jueves, 28 de octubre de 2021

Indomable: Capítulo 8

El rostro de Pedro se veía bronceado y cincelado con dureza, pero brutalmente atractivo de un modo similar al de los hombres del oeste que pasaban los días a la intemperie trabajando con animales peligrosos. Con la mente aún abotargada se dio cuenta de que peligroso era la palabra para describir el aspecto de Pedro Alfonso. Era en un cien por cien un tejano dominante, desde la corona de su Stetson hasta el tacón de sus botas vaqueras. En nada parecido al suave y dulce Damián. Jamás como él. Entonces, ¿A qué se debía esa súbita agitación con Pedro, esa repentina fascinación por un hombre demasiado áspero y masculino para sus gustos refinados? Giró la cabeza para no tener que mirarlo. Se sentía tan mareada. Sin duda esas impresiones desbocadas y las sorprendentes reacciones se debían a su estado físico. El brusco zarandeo de la avioneta hizo que se sacudiera. Se sintió dominada por un inmenso alivio al ver que habían aterrizado. Aún le daba vueltas la cabeza cuando él detuvo el aparato y apagó los motores. Sentía tantas náuseas que no se atrevía a moverse. Cerró los ojos mientras aguardaba que el estómago se tranquilizara.


-¿Ha comido algo hoy?


La hosca pregunta le irritó los nervios. La náusea regresó unos instantes antes de volver a desaparecer. La afirmación que le dio fue una mentira. Reconocer que había estado demasiado nerviosa para comer le revelaría una debilidad que Paula consideraba mucho peor que marearse.


-Puede comprar un sándwich en la cafetería que hay allí. Me reuniré con usted cuando el avión haya repostado -Paula no respondió hasta que le tocó el brazo. El terremoto que él provocó la sacudió. Se irguió y se sentó más recta-. Vamos, princesa. Salga de aquí.


Las palabras hostiles fueron su única advertencia antes de verse sacada a la fuerza del asiento. Asustada, manoteó en busca del bolso y trató de salir del avión por sus propios medios. Pero tenía los brazos y las piernas torpes, y la cabeza como un torbellino. Pedro la alzó como si no pesara más que una molesta maleta. Era como una gigantesca ola cálida, que llevó su pequeño cuerpo por delante de él hasta depositarla sobre los pies detrás de un ala del avión. Sintió los huesos como gelatina y se apoyó en él, aferrándose a su cintura estrecha como mejor pudo mientras trataba de recuperar las fuerzas. La sensación de la dura y bien definida masculinidad de Pedro le devolvió la fortaleza, aunque la recorrió un nuevo tipo de debilidad que aminoró su recuperación.


-¿Saco el frasco de sales o se está insinuando conmigo?


Ella tardó unos segundos en asimilar sus palabras. La idea la indignó. Fue sorprendente la rapidez con que sus piernas se recuperaron y pudo sostenerse por sí sola.


-Dios no lo quiera -las palabras cáusticas salieron de su boca antes de que pudiera comprender la fuerza del golpe sobre un ego masculino. Casi todos los hombres tenían unos egos frágiles. Por lo general, no le importaba si debía pisotear uno, pero necesitaba la buena disposición de Pedro.


Alzó la vista para calibrar su reacción, pero las gafas de sol ocultaban sus ojos. Lo que pudo ver de su cara indicaba una total inmunidad a la puya. Por supuesto. Un hombre que había conseguido tanta riqueza y poder como Pedro Alfonso no podía tener un ego frágil. Orgullo, tal vez. Un orgullo excesivo. Pero no había nada de frágil en la torre de masculinidad que se alzaba ante ella.


-De paso pídame una taza de café -dijo; luego dió media vuelta y se dirigió al hangar sin mirar atrás.


Paula logró comer una buena parte de la ensalada y la tostada que pidió antes de que Pedro se reuniera con ella en la cafetería. Después de poco más de una hora en tierra, volvían a despegar. Se sentía mejor, pero no era capaz de superar el nerviosismo que le producía la avioneta. Aunque no se sentía mucho más segura en un avión grande de línea regular, los pequeños siempre le daban la sensación de que surcaba el espacio en una lata de refresco. Pedro y ella no hablaron, y al rato se quedó medio adormilada cuando la tensión del día pudo con ella y el zumbido del motor la arrulló. Fue el sonido raro del motor lo que la despertó más tarde. Al principio pensó que iban a aterrizar. Pero no se le pasó por alto el sonido seco de un motor fallando y la vibración irregular que sacudía al aparato. El terror la despertó del todo. Giró la cabeza. 

Indomable: Capítulo 7

Paula se hallaba inmóvil a su lado, con una postura tan recta que tendría que haberle roto la columna. Su arrogancia lo divertía. Estaba demasiado llena de sí misma; el dinero había estropeado a la dulce niña que había sido. Era prueba viviente de que no resultaba saludable conseguir todo lo que se quería. Un cuerpo debía tener algo importante que anhelar, un motivo para soñar. Volvió a meditar en lo mucho que había cambiado. Su prima, Malena Bodine, y ella habían sido íntimas en el pasado. Pero hasta donde él sabía, llevaban años sin hablarse. No era un secreto que Paula culpaba a Malena de la muerte del chico del que había estado enamorada en el instituto. Damián Duvall había sido un juerguista, consentido por su madre y su padrastro, y destinado a tener problemas, pero la tímida y sencilla Paula había estado loca por él. Cuando Beau murió, quedó devastada y, como todo el mundo, había culpado a Malena. Fue en los últimos meses, después de que ésta regresara a Texas, cuando se hizo pública toda la verdad sobre la muerte de Damián. Malena no sólo había recuperado la amistad de los demás, sino que se casó con el hermano mayor de Damián Duvall, Rafael. Paula era la única persona que no había sido capaz de aceptar lo sucedido realmente cuando murió. El motivo que tenía para ser el último bastión probablemente radicaba en algo que él desconocía. Rara vez había tenido contacto personal con ella. En cuanto llegaran a Colorado y siguieran sus distintos caminos, no tendría motivo alguno para volver a verla. Aunque ambos vivían en la misma parte de Texas y eran ricos, sus estilos de vida diferían demasiado para permitir algo más que un reconocimiento distante. Paula no podía relajarse. Su cólera se había desvanecido, sustituida por el agónico temor que le producían las avionetas. Como en esa época no confiaba en nadie, nadie llegaría a conocer la magnitud de lo que estaba dispuesta a pasar por ver a su madre. El Cessna parecía abarrotado y frágil. Se sacudía con cada pequeña ráfaga de aire. El movimiento constante la mareaba, y cuanto más volaban, más se acentuaba. Después de horas de vuelo, sentía tantas náuseas que apenas podía mantenerse erguida. Se había apoyado en el asiento, tan desgraciada que temblaba.


-Tiene la cara de una tonalidad verdosa, señorita Chaves-la sosegada observación de Pedro le provocó una fuerte contracción-. ¿Necesita un cubo?


La tosca pregunta le provocó una imagen enfermiza en la mente. Recurrió a la distracción del sarcasmo y con los dientes apretados soltó:


—Su regazo me bastará, señor Alfonso.


La súbita caída del aparato estuvo a punto de sacarle el estómago por la boca. Cerró los ojos con fuerza y jadeó mareada mientras el avión comenzaba a descender. Fue consciente de la mano que alargó Pedro hacia la radio, pero no pudo seguir lo que dijo. Su atención se había concentrado en el sonido bajo y tranquilizador de su voz. El alivio inesperado de su tono masculino se deslizó por sus nervios a flor de piel y, de algún modo, logró aplacarlos. La extraña reacción provocó una pequeña oleada de sorpresa que la impulsó a girar la cabeza apoyada en el respaldo para mirarlo. Pedro Alfonso era atractivo de una forma ruda. Su complexión de hombros anchos y de un metro noventa de estatura parecía llenar la cabina de la avioneta, haciendo que pareciera aún más abarrotada. Tenía el brazo y el costado a unos centímetros de distancia, pero el calor que emanaba llegaba hasta ella. Era un calor agradable, varonil. El aguijonazo de culpa que experimentó la asombró hasta que se permitió reconocer su procedencia. Damián Duvall. Amó a Damián profundamente. Todavía lo amaba. Había sido muy atractivo. El amor por la vida había ardido con dolorosa intensidad en sus ojos azules, en su rostro bronceado, en todo lo que decía, hacía y quería de la vida. Había sido divertido, bromista, irreverente y osado. Por ese entonces Paula se sentía tan reprimida, tan poco amada, tan fea que cuando un joven atractivo, vital y estimulante le prestó la más mínima atención, se había enamorado loca y perdidamente de él, consciente de que el arrebatador Damiá  Duvall jamás podría amarla. Pero sí la amó. El milagro de aquello aún la dejaba pasmada, todavía le proporcionaba a su anhelante corazón algo que lo sostenía, aunque Damián llevaba años muerto. Él afecto que él le profesó había sido como un cuento de hadas hecho realidad. La había hecho sentir deseada, especial, hermosa y, de algún modo, provocó la sorprendente transformación de patito feo en cisne... Pedro giró la cabeza para mirarla. Aunque Paula estaba recordando a Damián, lo había hecho sin apartar la vista de él. Comentó algo y la mirada borrosa se posó en sus labios. Exhibían una definición marcada, con una especie de implacabilidad masculina que hizo que el corazón le aleteara a pesar de lo mal que se sentía. 

Indomable: Capítulo 6

Fue tras él, obligada a adoptar un ritmo poco femenino para alcanzarlo.


-¡Señor Alfonso! -la insinuación de ira debajo de su tono suave había funcionado con muchos otros. En última instancia, sólo conocía un modo de imponer su voluntad y conseguir que la llevara a Colorado-. Como ya he dicho, es muy importante que llegue a Aspen esta noche -insistió al llegar a su lado.


Las largas zancadas de Pedro no se redujeron.


-Eso ha dicho -corroboró-. «No es algo de vida o muerte, pero le anda cerca» -citó al llegar al pequeño avión. Se detuvo y tiró el bolso cerca de la cola del aparato, luego se volvió hacia ella-. Pero no lo bastante cerca de la vida o la muerte como para que usted considere emplear unas palabras tan corrientes como por favor.


