¿Sí, al destello de esperanza? No a la pesadilla de la simulación. El dolor y el resentimiento de toda una vida avivaron su orgullo.
-No... no sé cuándo podré escaparme -se obligó a decir.
-¡Oh, querida, sólo estaremos aquí hasta el domingo por la tarde!
El gemido falso que Paula había olvidado encendió más furia antigua y le hizo apretar los dientes.
-Veré lo que puedo hacer, madre. Es tan difícil que pueda irme con tan poca antelación.
-Oh, cariño, por favor, inténtalo. Andrés y los niños se sentirán tan desilusionados. Yo quedaré destrozada si no logras venir... -dejó que la voz muriera como si la emoción le impidiera proseguir.
Alguien debía estar cerca de Alejandra para captar su lado de la conversación, lo que explicaba esa actuación merecedora de un Oscar. De pronto Paula se sintió profundamente asqueada.
-Lo intentaré, madre -respondió al fin.
-Oh, esa es mi adorada hija.
El tono de voz cambió con tanta rapidez a su expresión habitual que confirmó la sospecha de Paula de que la súplica de segundos atrás era una farsa porque tenía un público al que quería impresionar. Alejandra le transmitió una serie de indicaciones para llegar a la residencia de Aspen, una de las cinco casas que tenía Hastings en los Estados Unidos. Paula no se molestó en apuntarlas. Las recordaría todas como si se las hubieran marcado en el corazón con un cuchillo, ya que eran las palabras de su madre. Convencida de que su hija iría de inmediato a Aspen, su madre finalizó la breve conversación y colgó. Paula permaneció sentada con rigidez, mareada, con el corazón aún latiéndole con fuerza y el estómago revuelto. Al final se dio cuenta de que tenía pegado el auricular al oído. Lo apartó y lo dejó sobre el teléfono. La mano le temblaba con violencia. Se retiró a su dormitorio y pasó casi todo el viernes yendo de un lado a otro. ¿Cómo podía esperar Alejandra que se desviviera por ir a Colorado? ¿Cómo podía negarse? El dilema la tenía sumida en un mar de inquietud. Debatió la elección, reviviendo el dolor de toda una vida. Cuando esa noche se metió en la cama, la cabeza le palpitaba. Logró dormir sólo porque se hallaba extenuada. Por la mañana, se convenció de que tenía que ir y llamó a las aerolíneas de San Antonio para reservar un billete. No tardó en descubrir que el mundo había conspirado para retenerla en Texas al menos un día más. Al principio se sintió irritada al descubrir que todos los vuelos con conexiones a Colorado estaban cubiertos. A media mañana, se hallaba desesperada. Había intentado alquilar un avión privado en Coulter City, pero no había ningún piloto local disponible ese día, sin importar el dinero que ofreciera. Justo cuando se encontraba a punto de hacer las maletas e ir en coche a San Antonio para aguardar en la lista de espera o contratar un vuelo privado desde allí, alguien del aeropuerto local la llamó para informarla de que un piloto particular había tenido una cancelación y estaba disponible. Subió corriendo a su cuarto, donde una doncella le hacía las maletas.
-La de seda gris no, Carla-indicó irritada al sacar la delicada blusa para dejarla a un lado.
Supo que se había mostrado demasiado brusca, pero no le prestó atención al impulso de disculparse y fue de un lado a otro de la habitación mientras supervisaba la ropa que le guardaban. Era mejor no mostrarse demasiado accesible. No quería fomentar una relación personal con nadie de su personal de servicio. En el pasado había cometido ese error y había terminado por lamentarlo. Cada vez más inquieta, se dirigió al cuarto de baño para recoger ella misma sus cosas personales... Jamás le confiaba a una doncella la misión de garantizar que todo el maquillaje y los cuidados para el cabello estuvieran guardados en su neceser. Por último, se cambió de ropa. Eligió una blusa roja de algodón y unos pantalones caquis. Las botas bajas de andar que seleccionó estaban hechas de piel y ante finos. Las había elegido más por su aspecto elegante que por ser prácticas, pero hacían juego con su atuendo. La inseguridad hizo que retocara su maquillaje, comprobara la laca de sus uñas y se cepillara con cuidado el pelo antes de estudiar su imagen en el espejo. ¿La reconocería su madre? Giró la cabeza a un lado y a otro, buscando con ojos críticos algún destello de la niña fea que había sido. Sus frecuentes viajes a San Antonio para que le tiñeran el apagado rubio de su pelo con una tonalidad brillante próxima al platino compensaban de sobra el dinero y el tiempo invertidos en ello. Era fanática con los frecuentes retoques.
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