Paula iba sentada en un taxi que la llevaba de la estación de tren a Haughton, y el dolor que la embargaba era tan profundo que se sentía como si algo estuviese muriendo dentro de ella. Aquella sería la última vez que entraría en la casa que había sido su hogar y ya no lo era. Esa mañana había llegado de Ontario, y solo iba a Haughton para recoger sus cosas y algunos recuerdos que aún guardaba de sus padres antes de volver a Canadá. Todo lo demás estaba incluido en la venta de la casa. Una venta que había sido llevada a cabo a una velocidad de vértigo después de que hiciera aquella fatídica llamada a su abogado para cederles la victoria a Graciela y a Jimena. Lo único que faltaba era que ella pusiera su firma en el contrato. Llamaría al abogado en el trayecto de vuelta a la estación. No sabía dónde estaban Graciela y Jimena, y tampoco le importaba. Solo sabía que habían firmado el contrato y habían abandonado Haughton. Seguramente estarían impacientes por recibir la transferencia de su parte de la venta para poder gastarse el dinero como habían hecho con el de su padre. Cerró los ojos con fuerza. No podía dejar que la ira y el rencor volviesen a apoderarse de ella. ¡No podía! Pedro tenía razón en lo que le había dicho: Esas emociones negativas habían estado royéndola por dentro demasiado tiempo. Tenía que empezar una nueva vida. Sin Haughton. Sin Pedro. Se sentía como si tuviera un puñal clavado en el pecho. «He perdido mi hogar y tengo el corazón hecho añicos», pensó con un nudo en la garganta. «Y no puedo soportarlo, pero tengo que volver a levantarme y seguir con mi vida».
–¡Pare, por favor!
El taxista dió un respingo, sobresaltado, pero frenó. Estaban a un par de metros de la verja de entrada a la propiedad, pero Paula quería cruzarla a pie una última vez. Con manos temblorosas sacó de su monedero un puñado de billetes para pagar al taxista. El hombre le entregó la vuelta y, después de darle las gracias, se bajó del vehículo. Arrastró su maleta de ruedas por el camino de grava, y un torbellino de emociones se revolvió en su interior. Era una agonía casi insoportable pensar que pronto lo único que le quedaría de su amado hogar serían sus recuerdos. «Pero una vez fui feliz aquí», pensó. «Y nadie puede quitarme esos recuerdos. Vaya donde vaya, esos recuerdos me acompañarán». Igual que siempre llevaría en su corazón el recuerdo de las maravillosas semanas que había pasado junto a Pedro, se dijo inspirando temblorosa. Al llegar a los jardines cruzó por el césped en dirección a la casa para acortar. «Esta será la última vez que vea la casa», pensó desolada. «La última vez…». Pero cuando alzó la vista se paró en seco al ver que allí de pie, en el porche, estaba Pedro. Él la observó mientras se acercaba. A través del colegio había averiguado a qué hora llegaba su vuelo y, sumándole a eso el trayecto en tren y taxi, había hecho un cálculo aproximado de a qué hora llegaría, y se había asegurado de estar allí él antes con todos los papeles preparados. Cuando ella llegó al porche vio que estaba muy pálida y que tenía el rostro contraído. Sintió una punzada en el pecho de verla así, pero reprimió esa emoción. No era el momento; tenía que cerrar aquel asunto lo antes posible.
–¿Qué estás haciendo aquí?
En cuanto esas palabras cruzaron sus labios, Paula se dió cuenta de lo estúpido que era que le hubiese hecho esa pregunta. ¿Que qué estaba haciendo allí? Era el nuevo propietario; tenía todo el derecho a estar allí.
–Estaba esperándote –dijo él.
Pedro se hizo a un lado, indicándole con un ademán que entrara en la casa en la que ahora era su casa, no la de ella, pensó Paula con pesar. O al menos ya no sería suya cuando firmara el contrato de venta. Ese debía de ser el motivo de que estuviese allí esperándola. Tendría prisa por que lo firmara y habría decidido llevarle los papeles para acabar cuanto antes. Y aun así… Llena de angustia, tragó saliva. ¿Por qué?, ¿Por qué tenía que hacerla pasar por ese calvario? Volver a verlo era como encontrarse con un oasis tras caminar durante días por el árido desierto.
–Ven –le dijo–, tengo los papeles en la biblioteca.
Ella dejó la maleta en el vestíbulo y lo siguió como una autómata. No podía despegar los ojos de él. Se sentía débil, sin voluntad y sin fuerzas… Pedro fue hasta el que había sido el escritorio de su padre. Encima estaban los documentos que tenía que firmar. Él le señaló la silla con un ademán. A Paula le temblaban las piernas, pero rodeó el escritorio y se sentó. Miró a Pedro, que se había quedado de pie frente a ella.
–Iba a ir al abogado después para firmarlos –balbució.
Él sacudió la cabeza.
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