Pedro observó que los labios de Paula se separaban, vió la sorpresa en sus ojos que ahogó la arrogancia de su rígida expresión. Era evidente que palabras como «Por favor» y puede que incluso «Gracias» no formaban parte habitual de su vocabulario. Contempló su expresión paralizada, un poco sorprendido consigo mismo por haberle brindado la leve oportunidad de estropear un día que había empezado bien. Por otro lado, había algo retador en una mujer espléndida de lengua afilada que intimidaba a casi todos los hombres. Por lo general, no quería saber nada de alguien tan egoísta y arrogante como Paula Chaves. Su impecable aspecto indicaba una vanidad excesiva, y ganaría si apostaba que jamás se había abierto lo suficiente a un hombre como para dejar que éste le hiciera olvidar su aspecto. ¿Qué haría falta para conseguir que una mujer así se ablandara? ¿Su legendario malhumor nacía de la mezquindad o se había consentido y cedido a todos sus gustos por la riqueza heredada? ¿Había una pasión real detrás de su belleza fría y rubia o toda ella era de hielo? Sus padres la habían abandonado en manos de su abuela, que la había amedrentado de forma implacable. Sabía que no había tenido una vida fácil. Tampoco él, pero lo había superado y había ganado varias fortunas al ver el potencial en propuestas perdedoras y asumir grandes riesgos. Y a pesar de su deslumbrante belleza y riqueza, Paula Chaves era una propuesta perdedora. Quizá no tuviera nada que valiera la pena conquistar, pero si lo había, podría ser divertido descubrirlo. Lo único que arriesgaría de verdad serían unas pocas horas encerrado con ella en una avioneta. No obstante, la dejaría allí mismo en la pista si no era capaz de bajar esa actitud altanera el tiempo suficiente para realizar una propuesta correcta que incluyera las palabras «por favor». Había tenido tantos problemas con «Discúlpeme» que «Por favor» tal vez fuera más de lo que era capaz de sobrellevar. Esperó mientras los segundos se alargaban y la observó mientras el rubor en sus mejillas se acentuaba. Justo cuando estaba a punto de recoger el bolso para meterlo en el avión, la mirada de ella vaciló y la apartó. La vió alzar la barbilla en gesto desafiante ante su pequeña derrota. No lo miró a los ojos; probablemente temía vislumbrar una insinuación de triunfo. Si la situación se hubiera invertido y fuera ella quien tuviera la ventaja, no le cabía ninguna duda de que habría visto triunfo en sus ojos.


-Es importante que llegue esta noche a Aspen, señor Alfonso -era obvio que las palabras mesuradas y el tono neutral la agobiaban-. Por, por favor, ¿Podría tomar en consideración llevarme a Colorado con usted?


La expresión que puso al pronunciar eso, como si se hubiera visto obligada a consentir el acto más espantoso e inmoral en la historia del hombre, le provocó una risita. Esos ojos azules saltaron para establecer contacto con los de Pedro, y él vió la conflagración que estalló en sus claras profundidades. Estaba furiosa, pero, debía reconocer a su favor, no se abatió sobre él. Apretó los labios con tanta fuerza que parecieron una línea incolora.


-Vaya a buscar su equipaje y colóquelo junto al mío mientras preparo la ruta de vuelo.


El nuevo destello de furia le indicó que la orden había acumulado otra indignidad en su orgullo herido. Tampoco él había empleado «Por favor», pero lo había hecho adrede. Notó que ella lo sabía.


Con el rostro acalorado por el temperamento que ambos tenían la certeza de que no se atrevería a descargar en él, Paula dió media vuelta y regresó a la colección de maletas con sus iniciales grabadas que había cerca del hangar. Pedro dedicó unos momentos a verla caminar, admirando el leve contoneo de sus caderas que la postura rígida no lograba reprimir del todo.

Indomable: Capítulo 5

Aunque tampoco era un hombre que mostrara deferencia con mucha gente. Era demasiado duro y millonario para ser intimidado, y aunque el antiguo vaquero probablemente era más rico que ella, su falta de educación, había oído decir que no había completado el instituto, y su pasado como peón de rancho lo excluían de ser un miembro íntimo del pequeño círculo privilegiado de Coulter City y sus alrededores. Sospechaba que a un hombre como él jamás se lo podría comprar o sobornar, y la única intimidación que surtiría efecto en él era la extraña intimidación que de pronto sintió ella. Plantó una leve sonrisa en su rostro para irradiar la amigabilidad que necesitaba proyectar, pero la necesidad de hacerlo hizo que apretara los dientes. Podría encontrar otro vuelo, pero poco factible antes del día siguiente. La posibilidad de que al día siguiente fuera demasiado tarde fue lo que la impulsó a tomar en consideración el empleo del encanto.


-¿Señor Alfonso? -comenzó cuando al fin lo alcanzó-. Tengo entendido que va a volar a Colorado -esas gafas con espejo se posaron en ella unos momentos mientras caminaban juntos. Ella se obligó a sonreír aún más bajo su escrutinio, aunque el esfuerzo pareció una mueca incómoda-. Estoy más que dispuesta a pagarle -añadió, luchando por mantener la voz razonable y agradable. La sorpresa de su silencio hizo que aminorara el paso. Al ver que el otro continuaba, titubeó y corrió en pos de él, molesta por la indignidad de tener que perseguirlo-. He de llegar a Colorado por la noche, señor Alfonso -llamó, cada vez más frustrada. 


Con las mejillas acaloradas por la humillación, echó un rápido vistazo hacia la oficina y el hangar para ver si alguien los miraba. Y al siguiente instante chocó con la espalda de Pedro. Éste había aminorado la marcha cuando ella no miraba. Jadeó y saltó atrás como si la hubieran quemado. Y así había sido. El calor de su cuerpo grande y de sus ropas calentadas por el sol la había abrasado; apenas pudo contenerse de evitar inspeccionarse en busca de algún daño. Pero él se había vuelto y la línea de su boca atractiva la advertía de que estaba irritado. Sabiendo que debía mostrarse cortés si quería tener alguna esperanza de convencerlo de que la llevara a Colorado, volvió a obligarse a exhibir una sonrisa tan nerviosa y antinatural como la anterior. 


-Lo siento, señor Alfonso. No esperaba que frenara tan... Bruscamente -la disculpa daba a entender de forma automática que él era el culpable por detenerse, lo cual era cierto. Pero no aceptaba la culpa con facilidad. Paula lo notó por el endurecimiento de la mandíbula firme. Obligada a recuperarse del desliz, se vió forzada a añadir-: Durante un instante no miré por dónde iba - titubeó, dándose un instante para ocultar la aversión que experimentaba por disculparse dos veces-. Discúlpeme.


No se había percatado de lo alto que era Pedro Alfonso ni de los hombros anchos que tenía hasta que quedó a medio metro de distancia. La parte superior de su cabeza apenas le llegaba a los hombros. Los espejos de sus gafas estaban inclinados hacia ella, y ver los reflejos gemelos de sí misma hizo que se sintiera aún más pequeña. Y que se sintiera más frágil y femenina que nunca fue una pequeña sorpresa. Pero acababa de chocar contra su cuerpo duro, y la impresión de su sólida masculinidad aún vibraba en su interior. Él no habló, sólo la contempló desde su altura superior como si ninguna de sus disculpas hubiera bastado. Frustrada por su taciturnidad y sin saber cómo tratar de forma eficaz con él, aprovechó la atención individualizada que le prestaba.


-Tengo un motivo muy importante para llegar a Colorado, Aspen, esta noche, señor Alfonso -aguijoneada por la persistencia de su silencio, apretó los dientes y se obligó a continuar-: No es algo de vida o muerte, pero le anda cerca. Estoy dispuesta a pagar por su tiempo y las molestias que le pueda causar... Doblo la tarifa que pidió el otro piloto.


Al fin él reaccionó. Pero el gesto cínico de su atractiva boca fue de una superioridad insultante. Nadie miraba con desdén a Paula Chaves.


-No estoy en alquiler, señorita Chaves-dió media vuelta y se marchó.


La frustración de Paula se elevó tanto que se sintió mareada. Tenía que ir a Colorado. Y aunque podía conducir hasta San Antonio para intentar tomar un vuelo desde allí, nada garantizaba el éxito. Pedro Alfonso iba a Colorado en ese momento. Además, ya había comprometido demasiado su dignidad para aceptar una negativa. La resistencia que mostraba con ella, a pesar de que se esforzaba por mostrarse amable, resultaba ofensiva. Degradante. La imagen que brilló en su mente, la reacción de su madre cuando al fin posara los ojos en el patito feo que se había convertido en un cisne, avivó su determinación. Quizá Alejandra lamentara los años de indiferencia. Una parte secreta del corazón de Paula esperaba que su madre se arrepintiera de haberla abandonado, pero sin la ayuda de Pedro Alfonso quizá jamás sucediera. Si no llegaba a Colorado ese día o a la tarde del día siguiente, sólo Dios sabía cuándo su madre volvería a ponerse en contacto con ella, si es que lo hacía.

martes, 26 de octubre de 2021

Indomable: Capítulo 4

El largo hasta el cuello, con la parte de atrás levemente más corta que los costados, era sencillo, elegante y fácil de mantener. Su piel era clara y la serie de productos que empleaba para su cuidado la mantenía impoluta. Sus rasgos delicados se habían suavizado, sus dientes eran de un blanco intenso y perfectamente rectos después de años de ortodoncia, y su esbelta figura exhibía unas curvas femeninas que mantenía con rigidez con una dieta. Sólo el azul profundo de sus ojos era el mismo. Cuando se sentó en el asiento trasero del Cadillac y el chofer cerró la centelleante puerta negra, el corazón le palpitaba de excitación y temor. En unos segundos avanzaron por las calles de Coulter City en dirección al pequeño aeropuerto situado más allá de la entrada de la ciudad.


-¿Qué quiere decir con que no me puede llevar a Aspen?


