martes, 19 de octubre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 48

Pedro no apartaba sus ojos de los de ella.


–Con ese contrato… –continuó Pedro, y lo vió tragar saliva, como si de pronto estuviera embargándolo la emoción–. Con ese contrato te vendo las dos terceras partes de Haughton que ya les he comprado a tu madrastra y a tu hermanastra, y que ahora… Que ahora te devuelvo a tí. Y te las he ofrecido por muy buen precio; estoy seguro de que hasta tu sueldo de profesora te alcanza para pagarme cien libras. ¿Qué te parece? Espero que te parezca un precio justo, porque acabas de firmar el contrato.


Paula no decía nada. Seguía mirándolo sin comprender, anonadada.


–No… no entiendo –dijo con un hilo de voz, dejando los papeles en la mesa.


Durante un tenso instante que se le hizo eterno, permanecieron plantados el uno frente al otro sin decir nada. Ella estaba blanca como una sábana y Pedro, como si ya no pudiera seguir conteniendo sus emociones, se desbordó igual que una presa.


–¿De verdad crees que te arrebataría tu hogar, después de que me arrancaras la venda de los ojos? –le espetó con sentimiento–. Después de que me contaras todo lo que les habían hecho pasar Graciela y Jimena a tu padre y a tí, supe que solo podía hacer una cosa. Y ahora… –suspiró aliviado– ya está hecho. Llamé a mi abogado de inmediato, en cuanto te fuiste, localizó a tu madrastra, que estaba de vacaciones en España, y le dijo que quería comprarles sus dos tercios de la propiedad, aunque tú no estuvieras dispuesta a venderme tu parte. Y según parece –añadió en un tono sarcástico–, no se lo pensó dos veces: agarró la oportunidad como si fuera un collar de diamantes que alguien estuviera agitando ante ella. Mi abogado me llamó cuando estaba en el Golfo para decírmelo, y entonces supe que por fin era libre para hacer lo que acabo de hacer: Asegurarme de que Haughton volviera a tus manos.


Paula lo escuchaba en silencio sin atreverse a creer aún lo que le estaba diciendo, sin atreverse a creer que acababa de recuperar su querida casa por nada, por solo cien libras… No podía creerse que Pedro le hubiese hecho un regalo tan maravilloso. De pronto le faltaba el aliento, y el corazón le latía con tanta fuerza que lo sentí amartilleando el su pecho.


–¿Por qué? –fue lo único que acertó a decir en un murmullo–. ¿Por qué, Pedro? –inspiró temblorosa–. ¿Por qué habría de importarte lo que Graciela y Jimena nos hicieron a mi padre y a mí? ¿Por qué habrías de hacerme un regalo tan maravilloso como este?


Él seguía mirándola, y la expresión de su rostro le hizo albergar esperanzas, pero le parecía tan imposible que algo así pudiera sucederle a ella…


–¿Por qué? –repitió Pedro.


Pero no le respondió, sino que tomó su mano y escrutó su rostro. A Paula le flaqueaban las rodillas y lo miraba como si aquello no pudiese ser real. Que el hombre que le había devuelto la confianza en sí misma, le hubiese devuelto su hogar también… Una gratitud infinita la embargó. Estaba abrumada.


