Paula miró el cronómetro, se puso el silbato en los labios y sopló para pitar el final del partido de lacrosse que estaba arbitrando. El viento frío que se había levantado la hizo estremecerse; cualquiera diría que procedía directo de la tundra, cientos de kilómetros al norte. Parecía que en Canadá la primavera estaba tardando más en llegar que en Inglaterra. Sin embargo, le estaba muy agradecida a la directora por haberle pedido que acompañara al equipo de lacrosse del colegio a ese partido en Ontario, aunque hubiese tenido que preparar la maleta con tan poco tiempo. La profesora que iba a haber ido con las chicas había tenido un contratiempo de última hora que le había impedido hacerlo. Y aún más agradecida se sentía de la invitación que le había hecho ese mismo día el director del colegio contra el cual jugaban de que trabajase allí ese semestre como profesora de intercambio. Nuevos horizontes, una nueva vida… Seguro que Pedro lo aprobaría. «No, no pienses en él», se dijo apartando de inmediato ese pensamiento de su mente. «No pienses en nada relacionado con él». Pedro ya no formaba parte de su vida. Ya no había nada que los uniera. Nada, excepto… Sintió una punzada en el pecho. Nada excepto ese lugar por el que tanto había luchado, el lugar del que una llamada a su abogado la había desgajado para siempre. Quizás allí, en Canadá, mientras se forjaba una nueva vida, podría empezar a olvidar el hogar que había perdido. Quizás también dentro de unos años podría olvidar al hombre que le había dado algo que jamás había pensado que pudiera tener, confianza en sí misma, y que ahora poseía lo que ella tanto había temido perder. Tal vez, aunque le resultaba difícil de creer, porque solo había un sitio en el mundo que consideraba su hogar, y solo había un hombre en la tierra con quien habría querido compartirlo. ¿Por qué lo echaba tanto de menos? ¿Por qué no podía pensar en otra cosa que en volver corriendo a su lado, ir con él allá donde fuera, aunque solo fuese hasta que se cansase de ella?
Pedro giró el volante para entrar en el camino de grava flanqueado a ambos lados por arbustos de rododendros color carmín. Un poco más adelante se extendían los jardines de Haughton y la casa, con la glicinia violeta en flor colgando sobre el porche. Tal y como le habían dicho Graciela y su hija, Haughton se mostraba en todo su esplendor a finales de primavera. Una honda satisfacción lo invadió mientras rodeaba la casa con el coche. Había conseguido exactamente lo que quería. Al estacionar en el patio de atrás, acudió a su mente el recuerdo del primer día que había visitado la propiedad. Y ahora Haughton era suyo. Sus labios se curvaron en una sonrisa, y sus ojos brillaban cuando se bajó del coche y fue hasta la puerta trasera de la casa. Por fin Haughton era suyo, y podría hacer con la propiedad lo que quisiera, sin más obstáculos ni impedimentos. Sacó las llaves del bolsillo del pantalón y abrió. Al entrar, se detuvo un momento en la cocina, donde Paula le había comunicado, con tanta vehemencia, su negativa a venderle su parte de la propiedad, que solo lo haría si un juez la obligara. Bueno, por suerte eso no había sido necesario, pensó esbozando una nueva sonrisa. Siguió por el pasillo hasta el salón. Hacía frío porque no estaba puesta la calefacción, ni encendida la chimenea, pero eso se solucionaría fácilmente. Miró a su alrededor, respirando el silencio de la vieja casona. «Está esperando», pensó. «Esperando a ser habitada de nuevo, a convertirse otra vez en un hogar lleno de vida, a ser querida y valorada». Recordó el día en que, de pie en ese mismo lugar, había sentido un impulso repentino e inexplicable, y había decidido que quería echar raíces allí y formar una familia. Por un instante sintió pesar por lo que había hecho, pero de inmediato ese pesar se disipó. Había hecho lo que tenía que hacer, y lo había hecho porque había querido. No podía sino sentirse satisfecho por lo que había conseguido. Y desde luego que no lamentaba el precio que había tenido que pagar para conseguirlo. En absoluto. Salió del salón, fue hasta la puerta principal, descorrió el cerrojo y la abrió de par en par. Solo hacía falta una firma más para que se consumara su propósito, para conseguir lo que quería. Y muy pronto la tendría…
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