Aunque la educada voz femenina no sonó ni alta ni aguda, llegó desde el hangar junto a la pista hasta donde Pedro Alfonso había estacionado su Jeep. Al instante reconoció el tono frío y desdeñoso y sintió que se le agriaba el buen humor. Era evidente que Paula Chaves , la reina de Coulter City, intentaba comprender el significado de la palabra no. Una sonrisa sombría levantó sus labios mientras sacaba su equipo del Jeep y cerraba la puerta. Hermosa, elegante y asquerosamente rica, la señorita Chaves debería ser una de las herederas más perseguidas de Texas. Pero, a cambio, los hombres evitaban su lengua afilada con tanta diligencia como esquivarían un hormiguero gigante. Cualquier hombre con sentido común descubría en el acto que ninguna cantidad de dinero resultaba compensación adecuada para el infierno que tendría que soportar si se enredaba con ella. Uno o dos cazafortunas habían sido lo bastante valientes como para probarlo, pero ella poseía la capacidad de hacer que cualquier hombre lo bastante tonto como para acercársele huyera despavorido. Apenas debía tener veintitrés años, pero observaba el mundo con el cinismo y la arrogancia de una mujer amargada del doble de su edad. Su abuela, Sara Schulz, había sido igual, aunque la edad y la mezquindad la habían vuelto mucho peor. Paula no siempre había sido así. Pedro había trabajado en el rancho que su abuela tuvo durante muchos años. Recordaba a Paula como a una adolescente torpe y flaca con el pelo revuelto y la boca llena de alambres. Entonces había sido una joven dulce, tímida, de voz suave y cortés con todo el mundo.  Pero esa joven dulce y tímida había crecido hasta convertirse en una belleza consentida e indulgente consigo misma, tan cambiada que ya no quedaba rastro de la niña que había sido. Al dejar atrás la esquina del hangar para dirigirse al sitio donde tenía su pequeño avión, al fin pudo ver a Paula con el piloto, Luis Grant.


-Usted aceptó llevarme a Colorado, señor Grant -continuó con esa voz imperiosa que era como papel de lija sobre los nervios de él.


-Es un largo vuelo, señorita Chaves, y...


-Quiere más dinero -no era una pregunta. La voz suave había descendido, haciendo recordar el gruñido de advertencia de un gato.


-No, señorita -dijo Luis, sacudiendo la cabeza como si estuviera ansioso por corregir la impresión de ella-. Pero mi esposa ha decidido que me había visto poco estos días y no tolerará que me ausente casi todo el fin de semana después de la cancelación de mis otros pasajeros. Dijo que me quería en casa.


-Qué dulce -el comentario de Paula fue venenoso, y Luis se movió nervioso de un pie a otro.


Pedro pudo imaginar la mirada que le lanzaba al pobre, aunque sólo veía su perfil al pasar a unos metros de donde se hallaban. En ese momento Luis lo avistó y agitó el brazo para captar su atención.


-Ahí tiene a Pedro Alfonso, señorita Chaves. Tengo entendido que va a volar a Aspen... ¡Eh, Pedro!


Paula se volvió para mirar en la dirección que indicaba Luis Grant. El piloto emprendió el trote para interceptar a Pedro Alfonso. Mientras miraba, Luis la señaló con un dedo pulgar, dijo algo demasiado bajo para que pudiera oír y luego dio la vuelta para regresar a toda prisa hacia la oficina de pista. Irritada porque el piloto la hubiera distraído para escapar de ella, se puso rígida cuando sintió la mirada de Pedro. Llevaba unas gafas de sol de espejo. La sombra del sombrero Stetson negro habría hecho imposible leer la expresión en sus ojos a esa distancia, pero las gafas proyectaban un retraimiento que lo hacía parecer inabordable. Vió que tensaba la boca antes de apartar la vista y continuar su camino. Reacia a dejar que se le escapara esa oportunidad, fue tras él. Aunque sentía aversión por los hombres como Pedro Alfonso, directos, poco educados y con imagen de machos, toleraría unas horas de su presencia si podía llevarla a Aspen. El instinto más que la experiencia pasada le indicó que era uno de los pocos hombres de esa parte de Texas al que nada impresionaban su nombre o su fortuna. 

Indomable: Capítulo 3

¿Sí, al destello de esperanza? No a la pesadilla de la simulación. El dolor y el resentimiento de toda una vida avivaron su orgullo.


-No... no sé cuándo podré escaparme -se obligó a decir.


-¡Oh, querida, sólo estaremos aquí hasta el domingo por la tarde!


El gemido falso que Paula había olvidado encendió más furia antigua y le hizo apretar los dientes.


-Veré lo que puedo hacer, madre. Es tan difícil que pueda irme con tan poca antelación.


-Oh, cariño, por favor, inténtalo. Andrés y los niños se sentirán tan desilusionados. Yo quedaré destrozada si no logras venir... -dejó que la voz muriera como si la emoción le impidiera proseguir.


Alguien debía estar cerca de Alejandra para captar su lado de la conversación, lo que explicaba esa actuación merecedora de un Oscar. De pronto Paula se sintió profundamente asqueada.


-Lo intentaré, madre -respondió al fin.


-Oh, esa es mi adorada hija.


El tono de voz cambió con tanta rapidez a su expresión habitual que confirmó la sospecha de Paula de que la súplica de segundos atrás era una farsa porque tenía un público al que quería impresionar. Alejandra le transmitió una serie de indicaciones para llegar a la residencia de Aspen, una de las cinco casas que tenía Hastings en los Estados Unidos. Paula no se molestó en apuntarlas. Las recordaría todas como si se las hubieran marcado en el corazón con un cuchillo, ya que eran las palabras de su madre. Convencida de que su hija iría de inmediato a Aspen, su madre finalizó la breve conversación y colgó. Paula permaneció sentada con rigidez, mareada, con el corazón aún latiéndole con fuerza y el estómago revuelto. Al final se dio cuenta de que tenía pegado el auricular al oído. Lo apartó y lo dejó sobre el teléfono. La mano le temblaba con violencia. Se retiró a su dormitorio y pasó casi todo el viernes yendo de un lado a otro. ¿Cómo podía esperar Alejandra que se desviviera por ir a Colorado? ¿Cómo podía negarse? El dilema la tenía sumida en un mar de inquietud.  Debatió la elección, reviviendo el dolor de toda una vida. Cuando esa noche se metió en la cama, la cabeza le palpitaba. Logró dormir sólo porque se hallaba extenuada.  Por la mañana, se convenció de que tenía que ir y llamó a las aerolíneas de San Antonio para reservar un billete. No tardó en descubrir que el mundo había conspirado para retenerla en Texas al menos un día más. Al principio se sintió irritada al descubrir que todos los vuelos con conexiones a Colorado estaban cubiertos. A media mañana, se hallaba desesperada. Había intentado alquilar un avión privado en Coulter City, pero no había ningún piloto local disponible ese día, sin importar el dinero que ofreciera. Justo cuando se encontraba a punto de hacer las maletas e ir en coche a San Antonio para aguardar en la lista de espera o contratar un vuelo privado desde allí, alguien del aeropuerto local la llamó para informarla de que un piloto particular había tenido una cancelación y estaba disponible. Subió corriendo a su cuarto, donde una doncella le hacía las maletas.


-La de seda gris no, Carla-indicó irritada al sacar la delicada blusa para dejarla a un lado.


Supo que se había mostrado demasiado brusca, pero no le prestó atención al impulso de disculparse y fue de un lado a otro de la habitación mientras supervisaba la ropa que le guardaban. Era mejor no mostrarse demasiado accesible. No quería fomentar una relación personal con nadie de su personal de servicio. En el pasado había cometido ese error y había terminado por lamentarlo. Cada vez más inquieta, se dirigió al cuarto de baño para recoger ella misma sus cosas personales... Jamás le confiaba a una doncella la misión de garantizar que todo el maquillaje y los cuidados para el cabello estuvieran guardados en su neceser. Por último, se cambió de ropa. Eligió una blusa roja de algodón y unos pantalones caquis. Las botas bajas de andar que seleccionó estaban hechas de piel y ante finos. Las había elegido más por su aspecto elegante que por ser prácticas, pero hacían juego con su atuendo. La inseguridad hizo que retocara su maquillaje, comprobara la laca de sus uñas y se cepillara con cuidado el pelo antes de estudiar su imagen en el espejo. ¿La reconocería su madre? Giró la cabeza a un lado y a otro, buscando con ojos críticos algún destello de la niña fea que había sido. Sus frecuentes viajes a San Antonio para que le tiñeran el apagado rubio de su pelo con una tonalidad brillante próxima al platino compensaban de sobra el dinero y el tiempo invertidos en ello. Era fanática con los frecuentes retoques. 

Indomable: Capítulo 2

Sus peores temores se hicieron realidad el verano que cumplió los ocho años. Entonces supo que ya era demasiado tarde; su madre había esperado tiempo suficiente para que su patito feo mostrara alguna señal de convertirse en cisne. Alejandra Chaves había llevado a Paula a ver a su abuela, Sara Schulz, le presentó a la anciana a quien nunca había visto y luego la abandonó a merced de su hosca abuela. Como adulta, Paula comprendía lo inestable, lo solitaria y descarriada que había sido su infancia. Vivir con su abuela había sido un infierno nuevo. Pero gracias a ella había llegado a conocer a su prima que vivía en el campo, Malena Bodine. Aunque la pequeña Malena, que tenía el pelo oscuro y era hermosa como un ángel, nunca pareció notar que Paula fuera fea. Jamás se burló de su cara ni de su pelo, y en ningún momento se mostró mezquina con ella. La madre de Malena acababa de morir y a su padre también le resultaba indiferente. Con tantas cosas en común, casi de inmediato establecieron un vínculo. Paula se había mostrado tan agradecida por la amistad incondicional de Malena, que cada noche durante aquella primera semana se había quedado dormida con lágrimas de felicidad en los ojos. Parpadeó para desterrar el aguijonazo sentimental. Malena... El doloroso dilema moral con el que llevaba semanas luchando provocó otra oleada de caos en su corazón. ¿Podría perdonar a su prima y mejor amiga por lo que había hecho? Sólo la distracción de la llamada de su madre podría haber acallado ese caos para brindarle un foco de atención lo bastante fuerte como para soslayarlo. Entró en la biblioteca y se detuvo muy cerca de la puerta. En cuanto tuvo la certeza de que se hallaba sola, se lanzó hacia el gran escritorio y recogió el auricular. Titubeó antes de hablar; cerró los ojos con fuerza, tratando de moderar su respiración agitada para sonar normal y sosegada. Se le aceleró el pulso hasta que el corazón le martilleó en el pecho.


-Paula Chaves-dijo con todo el aplomo e indiferencia que pudo acopiar.


Aferraba el auricular con tanta presión que le dolían los dedos.


-¡Hola, Paula! Santo cielo, pareces tan adulta... ¿Cómo estás, querida?


La pregunta de Alejandra era una practicada fórmula social, que no necesitaba respuesta. Paula se obligó a transmitir alegría a su voz y repuso en el mismo tono:


-¿Cómo estás tú, madre? Suenas maravillosa. 


-Me he vuelto a casar -soltó Alejandra, como si no pudiera contenerse por la felicidad.


