
–Pedro, por favor… Sé que lo que hagas con Haughton no es cosa mía… Pero una vez esta casa fue un hogar, el hogar de mi familia, y fuimos muy felices aquí. Por favor… por favor, piensa que otra vez podría llegar a serlo, aunque sea para otras personas…
La expresión de Pedro era inescrutable. Se irguió, dió un paso atrás y miró a su alrededor antes de volver a posar sus ojos en ella.
–La primera vez que vine a Haughton –le dijo–, mi plan era, si me decidía a comprar la propiedad, revenderla, o alquilarla. Pero… –giró la cabeza hacia el ventanal, que se asomaba a los jardines–. Pero mientras la recorría me di cuenta de que no era eso lo que quería.
Volvió a girar la cabeza hacia ella, y Paula entrevió algo en sus ojos que hizo que su corazón palpitara trémulo, aunque no sabía por qué.
–Me dí cuenta –continuó Pedro en un tono distinto– de que quería esta casa para mí. De que quería hacer de ella mi hogar. Y sigo queriéndolo; sigo queriendo que sea un hogar.
Una profunda emoción embargó a Paula, que cerró los ojos con fuerza un instante.
–Me alegra tanto oír eso, Pedro… –le dijo al volver a abrirlos, con voz entrecortada–. Esta casa merece ser amada, y merece volver a ser un hogar feliz.
Y, sin embargo, le dolía el corazón. Era maravilloso saber que Pedro no iba a convertir la casa en un hotel, ni a vendérsela a alguien que ni siquiera haría uso de ella, pero el saber que quería que fuera su hogar, un hogar sin ella… Se le partía el alma al imaginárselo casándose con otra mujer, cruzando el umbral de Haughton con esa desconocida en brazos vestida de novia, al imaginárselos rodeados de niños con un árbol de Navidad en el salón, donde ella había abierto los regalos de niña con sus padres… Una fuerte punzada le atravesó el pecho. Se levantó, arrastrando la silla, y miró a Pedro con un nudo en la garganta.
–Sí, merece volver a ser un hogar feliz –murmuró Pedro con un tono extraño–. Y, aunque sé que quizá sea mucho esperar, me gustaría que pudiera ser mi hogar.
Paula se quedó mirándolo sin comprender. ¿Por qué decía eso? La casa ahora era suya; había firmado el contrato.
–Pero eso depende enteramente de tí –añadió él.
Ella lo miraba anonadada, y, si no hubiera estado tan confundida, habría visto el brillo travieso de los ojos de Pedro.
–Antes de firmar algo, siempre deberías leerlo –le dijo él con suavidad.
–Pero si es un contrato de venta –balbució ella–, por el cual accedo a venderte mi parte de Haughton…
–No –replicó él–. Léelo –dijo tomando el documento y tendiéndoselo.
Aturdida, Paula lo tomó y empezó a leerlo, pero estaba escrito en ese enrevesado lenguaje legal que empleaban los abogados y, nerviosa como estaba, era incapaz de encontrarle sentido a lo que estaba leyendo.
–Es un contrato de venta –dijo Pedro–, pero no eres tú quien vende –hizo una pausa–; soy yo.
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