–¿Te preguntas por qué? –murmuró Pedro con esa voz acariciadora. Tomó su otra mano–. Paula, Paula… Mi hermosa, encantadora y apasionada Paula… ¿De verdad que no tienes la menor idea de por qué he hecho esto? –le preguntó, fingiéndose dolido–. ¿No acabo de decirte hace un momento que cuando visité Haughton por primera vez supe que quería que este fuera mi hogar? Sentí que había algo en este lugar, en esta casa, que me llamaba. Después de todos estos años yendo de un sitio a otro, sin un hogar, había encontrado un sitio que me decía que me parara… Y que me quedara. Que construyera una nueva vida aquí. Por eso estaba tan empeñado en comprar esta casa. Por eso estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguir que fuera mía. Hasta el punto de llevarte de viaje conmigo para mostrarte todo lo que podía ofrecerte el mundo si renunciabas al lugar que quería para mí –le confesó con una triste sonrisa–. Sé que no hice más que insistirte e insistirte, pero… Es que había estado intentando encontrar una explicación a esa obstinación tuya a vender tu parte, y tu madrastra y tu hermanastra me habían dicho que estabas obsesionada con la casa, que no habías aceptado que tu padre volviera a casarse, que siempre las habías visto como a unas usurpadoras –sacudió la cabeza–. Y yo me acordaba de mi infancia, de que mi padrastro nunca me había querido, que siempre pareciera ofenderle mi mera existencia. Para él nunca fui más que un estorbo, aunque bien que me hacía trabajar en su negocio, nunca fui otra cosa que un mocoso con el que había tenido que cargar. Y puede que… puede que por eso estuviese tan dispuesto a creer lo que Graciela y Jimena me dijeron de tí. Me convencí de que tu resentimiento hacia ellas te estaba enajenando, que te mantenía encadenada a este lugar, y que veías el negarte a venderlo como tu único modo de castigar a Graciela por haberse casado con tu padre y haber ocupado el lugar de tu madre.


Los ojos de Paula se llenaron de dolor mientras lo escuchaba, y la voz le temblaba ligeramente cuando respondió.


–No, me alegré cuando mi padre me dijo que se iba a volver a casar. ¡Me alegré tanto por él! Lo había pasado muy mal tras la muerte de mi madre, y yo quería volver a verlo feliz. Y pensé que, si Graciela lo hacía feliz, yo también sería feliz. Intenté que Jimena y ella se sintieran a gusto con nosotros, e intenté hacerme amiga de ella… –se le quebró la voz–. Bueno, ya te conté cómo se portaron. Y si, a pesar de su desdén hacia mí, hubiera visto a mi padre más feliz, lo habría soportado, pero a los pocos meses de la boda mi padre comprendió que Graciela solo se había casado con él por su dinero… – apretó los labios–. Y lo peor era que no había nada que pudiera hacer. Si se hubiera divorciado de Graciela, ella se habría llevado la mitad de todo lo que tenía; le habría obligado a vender Haughton y a darle a ella una parte del dinero de la venta. Así que siguió pagando todos sus caprichos. Yo, que no quería causarle más dolor, le ocultaba el modo en que me trataban, le ocultaba que Jimena había convertido mi día a día en el colegio en un infierno, que se burlaba de mí porque no era delicada como ella, y me repetía que era repelente hasta que llegué a creérmelo y… –volvió a quebrársele la voz y tuvo que hacer una pausa antes de continuar–. No quería que mi padre se preocupara, y cuando murió casi sentí alivio de poder dejar de fingir. Al menos podía enfrentarme abiertamente a Graciela y a Jimena, y aunque sabía que sería imposible evitar que al final vendieran Haughton, me propuse luchar contra ellas con uñas y dientes para ponérselo lo más difícil posible – sacudió la cabeza–. Tienes razón: Estaba usando Haughton como un arma contra ellas; la única que me quedaba –su mirada se ensombreció–. Pero, cuando volví aquí después de que regresáramos del Caribe y me marchara enfadada del hotel, comprendí que… Comprendí que había cambiado y que era verdad lo que me decías, que estaba haciéndome daño. Así que decidí que era el momento de rendirme. Ellas habían ganado, yo había perdido, y lo único que podía hacer era marcharme e iniciar una nueva vida en otro sitio, en cualquier otro lugar –inspiró temblorosa–. Pensaba que esta… Que esta iba a ser la última vez que viera mi hogar.


Pedro negó con la cabeza y en un tono muy suave le dijo:


–Pero ahora esta casa es tuya, para siempre, y nadie podrá volver a amenazarte con arrebatártela.


Un gemido ahogado escapó de la garganta de Paula, luego un sollozo, y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Pedro la rodeó con sus brazos y ella se aferró temblorosa a él mientras lloraba de emoción, de alivio y de incredulidad, porque no se podía creer que aquello fuera real, que el miedo y la angustia ante la idea de perder su hogar se hubiesen desvanecido de un plumazo… Para siempre. Y era gracias a Pedro.


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