Paula se dejó caer despacio sobre el sillón giratorio que había detrás del escritorio y se mordió con fuerza el labio mientras escuchaba la voz entusiasmada de su madre. Con ése, ¿Cuántos maridos eran ya? Según ella, su nuevo esposo era un hombre mayor, muy rico, que la colmaba de atenciones y diversión y le hacía los regalos más exquisitos. Sus hijos adultos la adoraban, y en ese momento era abuela.


-Abuela política, desde luego -continuó Alejandra-. Claro está que nadie puede creer que sea lo suficientemente mayor para ser abuela... -rió-. Me aburre tanto que la gente constantemente comente que parezco demasiado joven para serlo. Estoy pensando en empezar a decir que soy su madre. Oh, son unos pequeños tan encantadores. Ya son tres... dos niñas preciosas, preciosas, y un niño muy atractivo...


Paula inclinó la cabeza, muy herida. Los «pequeños» debieron tener la buena suerte de nacer hermosos. ¡Y, Dios, tres!


-Andrés está ansioso por conocerte, querida -continuó su madre, ajena al silencio doloroso de Paula-. Quiere que vengas a pasar el fin de semana a Aspen. Todos los niños estarán aquí...


Paula alzó la cabeza con una agonía de esperanza y excitación. Su madre nunca, jamás, la había invitado a ninguna parte. Fue muy consciente del tiempo que hacía que no veía a Alejandra, ya que una parte de su corazón había mantenido la cuenta. Doce años, tres meses, unas semanas y un puñado de días... El recordatorio provocó un destello de furia al ver la verdad. Su nuevo marido, ¿Andrés?, debió haber formulado más preguntas que los otros hombres de su vida. Probablemente su madre se había sentido obligada a convocar al patito feo a su lado. ¿Habría averiguado de algún modo que Paula al fin se había convertido en un cisne? Al instante supo que de ella se esperaría que desfilara ante el nuevo marido de Alejandra y su familia política con el fin de proporcionarle a su madre errante algún tipo de legitimidad con ellos. Hastings debía ser multimillonario. Ese pensamiento cínico surgió de forma natural. Analizó las dos únicas opciones que tenía, sí o no. «Sí, iré hoy... No, tú nunca me has querido...» 

Indomable: Capítulo 1

Aquel viernes por la mañana, Paula Chaves estuvo a punto de perderse la llamada de su madre. Cuando abría la puerta para ir de compras, oyó sonar el teléfono. Como la doncella tomaría el mensaje, no le prestó atención y se dirigió a su coche. Pocas personas le hacían llamadas personales. No tenía familia aparte de su madre ausente y de una prima, Malena Bodine. Con ésta llevaba cinco años sin hablar, y su madre sólo se ponía en contacto en las raras ocasiones en que recordaba que tenía una hija. Los infrecuentes regalos de navidad y cumpleaños eran la única prueba de que su madre se acordaba de ella. Regalos que a menudo llegaban en el mes equivocado, lo cual indicaba tanto una conciencia en modo retardado como la incertidumbre del mes en que su madre había dado a luz. No sabía si su despreocupado padre había sobrevivido al circuito de carreras europeo o a su estilo de vida bohemio. La última vez que había oído hablar de él tenía doce años. Le había enviado una postal desde algún oscuro pueblecito de Francia, pero de eso hacía once años. Desconocía si su madre había estado en contacto más reciente con ese play-boy de altos vuelos con el que en una ocasión estuvo casada poco tiempo, o si estaba con vida. Fuera lo que fuere lo que hubiera sido de él, era algo improbable que llegara a saberlo, a menos que se molestara en contratar a un detective. Desterró esos pensamientos deprimentes. Casi toda su vida había estado sin sus padres, y podía continuar de esa manera. Había aprendido a no necesitar a nadie, y había veces que se alegraba por ello. La vida era mucho menos dolorosa si no te preocupabas por nadie. El chofer acababa de abrirle la puerta trasera del Cadillac cuando la doncella salió corriendo de la mansión y corrió a su encuentro en la acera.


-¡Señorita Chaves!


Paula giró la cabeza, irritada por la demora. La pequeña doncella mostraba una prisa que consideraba poco digna, y la intención del leve fruncimiento de ceño con que la miró era transmitírselo. Esa doncella llevaba sólo tres meses a su servicio, aunque por ese entonces ya debería saber cómo esperaba que fuera su comportamiento.


-¡Señorita Chaves... Tiene una llamada... de su madre! 


La excitación que mostraba revelaba un conocimiento de las cosas al que no tendría que haber tenido acceso. Aunque Paula rara vez discutía su pasado con nadie, y nunca con el personal de servicio, el que la doncella supiera con precisión lo rara e importante que sería esa llamada era prueba de que sus empleados, como todo el mundo en Coulter City, Texas, hablaban a su espalda. Enarcó una ceja y la miró con frialdad hasta que la otra apartó los ojos con expresión de culpa.


-Gracias, Carla -repuso con rigidez; de igual manera regresó a la mansión.


Sintió un leve sobresalto cuando el significado de la llamada de su madre comenzó a surtir su efecto de manera más profunda. Por su mente pasaron recuerdos de la infancia. Había estado entregada a su cosmopolita madre, haciendo lo que fuera para complacerla. Como su atractivo e intrépido padre rara vez estaba en casa, su madre a menudo estaba triste. Desesperadamente Paula había querido que su madre fuera feliz. Alejandra podía ser tan luminosa, alegre y divertida, que sus estados de ánimo lóbregos asustaban a la pequeña. ¿No había sabido, incluso entonces, que la perdería si no lograba curar su infelicidad? Se había afanado tanto por complacer a su distraída madre. Había sido su esclava y su sombra, llevándole cosas, sin causarle jamás un problema, manteniendo sus vestiditos limpios y el pelo bien arreglado. Le había aterrado descubrir que era un patito feo, pero había oído a su madre quejarse de ello con sus amigas, de modo que debía ser cierto. El tono de la voz de Alejandra cuando pronunció esas palabras la había paralizado. Entonces se dió cuenta de lo afortunada que era porque alguien se molestara en atenderla; asimismo aprendió que el valor que tenía para la gente que más quería y necesitaba dependía casi por completo de su aspecto. Todas las noches le había pedido a Dios que la hiciera hermosa para que su madre pudiera quererla. Si Dios la hacía hermosa, quizá su atractivo padre volviera a casa, o les enviara billetes de avión para que pudieran ir a Francia a verlo conducir sus coches en las carreras. Cada mañana se había levantado y corrido al espejo para comprobar si sus oraciones habían sido escuchadas. Y cada mañana había tenido que mirar los pequeños rasgos feos y el pelo rubio desvaído con los que se había acostado la noche anterior. Aunque le había roto el corazón, comprendía lo injusto que era que una mujer tan hermosa como su madre se hubiera quedado sola para criar a una niña fea. Le había preocupado lo humillante que debía ser para Alejandra que la vieran con ella y tuviera que presentar a una niña tan desfavorecida a sus deslumbrantes amigas, cuyos hijos eran tan bonitos y atractivos... Y crueles. 

Indomable: Sinopsis

Paula Chaves sabe que para Pedro Alfonso solo es una chica bonita, glamurosa y mimada. 


A Pedro Paula le divierte y le irrita a partes iguales, y eso la enfurece, porque ella necesita su ayuda. Solo que el orgullo no le permite admitirlo… Ni que su aspecto duro le parece irresistible. Sabe que es el primer hombre en hacerle frente a Paula, y no puede creer su mala suerte cuando se queda atrapado con ella. Pero, para su sorpresa, ese desastre le revela una parte desconocida de Paula. Descubre la vulnerabilidad que oculta bajo su orgullo y se da cuenta de que él podría ser el hombre que la domara. 

jueves, 21 de octubre de 2021

Deja Que Te Ame: Epílogo

Pedro rodeó con el brazo a Paula y la atrajo hacia sí. Estaban en Haughton, sentados en una manta de picnic que habían extendido en el césped, y observaban en silencio el atardecer sobre el lago. Ella suspiró de puro contento y apoyó la cabeza en el hombro de él.


–¿Seguro que no te importa que pasemos la luna de miel aquí en Haughton? –le preguntó levantando la cabeza para mirarlo.


Él sacudió la cabeza.


–Pues claro que no. ¿O acaso no sabes que yo soy feliz dondequiera que estés tú? Si aquí es donde tú eres feliz, nos quedaremos aquí el resto de nuestros días –le aseguró con una sonrisa afectuosa, y la besó en la frente.


–Es que… Siento que si alguna vez abandono Haughton a mi regreso me encontraré con que toda esta felicidad era solo un sueño –murmuró–, con que aún vivo con Graciela y Jimena, y que siguen intentando obligarme a vender la propiedad.


Pedro volvió a sacudir la cabeza.


–Ni hablar –le dijo con decisión–. Esto es real, no un sueño. Y en cuanto a tu madrastra y tu hermanastra… Te prometo que no volverán a poner un pie por aquí. Y, si se les ocurre volver al Reino Unido, ten por seguro que me enteraré.


Ella se incorporó y lo miró sin comprender.


–¿Qué quieres decir? –le preguntó.


–Que las tengo vigiladas –le confesó Pedro–, vayan donde vayan. De modo que, si en algún momento intentan volver a aprovecharse de alguien rico y vulnerable como lo era tu padre, me encargaré de hacer que esa persona sea puesta sobre aviso. Aunque puede que ya no necesiten desplumar a ningún otro hombre, ahora que tienen dinero a espuertas. Y no me refiero solo al dinero que les pagué por su parte de Haughton, aunque no se lo merecían.


Paula parpadeó y frunció el ceño.


–No comprendo…


Pedro esbozó una sonrisilla maliciosa.


–Pues… Resulta que les mencioné ciertas inversiones inmobiliarias que podrían generar importantes beneficios, y parece que tomaron nota, porque lo último que sé es que decidieron seguir mi consejo e invirtieron… Y, no sé, la verdad es que eran unas inversiones con cierto riesgo, así que… Bueno, digamos que yo desde luego no lloraré si acaban desplumadas.


Paula giró la cabeza y se quedó mirando el lago. A ella, que había estado a un paso de perder su amado hogar, también le costaría sentir lástima de Graciela y Jimena si perdiesen ese dinero.


–Si se quedan sin nada será cosa del karma –murmuró.


–Ya lo creo –asintió Pedro–. Y también cosa del destino, que me trajo aquí… Para que nos conociéramos.


Giró él también la cabeza hacia el lago. Ahora Haughton era el hogar de ambos, y sería el hogar de sus hijos. Una sensación de dicha lo embargó. Con la mano libre sacó la botella de champán de la cubitera que tenía a su lado.


