Sus peores temores se hicieron realidad el verano que cumplió los ocho años. Entonces supo que ya era demasiado tarde; su madre había esperado tiempo suficiente para que su patito feo mostrara alguna señal de convertirse en cisne. Alejandra Chaves había llevado a Paula a ver a su abuela, Sara Schulz, le presentó a la anciana a quien nunca había visto y luego la abandonó a merced de su hosca abuela. Como adulta, Paula comprendía lo inestable, lo solitaria y descarriada que había sido su infancia. Vivir con su abuela había sido un infierno nuevo. Pero gracias a ella había llegado a conocer a su prima que vivía en el campo, Malena Bodine. Aunque la pequeña Malena, que tenía el pelo oscuro y era hermosa como un ángel, nunca pareció notar que Paula fuera fea. Jamás se burló de su cara ni de su pelo, y en ningún momento se mostró mezquina con ella. La madre de Malena acababa de morir y a su padre también le resultaba indiferente. Con tantas cosas en común, casi de inmediato establecieron un vínculo. Paula se había mostrado tan agradecida por la amistad incondicional de Malena, que cada noche durante aquella primera semana se había quedado dormida con lágrimas de felicidad en los ojos. Parpadeó para desterrar el aguijonazo sentimental. Malena... El doloroso dilema moral con el que llevaba semanas luchando provocó otra oleada de caos en su corazón. ¿Podría perdonar a su prima y mejor amiga por lo que había hecho? Sólo la distracción de la llamada de su madre podría haber acallado ese caos para brindarle un foco de atención lo bastante fuerte como para soslayarlo. Entró en la biblioteca y se detuvo muy cerca de la puerta. En cuanto tuvo la certeza de que se hallaba sola, se lanzó hacia el gran escritorio y recogió el auricular. Titubeó antes de hablar; cerró los ojos con fuerza, tratando de moderar su respiración agitada para sonar normal y sosegada. Se le aceleró el pulso hasta que el corazón le martilleó en el pecho.
-Paula Chaves-dijo con todo el aplomo e indiferencia que pudo acopiar.
Aferraba el auricular con tanta presión que le dolían los dedos.
-¡Hola, Paula! Santo cielo, pareces tan adulta... ¿Cómo estás, querida?
La pregunta de Alejandra era una practicada fórmula social, que no necesitaba respuesta. Paula se obligó a transmitir alegría a su voz y repuso en el mismo tono:
-¿Cómo estás tú, madre? Suenas maravillosa.
-Me he vuelto a casar -soltó Alejandra, como si no pudiera contenerse por la felicidad.
Paula se dejó caer despacio sobre el sillón giratorio que había detrás del escritorio y se mordió con fuerza el labio mientras escuchaba la voz entusiasmada de su madre. Con ése, ¿Cuántos maridos eran ya? Según ella, su nuevo esposo era un hombre mayor, muy rico, que la colmaba de atenciones y diversión y le hacía los regalos más exquisitos. Sus hijos adultos la adoraban, y en ese momento era abuela.
-Abuela política, desde luego -continuó Alejandra-. Claro está que nadie puede creer que sea lo suficientemente mayor para ser abuela... -rió-. Me aburre tanto que la gente constantemente comente que parezco demasiado joven para serlo. Estoy pensando en empezar a decir que soy su madre. Oh, son unos pequeños tan encantadores. Ya son tres... dos niñas preciosas, preciosas, y un niño muy atractivo...
Paula inclinó la cabeza, muy herida. Los «pequeños» debieron tener la buena suerte de nacer hermosos. ¡Y, Dios, tres!
-Andrés está ansioso por conocerte, querida -continuó su madre, ajena al silencio doloroso de Paula-. Quiere que vengas a pasar el fin de semana a Aspen. Todos los niños estarán aquí...
Paula alzó la cabeza con una agonía de esperanza y excitación. Su madre nunca, jamás, la había invitado a ninguna parte. Fue muy consciente del tiempo que hacía que no veía a Alejandra, ya que una parte de su corazón había mantenido la cuenta. Doce años, tres meses, unas semanas y un puñado de días... El recordatorio provocó un destello de furia al ver la verdad. Su nuevo marido, ¿Andrés?, debió haber formulado más preguntas que los otros hombres de su vida. Probablemente su madre se había sentido obligada a convocar al patito feo a su lado. ¿Habría averiguado de algún modo que Paula al fin se había convertido en un cisne? Al instante supo que de ella se esperaría que desfilara ante el nuevo marido de Alejandra y su familia política con el fin de proporcionarle a su madre errante algún tipo de legitimidad con ellos. Hastings debía ser multimillonario. Ese pensamiento cínico surgió de forma natural. Analizó las dos únicas opciones que tenía, sí o no. «Sí, iré hoy... No, tú nunca me has querido...»
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