–Hora de hacer otro brindis –dijo.


Paula sostuvo las copas de los dos para que las llenara. Pedro volvió a dejar la botella en la cubitera y tomó su copa.


–Por nosotros –dijo levantándola y mirando a Paula con ojos rebosantes de amor–. Por nuestro matrimonio, por nuestra vida juntos, por nuestro amor y por nuestro hermoso y querido hogar.


–Por nosotros –repitió Paula–, y por tí, mi adorado y maravilloso Pedro, que has hecho que todos mis sueños se hagan realidad.


Brindaron, Pedro la besó con ternura, y ambos tomaron un trago de champán.


–Va a ser una luna de miel muy ajetreada –comentó él–, deshaciendo esa aséptica decoración del estilista al que contrató tu madrastra y devolviendo a la casa su aspecto original. Es una suerte que conservaras la mayoría de los muebles antiguos en el desván.


–Cierto. Aunque necesitaremos cortinas nuevas, y quizá también volver a tapizar los sofás –observó Paula.


–Elegiremos juntos las telas –respondió Pedro–. No sé si te lo he dicho – añadió con un brillo travieso en la mirada–, pero siempre me han gustado los lunares. Creo que en el salón quedarían ideales unas cortinas de lunares… – bromeó.


Paula se rió.


–Eso mejor lo dejamos para el cuarto del bebé –contestó.


Pedro parpadeó y la miró con mucho interés.


–¿Estás intentando decirme algo?


Por su tono parecía que aún estaba bromeando con ella, pero a Paula no la engañaba.


–Bueno, no –admitió–, pero a lo mejor por estas fechas el año que viene… Así le daré tiempo a la directora para que encuentre a alguien cuando me dé de baja por maternidad.


–Entonces, ¿Quieres seguir enseñando? –inquirió Pedro.


–¡Por supuesto que sí! –exclamó ella al instante–. No podría ser solo la esposa de un hombre rico y pasarme todo el día sin hacer nada. Además – añadió, mirándolo con picardía–, si dejo de dar clases de gimnasia puede que me abandone y acabe poniéndome como un tonel. ¡Y entonces tú ya no me querrás! –concluyó con un mohín.


Pedro se rió, le quitó la copa de la mano y la puso a un lado junto con la suya antes de rodearle los hombros con un brazo y tomarla de la barbilla con la otra mano.


–Mi diosa, mi leona… ¿No te das cuenta de que es a tí a quien quiero, que todo lo demás me da igual? Aunque te pusieses oronda como una ballena, no te querría ni un ápice menos.


–Mira que te tomo la palabra… –bromeó ella, aunque le temblaba la voz y se le habían humedecido los ojos.


¡Qué afortunada era! Sí, era la mujer con más suerte del mundo porque alguien tan maravilloso como Pedro la amaba. Él la besó de nuevo, y aquel beso, que empezó siendo tierno y afectuoso, se tornó pronto sensual y apasionado. Cada vez más apasionado. Pedro tiró suavemente de Paula y quedaron tumbados el uno junto al otro, bañados por el sol del atardecer mientras el deseo se apoderaba de ellos, un deseo que era la manifestación tangible de un amor sin fin, un amor que los mantendría unidos durante el resto de sus vidas…   







FIN

Deja Que Te Ame: Capítulo 50

¿Era su imaginación, o había nervios en su voz, entrelazados con ese fino humor?, se preguntó Paula. Tenía un nudo en la garganta, y tuvo que tragar saliva antes de preguntarle:


–Entonces… ¿Acabas… Acabas de pedirme que me case contigo?


–¿Quieres que lo repita? –le preguntó Pedro, haciendo ademán de arrodillarse de nuevo.


Paula lo agarró por el brazo para detenerlo.


–No… No, no…


Él se irguió y la miró preocupado.


–¿Significa eso que no quieres casarte conmigo?


Paula sacudió la cabeza con vehemencia. La emoción la desbordaba de tal manera que no conseguía articular palabra.


–Entonces, ¿Eso es un «sí»? –inquirió Pedro–. Es que, necesito que me lo aclares –le dijo con humor–. Porque, bueno, es muy importante para mí –se puso serio de nuevo, y mirándola a los ojos añadió–: de tu respuesta depende mi felicidad y mi futuro.


Paula volvió a tragar saliva.


–Pero… ¿Por qué…? –repitió una vez más, incapaz de comprender que aquello pudiera estar pasándole a ella.


–¿Por qué qué? –inquirió él aturdido.


–¿Por qué… Quieres casarte conmigo?


–Pues no lo sé, quizá esto te ayude a entenderlo… –murmuró.


La atrajo hacia sí y tomó sus labios con un beso apasionado. Paula se derritió contra su cuerpo, le rodeó el cuello con los brazos y enredó los dedos en su pelo mientras respondía al beso con ardor. Cuando finalmente se separaron sus labios, estaba temblorosa, sin aliento.


–Me he enamorado de tí –le dijo Pedro, tomando su rostro entre las manos–. No podría decirte el momento exacto, pero, a pesar de que al principio mis motivos para llevarte de viaje conmigo eran convencerte de que renunciaras a Haughton, poco a poco me fui dando cuenta de cuánto me gustabas y de lo a gusto que estaba contigo. Jamás había sentido por ninguna otra mujer lo que siento por tí.


–¿Ni siquiera por Tamara Brentley? –inquirió ella con un hilo de voz.


Él resopló.


–Tamara era bonita, sofisticada… pero también muy egocéntrica –le dijo–. Tú eres completamente distinta a ella. Incluso antes de que te pusiera en manos de esas estilistas había algo en tu carácter que me atraía: Eres inteligente, divertida, compasiva… –le dió un beso en la nariz–. Cuando te marchaste enfadada, el día que volvimos del Caribe, me dí cuenta de que no podía vivir sin tí, y supe que tenía que hacer lo que fuera para recuperarte porque quería pasar contigo el resto de mi vida. Y si aceptas ser mi esposa y en algún momento llegas a sentir por mí siquiera la mitad de lo que yo siento por tí…


Paula no le dejó terminar. Lo agarró por la nuca con ambas manos y lo besó con la misma pasión con que él la había besado a ella. Y, mientras lo besaba, las lágrimas volvieron a rodar por sus mejillas sin que pudiera contenerlas. Pedro la amaba… ¡La amaba!


–Eso tiene que ser un «Sí», ¿No? –le preguntó él sonriente, cuando despegaron finalmente sus labios.


–¡Pues claro que sí! –respondió ella entre sollozos–. Al principio me decía que no estaba enamorada, que solo me había encaprichado de tí porque eras el primer hombre que llegaba a mi vida, pero no era solo eso. Lo que sentía por tí era real. Cuando nos separamos al volver del Caribe estaba destrozada. El solo imaginar el resto de mi vida sin tí era… ¡No podía soportarlo! Y ahora… Ahora además de mi adorado hogar, tengo algo que es infinitamente mas valioso para mí: Te tengo a tí, mi maravilloso Pedro…


–Entonces… –dijo Pedro levantando la mano en la que tenía el anillo–, ¿Lo hacemos oficial? –le preguntó con una sonrisa.


Paula extendió la mano y Pedro deslizó el anillo en su dedo, pero no le soltó la mano, sino que la miró a los ojos y le dijo:


–La primera vez que vine a esta casa tuve una visión: Me ví a mí mismo aquí, con una mujer a mi lado, formando juntos una familia. Creí que estaría ahí fuera, en algún lugar, y no me imaginé que todo ese tiempo había estado justo aquí, esperando a que la encontrara; esperándome –hizo una pausa–. Y ahora la espera se ha acabado. Ahora podemos disfrutar de esa vida juntos –la besó de nuevo, esa vez con ternura–. Salgamos fuera –le dijo–. Hace un día precioso, y quiero que las flores, el sol y el aire vean a mi preciosa prometida, a mi diosa, a mi leona.


–¿Puedo ser las dos cosas a la vez? –le preguntó ella, riéndose suavemente.


Pedro la miró con adoración y sonrió.


–Puedes ser todo lo que quieras, vida mía, mientras sigas queriéndome.


–Y tú a mí –respondió ella.


–Trato hecho –dijo Pedro, y la besó de nuevo.


Entrelazó el brazo de Paula con el suyo, y salieron de la biblioteca.

Deja Que Te Ame: Capítulo 49

Pedro le acariciaba el cabello mientras le susurraba cosas en griego. No sabía qué significaban esas palabras, pero sí sabía que era el hombre más maravilloso del mundo, que tan generoso había sido con ella. Levantó la cabeza, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.


–Sigo sin entenderlo –le dijo–. Me has hecho este regalo tan increíble y aún no comprendo por qué querrías hacer algo así cuando tú mismo me has dicho que te quedaste prendado de Haughton la primera vez que viniste y querías convertirlo en tu hogar.


Pedro esbozó una sonrisa enigmática.


–Bueno, supongo que no me queda otro remedio que admitir que soy un tanto retorcido –le dijo, y de pronto se puso serio–. Me sentí fatal cuando me dí cuenta de lo equivocado que había estado, de cómo me había dejado engañar por Graciela y Jimena. Me repugnó tanto que hubiesen explotado de ese modo a tu padre, y que hubieran sido tan crueles contigo, que me propuse reparar esas injusticias arrancando la casa de sus garras y devolviéndotela, pero… –hizo una pausa y añadió con sorna–: Pero aunque estaba decidido a devolverte Haughton porque sabía cuánto amabas esta casa, también tengo que admitir que… Bueno, que también tenía otros motivos menos altruistas – había un brillo travieso en sus ojos–. Hace un rato te he dicho que me gustaría que esta pudiera ser mi casa, pero eso depende enteramente de tí. Así que… ¿Qué me dices? –le preguntó enarcando una ceja–, ¿Estarías dispuesta a compartir Haughton conmigo?


Ella lo miró confundida.


–¿Quieres decir… Como copropietarios? –aventuró.


Él sacudió la cabeza.


–No, quiero que Haughton sea tuyo y solo tuyo –respondió–. Yo estaba pensando en algo distinto.


–No comprendo…


–Entonces quizá debería explicártelo –le dijo Pedro.


La soltó, dió un paso atrás, y Paula lo vió meter la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacar una cajita recubierta de terciopelo. El corazón le palpitó con fuerza y se le cortó el aliento. Pedro hincó una rodilla en la alfombra y alzó la vista hacia ella.


–¿Querrás, mi hermosa, maravillosa y adorada Paula, concederme el honor, el grandísimo honor de hacer de mí el hombre más feliz del mundo?


Abrió la cajita, y Paula gimió al ver el anillo de rubíes que había dentro.


–Esperaba –dijo Pedro enarcando de nuevo una ceja– poder persuadirte con esto.


Era el anillo de compromiso de su madre, el anillo que su padre le había dado y ella había llevado en la fiesta de disfraces. Pedro se incorporó, sacó el anillo de la cajita, que volvió a guardarse, y se lo tendió, ofreciéndoselo de nuevo.


–¿Cómo lo has conseguido…? –le preguntó ella con un hilo de voz.


–Llamé al joyero y le compré el conjunto completo: El anillo, los pendientes, el collar y la pulsera –le explicó Pedro–. También obligué a Graciela y a Jimena a incluir en el contrato de venta de su parte de la casa todas las joyas que se habían quedado. Y en cuanto a las otras joyas y los cuadros y las antigüedades que vendieron, mis abogados están ocupándose de buscar a sus compradores para recuperarlos también. Como verás –añadió de nuevo con ese brillo travieso en la mirada–, he hecho todo lo que estaba en mi mano para persuadirte de que te cases conmigo, aunque aún no me has dado una respuesta.

martes, 19 de octubre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 48

Pedro no apartaba sus ojos de los de ella.


–Con ese contrato… –continuó Pedro, y lo vió tragar saliva, como si de pronto estuviera embargándolo la emoción–. Con ese contrato te vendo las dos terceras partes de Haughton que ya les he comprado a tu madrastra y a tu hermanastra, y que ahora… Que ahora te devuelvo a tí. Y te las he ofrecido por muy buen precio; estoy seguro de que hasta tu sueldo de profesora te alcanza para pagarme cien libras. ¿Qué te parece? Espero que te parezca un precio justo, porque acabas de firmar el contrato.


Paula no decía nada. Seguía mirándolo sin comprender, anonadada.


–No… no entiendo –dijo con un hilo de voz, dejando los papeles en la mesa.


Durante un tenso instante que se le hizo eterno, permanecieron plantados el uno frente al otro sin decir nada. Ella estaba blanca como una sábana y Pedro, como si ya no pudiera seguir conteniendo sus emociones, se desbordó igual que una presa.


–¿De verdad crees que te arrebataría tu hogar, después de que me arrancaras la venda de los ojos? –le espetó con sentimiento–. Después de que me contaras todo lo que les habían hecho pasar Graciela y Jimena a tu padre y a tí, supe que solo podía hacer una cosa. Y ahora… –suspiró aliviado– ya está hecho. Llamé a mi abogado de inmediato, en cuanto te fuiste, localizó a tu madrastra, que estaba de vacaciones en España, y le dijo que quería comprarles sus dos tercios de la propiedad, aunque tú no estuvieras dispuesta a venderme tu parte. Y según parece –añadió en un tono sarcástico–, no se lo pensó dos veces: agarró la oportunidad como si fuera un collar de diamantes que alguien estuviera agitando ante ella. Mi abogado me llamó cuando estaba en el Golfo para decírmelo, y entonces supe que por fin era libre para hacer lo que acabo de hacer: Asegurarme de que Haughton volviera a tus manos.


Paula lo escuchaba en silencio sin atreverse a creer aún lo que le estaba diciendo, sin atreverse a creer que acababa de recuperar su querida casa por nada, por solo cien libras… No podía creerse que Pedro le hubiese hecho un regalo tan maravilloso. De pronto le faltaba el aliento, y el corazón le latía con tanta fuerza que lo sentí amartilleando el su pecho.


–¿Por qué? –fue lo único que acertó a decir en un murmullo–. ¿Por qué, Pedro? –inspiró temblorosa–. ¿Por qué habría de importarte lo que Graciela y Jimena nos hicieron a mi padre y a mí? ¿Por qué habrías de hacerme un regalo tan maravilloso como este?


Él seguía mirándola, y la expresión de su rostro le hizo albergar esperanzas, pero le parecía tan imposible que algo así pudiera sucederle a ella…


–¿Por qué? –repitió Pedro.


Pero no le respondió, sino que tomó su mano y escrutó su rostro. A Paula le flaqueaban las rodillas y lo miraba como si aquello no pudiese ser real. Que el hombre que le había devuelto la confianza en sí misma, le hubiese devuelto su hogar también… Una gratitud infinita la embargó. Estaba abrumada.


–¿Te preguntas por qué? –murmuró Pedro con esa voz acariciadora. Tomó su otra mano–. Paula, Paula… Mi hermosa, encantadora y apasionada Paula… ¿De verdad que no tienes la menor idea de por qué he hecho esto? –le preguntó, fingiéndose dolido–. ¿No acabo de decirte hace un momento que cuando visité Haughton por primera vez supe que quería que este fuera mi hogar? Sentí que había algo en este lugar, en esta casa, que me llamaba. Después de todos estos años yendo de un sitio a otro, sin un hogar, había encontrado un sitio que me decía que me parara… Y que me quedara. Que construyera una nueva vida aquí. Por eso estaba tan empeñado en comprar esta casa. Por eso estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para conseguir que fuera mía. Hasta el punto de llevarte de viaje conmigo para mostrarte todo lo que podía ofrecerte el mundo si renunciabas al lugar que quería para mí –le confesó con una triste sonrisa–. Sé que no hice más que insistirte e insistirte, pero… Es que había estado intentando encontrar una explicación a esa obstinación tuya a vender tu parte, y tu madrastra y tu hermanastra me habían dicho que estabas obsesionada con la casa, que no habías aceptado que tu padre volviera a casarse, que siempre las habías visto como a unas usurpadoras –sacudió la cabeza–. Y yo me acordaba de mi infancia, de que mi padrastro nunca me había querido, que siempre pareciera ofenderle mi mera existencia. Para él nunca fui más que un estorbo, aunque bien que me hacía trabajar en su negocio, nunca fui otra cosa que un mocoso con el que había tenido que cargar. Y puede que… puede que por eso estuviese tan dispuesto a creer lo que Graciela y Jimena me dijeron de tí. Me convencí de que tu resentimiento hacia ellas te estaba enajenando, que te mantenía encadenada a este lugar, y que veías el negarte a venderlo como tu único modo de castigar a Graciela por haberse casado con tu padre y haber ocupado el lugar de tu madre.


Los ojos de Paula se llenaron de dolor mientras lo escuchaba, y la voz le temblaba ligeramente cuando respondió.


–No, me alegré cuando mi padre me dijo que se iba a volver a casar. ¡Me alegré tanto por él! Lo había pasado muy mal tras la muerte de mi madre, y yo quería volver a verlo feliz. Y pensé que, si Graciela lo hacía feliz, yo también sería feliz. Intenté que Jimena y ella se sintieran a gusto con nosotros, e intenté hacerme amiga de ella… –se le quebró la voz–. Bueno, ya te conté cómo se portaron. Y si, a pesar de su desdén hacia mí, hubiera visto a mi padre más feliz, lo habría soportado, pero a los pocos meses de la boda mi padre comprendió que Graciela solo se había casado con él por su dinero… – apretó los labios–. Y lo peor era que no había nada que pudiera hacer. Si se hubiera divorciado de Graciela, ella se habría llevado la mitad de todo lo que tenía; le habría obligado a vender Haughton y a darle a ella una parte del dinero de la venta. Así que siguió pagando todos sus caprichos. Yo, que no quería causarle más dolor, le ocultaba el modo en que me trataban, le ocultaba que Jimena había convertido mi día a día en el colegio en un infierno, que se burlaba de mí porque no era delicada como ella, y me repetía que era repelente hasta que llegué a creérmelo y… –volvió a quebrársele la voz y tuvo que hacer una pausa antes de continuar–. No quería que mi padre se preocupara, y cuando murió casi sentí alivio de poder dejar de fingir. Al menos podía enfrentarme abiertamente a Graciela y a Jimena, y aunque sabía que sería imposible evitar que al final vendieran Haughton, me propuse luchar contra ellas con uñas y dientes para ponérselo lo más difícil posible – sacudió la cabeza–. Tienes razón: Estaba usando Haughton como un arma contra ellas; la única que me quedaba –su mirada se ensombreció–. Pero, cuando volví aquí después de que regresáramos del Caribe y me marchara enfadada del hotel, comprendí que… Comprendí que había cambiado y que era verdad lo que me decías, que estaba haciéndome daño. Así que decidí que era el momento de rendirme. Ellas habían ganado, yo había perdido, y lo único que podía hacer era marcharme e iniciar una nueva vida en otro sitio, en cualquier otro lugar –inspiró temblorosa–. Pensaba que esta… Que esta iba a ser la última vez que viera mi hogar.


Pedro negó con la cabeza y en un tono muy suave le dijo:


–Pero ahora esta casa es tuya, para siempre, y nadie podrá volver a amenazarte con arrebatártela.


Un gemido ahogado escapó de la garganta de Paula, luego un sollozo, y las lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas. Pedro la rodeó con sus brazos y ella se aferró temblorosa a él mientras lloraba de emoción, de alivio y de incredulidad, porque no se podía creer que aquello fuera real, que el miedo y la angustia ante la idea de perder su hogar se hubiesen desvanecido de un plumazo… Para siempre. Y era gracias a Pedro.


Deja Que Te Ame: Capítulo 47

–Bueno, ya no tendrás que ir –le dijo, y tomó la pluma que había junto a los papeles y se la tendió.


Paula la tomó, vacilante, e inspiró, haciendo acopio de valor para firmar. ¿Qué otra cosa podía hacer? «Hazlo. Vamos, hazlo ya. Antes o después tienes que hacerlo. Haz de tripas corazón y firma». Acercó la pluma al papel que tenía delante, pero se detuvo antes de escribir nada porque la enormidad de lo que estaba a punto de hacer la había dejado paralizada. Levantó la cabeza y miró a Pedro desesperada.


–Paula, firma el contrato –le dijo él, plantando las manos en la mesa e inclinándose sobre ella–. Vamos, fírmalo.


La expresión de Pedro era implacable. Para un hombre como él, acostumbrado a hacer transacciones multimillonarias, aquello no era más que calderilla, una gota en el océano, cuando para ella lo era todo.


–Fírmalo –la instó de nuevo, con sus ojos fijos en los de ella–. Es por tu bien –añadió en un tono suave, aunque impaciente.


Paula agachó la cabeza, pasó una tras otra las páginas del contrato sin molestarse en leerlas, y cuando llegó a la última firmó despacio, muy despacio. Luego tragó saliva, volvió a ponerle a la pluma el capuchón y la dejó de nuevo en la mesa. «Ya está. Se acabó», se dijo. El que había sido su hogar ya no le pertenecía. Ahora no era más que otra propiedad en la cartera de inversiones de Pedro Alfonso. Ese pensamiento hizo que se le revolviera el estómago y, sin poder contenerse, le suplicó:


–Pedro, por favor… Sé que lo que hagas con Haughton no es cosa mía… Pero una vez esta casa fue un hogar, el hogar de mi familia, y fuimos muy felices aquí. Por favor… por favor, piensa que otra vez podría llegar a serlo, aunque sea para otras personas…


La expresión de Pedro era inescrutable. Se irguió, dió un paso atrás y miró a su alrededor antes de volver a posar sus ojos en ella.


–La primera vez que vine a Haughton –le dijo–, mi plan era, si me decidía a comprar la propiedad, revenderla, o alquilarla. Pero… –giró la cabeza hacia el ventanal, que se asomaba a los jardines–. Pero mientras la recorría me di cuenta de que no era eso lo que quería.


Volvió a girar la cabeza hacia ella, y Paula entrevió algo en sus ojos que hizo que su corazón palpitara trémulo, aunque no sabía por qué.


–Me dí cuenta –continuó Pedro en un tono distinto– de que quería esta casa para mí. De que quería hacer de ella mi hogar. Y sigo queriéndolo; sigo queriendo que sea un hogar.


Una profunda emoción embargó a Paula, que cerró los ojos con fuerza un instante.


–Me alegra tanto oír eso, Pedro… –le dijo al volver a abrirlos, con voz entrecortada–. Esta casa merece ser amada, y merece volver a ser un hogar feliz.


Y, sin embargo, le dolía el corazón. Era maravilloso saber que Pedro no iba a convertir la casa en un hotel, ni a vendérsela a alguien que ni siquiera haría uso de ella, pero el saber que quería que fuera su hogar, un hogar sin ella… Se le partía el alma al imaginárselo casándose con otra mujer, cruzando el umbral de Haughton con esa desconocida en brazos vestida de novia, al imaginárselos rodeados de niños con un árbol de Navidad en el salón, donde ella había abierto los regalos de niña con sus padres… Una fuerte punzada le atravesó el pecho. Se levantó, arrastrando la silla, y miró a Pedro con un nudo en la garganta.


–Sí, merece volver a ser un hogar feliz –murmuró Pedro con un tono extraño–. Y, aunque sé que quizá sea mucho esperar, me gustaría que pudiera ser mi hogar.


Paula se quedó mirándolo sin comprender. ¿Por qué decía eso? La casa ahora era suya; había firmado el contrato.


–Pero eso depende enteramente de tí –añadió él.


Ella lo miraba anonadada, y, si no hubiera estado tan confundida, habría visto el brillo travieso de los ojos de Pedro.


–Antes de firmar algo, siempre deberías leerlo –le dijo él con suavidad.


–Pero si es un contrato de venta –balbució ella–, por el cual accedo a venderte mi parte de Haughton…


–No –replicó él–. Léelo –dijo tomando el documento y tendiéndoselo.


Aturdida, Paula lo tomó y empezó a leerlo, pero estaba escrito en ese enrevesado lenguaje legal que empleaban los abogados y, nerviosa como estaba, era incapaz de encontrarle sentido a lo que estaba leyendo.


–Es un contrato de venta –dijo Pedro–, pero no eres tú quien vende –hizo una pausa–; soy yo.

Deja Que Te Ame: Capítulo 46

Paula iba sentada en un taxi que la llevaba de la estación de tren a Haughton, y el dolor que la embargaba era tan profundo que se sentía como si algo estuviese muriendo dentro de ella. Aquella sería la última vez que entraría en la casa que había sido su hogar y ya no lo era. Esa mañana había llegado de Ontario, y solo iba a Haughton para recoger sus cosas y algunos recuerdos que aún guardaba de sus padres antes de volver a Canadá. Todo lo demás estaba incluido en la venta de la casa. Una venta que había sido llevada a cabo a una velocidad de vértigo después de que hiciera aquella fatídica llamada a su abogado para cederles la victoria a Graciela y a Jimena. Lo único que faltaba era que ella pusiera su firma en el contrato. Llamaría al abogado en el trayecto de vuelta a la estación. No sabía dónde estaban Graciela y Jimena, y tampoco le importaba. Solo sabía que habían firmado el contrato y habían abandonado Haughton. Seguramente estarían impacientes por recibir la transferencia de su parte de la venta para poder gastarse el dinero como habían hecho con el de su padre. Cerró los ojos con fuerza. No podía dejar que la ira y el rencor volviesen a apoderarse de ella. ¡No podía! Pedro tenía razón en lo que le había dicho: Esas emociones negativas habían estado royéndola por dentro demasiado tiempo. Tenía que empezar una nueva vida. Sin Haughton. Sin Pedro. Se sentía como si tuviera un puñal clavado en el pecho. «He perdido mi hogar y tengo el corazón hecho añicos», pensó con un nudo en la garganta. «Y no puedo soportarlo, pero tengo que volver a levantarme y seguir con mi vida».


–¡Pare, por favor!


El taxista dió un respingo, sobresaltado, pero frenó. Estaban a un par de metros de la verja de entrada a la propiedad, pero Paula quería cruzarla a pie una última vez. Con manos temblorosas sacó de su monedero un puñado de billetes para pagar al taxista. El hombre le entregó la vuelta y, después de darle las gracias, se bajó del vehículo. Arrastró su maleta de ruedas por el camino de grava, y un torbellino de emociones se revolvió en su interior. Era una agonía casi insoportable pensar que pronto lo único que le quedaría de su amado hogar serían sus recuerdos. «Pero una vez fui feliz aquí», pensó. «Y nadie puede quitarme esos recuerdos. Vaya donde vaya, esos recuerdos me acompañarán». Igual que siempre llevaría en su corazón el recuerdo de las maravillosas semanas que había pasado junto a Pedro, se dijo inspirando temblorosa. Al llegar a los jardines cruzó por el césped en dirección a la casa para acortar. «Esta será la última vez que vea la casa», pensó desolada. «La última vez…». Pero cuando alzó la vista se paró en seco al ver que allí de pie, en el porche, estaba Pedro. Él la observó mientras se acercaba. A través del colegio había averiguado a qué hora llegaba su vuelo y, sumándole a eso el trayecto en tren y taxi, había hecho un cálculo aproximado de a qué hora llegaría, y se había asegurado de estar allí él antes con todos los papeles preparados. Cuando ella llegó al porche vio que estaba muy pálida y que tenía el rostro contraído. Sintió una punzada en el pecho de verla así, pero reprimió esa emoción. No era el momento; tenía que cerrar aquel asunto lo antes posible.


–¿Qué estás haciendo aquí?


En cuanto esas palabras cruzaron sus labios, Paula se dió cuenta de lo estúpido que era que le hubiese hecho esa pregunta. ¿Que qué estaba haciendo allí? Era el nuevo propietario; tenía todo el derecho a estar allí.


–Estaba esperándote –dijo él.


Pedro se hizo a un lado, indicándole con un ademán que entrara en la casa en la que ahora era su casa, no la de ella, pensó Paula con pesar. O al menos ya no sería suya cuando firmara el contrato de venta. Ese debía de ser el motivo de que estuviese allí esperándola. Tendría prisa por que lo firmara y habría decidido llevarle los papeles para acabar cuanto antes. Y aun así… Llena de angustia, tragó saliva. ¿Por qué?, ¿Por qué tenía que hacerla pasar por ese calvario? Volver a verlo era como encontrarse con un oasis tras caminar durante días por el árido desierto.


–Ven –le dijo–, tengo los papeles en la biblioteca.


Ella dejó la maleta en el vestíbulo y lo siguió como una autómata. No podía despegar los ojos de él. Se sentía débil, sin voluntad y sin fuerzas… Pedro fue hasta el que había sido el escritorio de su padre. Encima estaban los documentos que tenía que firmar. Él le señaló la silla con un ademán. A Paula le temblaban las piernas, pero rodeó el escritorio y se sentó. Miró a Pedro, que se había quedado de pie frente a ella.


–Iba a ir al abogado después para firmarlos –balbució.


Él sacudió la cabeza.

Deja Que Te Ame: Capítulo 45

Paula miró el cronómetro, se puso el silbato en los labios y sopló para pitar el final del partido de lacrosse que estaba arbitrando. El viento frío que se había levantado la hizo estremecerse; cualquiera diría que procedía directo de la tundra, cientos de kilómetros al norte. Parecía que en Canadá la primavera estaba tardando más en llegar que en Inglaterra. Sin embargo, le estaba muy agradecida a la directora por haberle pedido que acompañara al equipo de lacrosse del colegio a ese partido en Ontario, aunque hubiese tenido que preparar la maleta con tan poco tiempo. La profesora que iba a haber ido con las chicas había tenido un contratiempo de última hora que le había impedido hacerlo. Y aún más agradecida se sentía de la invitación que le había hecho ese mismo día el director del colegio contra el cual jugaban de que trabajase allí ese semestre como profesora de intercambio. Nuevos horizontes, una nueva vida… Seguro que Pedro lo aprobaría. «No, no pienses en él», se dijo apartando de inmediato ese pensamiento de su mente. «No pienses en nada relacionado con él». Pedro ya no formaba parte de su vida. Ya no había nada que los uniera. Nada, excepto… Sintió una punzada en el pecho. Nada excepto ese lugar por el que tanto había luchado, el lugar del que una llamada a su abogado la había desgajado para siempre. Quizás allí, en Canadá, mientras se forjaba una nueva vida, podría empezar a olvidar el hogar que había perdido. Quizás también dentro de unos años podría olvidar al hombre que le había dado algo que jamás había pensado que pudiera tener, confianza en sí misma, y que ahora poseía lo que ella tanto había temido perder. Tal vez, aunque le resultaba difícil de creer, porque solo había un sitio en el mundo que consideraba su hogar, y solo había un hombre en la tierra con quien habría querido compartirlo. ¿Por qué lo echaba tanto de menos? ¿Por qué no podía pensar en otra cosa que en volver corriendo a su lado, ir con él allá donde fuera, aunque solo fuese hasta que se cansase de ella?



Pedro giró el volante para entrar en el camino de grava flanqueado a ambos lados por arbustos de rododendros color carmín. Un poco más adelante se extendían los jardines de Haughton y la casa, con la glicinia violeta en flor colgando sobre el porche. Tal y como le habían dicho Graciela y su hija, Haughton se mostraba en todo su esplendor a finales de primavera. Una honda satisfacción lo invadió mientras rodeaba la casa con el coche. Había conseguido exactamente lo que quería. Al estacionar en el patio de atrás, acudió a su mente el recuerdo del primer día que había visitado la propiedad. Y ahora Haughton era suyo. Sus labios se curvaron en una sonrisa, y sus ojos brillaban cuando se bajó del coche y fue hasta la puerta trasera de la casa. Por fin Haughton era suyo, y podría hacer con la propiedad lo que quisiera, sin más obstáculos ni impedimentos. Sacó las llaves del bolsillo del pantalón y abrió. Al entrar, se detuvo un momento en la cocina, donde Paula le había comunicado, con tanta vehemencia, su negativa a venderle su parte de la propiedad, que solo lo haría si un juez la obligara. Bueno, por suerte eso no había sido necesario, pensó esbozando una nueva sonrisa. Siguió por el pasillo hasta el salón. Hacía frío porque no estaba puesta la calefacción, ni encendida la chimenea, pero eso se solucionaría fácilmente. Miró a su alrededor, respirando el silencio de la vieja casona. «Está esperando», pensó. «Esperando a ser habitada de nuevo, a convertirse otra vez en un hogar lleno de vida, a ser querida y valorada». Recordó el día en que, de pie en ese mismo lugar, había sentido un impulso repentino e inexplicable, y había decidido que quería echar raíces allí y formar una familia. Por un instante sintió pesar por lo que había hecho, pero de inmediato ese pesar se disipó. Había hecho lo que tenía que hacer, y lo había hecho porque había querido. No podía sino sentirse satisfecho por lo que había conseguido. Y desde luego que no lamentaba el precio que había tenido que pagar para conseguirlo. En absoluto. Salió del salón, fue hasta la puerta principal, descorrió el cerrojo y la abrió de par en par. Solo hacía falta una firma más para que se consumara su propósito, para conseguir lo que quería. Y muy pronto la tendría…

jueves, 14 de octubre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 44

El sol bañaba Haughton con su luz, pero, cuando entró en la casa, Paula no podía sentirse más triste. Por el recuerdo de cómo le habían destrozado la vida a su padre, por la avaricia de su madrastra, por la discusión con Pedro, por el final amargo que habían tenido esos idílicos días con él, y también por la pérdida de su hogar, que sabía que habría de llegar antes o después. Mientras entraba en la cocina, sintió que la dura realidad se imponía, y supo entonces que no podía seguir engañándose, que tenía que hacer frente a esa verdad que no quería aceptar. «No puedo seguir así; no puedo…». Tenía que hacerlo, tenía que enfrentarse a ello. No podía continuar parapetándose tras aquella destructiva guerra continua contra Graciela y Jimena. Era una guerra que sabía que no podía ganar. Una guerra que estaba haciéndole daño, que la estaba amargando. «No puedo evitar que me arrebaten Haughton. No puedo pararlas. Pero tampoco puedo seguir así. Lo único que puedo hacer es darme por vencida, claudicar, renunciar a mi hogar….». Las palabras de Pedro resonaron en su mente, clavándose dolorosamente en su ánimo como un aguijón. Había dicho que su casa era una tumba, su tumba. Apretó los puños, negándolo desesperada para sus adentros, pero la horrible sensación que habían causado en ella esas palabras no se desvanecía, como si su subconsciente pretendiese obligarla a afrontar la verdad. Esa, y otra verdad: Que había cambiado. Pedro la había cambiado. Y no solo en lo que se refería a su aspecto exterior, sino también el interior. Ya no era la misma persona. Iba a perder Haughton y no podía tener a Pedro, pero se tenía a sí misma, y debía ser valiente y transigir con lo que hasta entonces había sido impensable para ella. Por eso, aun con el corazón apesadumbrado, una espantosa sensación de miedo y una angustia horrible, fue al salón, se sentó junto a la mesita donde estaba el teléfono y se preparó para hacer la llamada que sabía que tenía que hacer.





Pedro escuchaba con educación y fingido interés al ministro de Desarrollo y Obras Públicas del jeque. La reunión estaba yendo bien, estaban estableciendo acuerdos que les reportarían beneficios mutuos, todo se estaba desarrollando en un tono muy cordial y todo el mundo estaba contento. Sin embargo, los pensamientos de él estaban muy, muy lejos de allí, porque no dejaba de darle vueltas a un proyecto que era insignificante en comparación con el que se estaba discutiendo allí, pero que era infinitamente más importante para él. Un proyecto crucial para su futuro. Su abogado de Inglaterra acababa de llamarlo, justo antes de que empezara la reunión, y, al hablar con él, había respirado aliviado. Cuando por fin terminó la reunión, de un modo completamente satisfactorio, abandonó del edificio y se dirigió al coche que lo esperaba. El calor del Golfo Pérsico lo envolvió al salir a la calle, pero apenas lo notaba porque cada uno de sus pensamientos giraba en torno a Paula. Debería estar allí con él. Habrían explorado juntos el zoco del casco antiguo de la ciudad, con su olor a mil especias distintas y la fragancia del incienso impregnándolo todo. Navegarían bordeando la costa en un velero, verían juntos el atardecer, irían a… Interrumpió esos pensamientos. No era el momento de ponerse a fantasear con lo que podría haber sido y no fue. Tenía que centrarse en el futuro; tenía que volver a su hotel, telefonear a Londres, acelerar el papeleo, y todo a la mayor celeridad posible. No podía permitirse que hubiese ningún retraso. El resto de su vida dependía de ello.

Deja Que Te Ame: Capítulo 43

 –Y lo vendió. Vendió buena parte de las joyas de mi madre; solo se quedó con las que le gustaban a ella o a Jimena. De hecho, a las dos les gustan las perlas, y el collar de perlas que Graciela llevaba el día que viniste a almorzar era un regalo que mi padre le hizo a mi madre por sus diez años de casados, y la pulsera de perlas que llevaba Jimena me la regalaron mis padres al cumplir los trece años. Jimena me la quitó y se la quedó para ella; dijo que era un desperdicio que alguien como yo, que no soy más que una elefanta torpe y fea, tuviera algo así. Y nunca, jamás, dejó escapar la oportunidad de recordármelo. Cuando fuera y donde fuera. Consiguió que en el colegio se rieran de mí, y ha seguido riéndose de mí todos estos años. ¡Ha estado burlándose sin piedad de mí desde que mi pobre padre cayó en las garras de su madre! –hizo una pausa para tomar aliento antes de continuar–. Y sí, cuando Graciela se casó con él, mi padre era un hombre muy rico. Eso fue lo que la atrajo de él, su dinero. Le encantaba gastarlo a manos llenas. Y eso fue lo que hizo: ¡Gastar, gastar y gastar! Se lo gastó todo, ¡Todo! Se lo gastó en interminables vacaciones en lugares carísimos. Se gastó una fortuna para contratar a un importante diseñador de interiores para redecorar Haughton. Y se gastó aún más dinero en prendas de alta costura para Jimena y para ella, encoches deportivos que cambiaba cada año, en joyas, en fiestas, y en general en vivir por todo lo alto a expensas de mi padre.


Pedro no podía dar crédito a lo que estaba oyendo. Levantó una mano y abrió la boca para decir algo, pero Paula no se lo permitió.


–Y lo que te dijo Graciela es mentira –le espetó–. Mi pobre padre no pudo dejarme sus acciones ni sus activos porque tuvo que venderlos para poder mantener el tren de vida de ella. Cuando murió prácticamente no le quedaba nada excepto Haughton, y, si les dejó dos tercios a Graciela y Jimena, fue porque mi madrastra se aseguró de que modificara su testamento cuando se casaron. Así que ya ves, no me queda nada salvo un tercio de Haughton, así que me resultaría difícil comprarles a ellas su parte con mi sueldo de profesora. Con eso pago la comida, las facturas, las tasas del ayuntamiento… Y los gastos básicos de mi madrastra y mi hermanastra, como cuando van a la peluquería. Sus viajes al extranjero, por supuesto, los pagan vendiendo las antigüedades y los cuadros que aún quedan en la casa. Aunque, para ser justa con ellas –añadió con sarcasmo–, es lo mismo que he decidido hacer yo para pagar toda la ropa que compré. Al fin y al cabo, ¿por qué no habría de agenciarme yo también una parte, una ínfima parte, de lo que aún queda, teniendo en cuenta todo con lo que ha arrasado mi madrastra? Y por eso mismo… –su voz sonaba fría como el acero, y sus ojos relampagueaban–. Por eso mismo, ¿No crees que tengo derecho a mostrarme reacia, cuando menos, a dejar que esas dos sanguijuelas vendan la casa de mis padres, que me arrebaten también eso? Es lo único que me queda. Me han quitado todo lo demás, ¡Todo! Desangraron a mi padre y convirtieron su vida y la mía en un infierno, y las odiaré con toda mi alma hasta el día en que me muera.


Paula exhaló un suspiro tembloroso, como si ya no le quedaran energías, pero aún no había terminado.


–Así que, si no te importa, me marcho. Vuelvo al lugar en el que nací y crecí, donde una vez fui feliz, hasta que esas… Aves carroñeras lo invadieron. Me vuelvo al hogar que tantas veces soñé que un día sería mío, donde formaría mi propia familia, donde viviría el resto de mis días… Ese hogar que ahora quieren arrebatarme esas dos viles avariciosas porque ya es lo único que pueden quitarme. Y por eso quiero disfrutar de él el tiempo que pueda, hasta que un juez me obligue a abandonarlo.


Con el rostro contraído y lleno de dolor, se dió media vuelta y agarró su maleta y su bolso, que había dejado junto a la pared, y Pedro, aturdido y sin saber qué hacer o qué decir, la vió salir de la suite y cerrar tras de sí de un portazo.

Deja Que Te Ame: Capítulo 42

Paula le dió un empujón y se tambaleó hacia atrás. Estaba mirándolo con los ojos muy abiertos, como espantada.


–¡Es mi hogar! ¿Por qué debería vendérselo a alguien como tú que acabará convirtiéndolo en un hotel? ¿O que se lo venderá a algún oligarca, o a un jeque que solo lo pisara una vez al año, si es que lo pisa?


Pedro sacudió la cabeza.


–No es eso lo que pienso hacer con Haughton. Lo que quiero es…


Ella no le dejó terminar. ¡Dios!, ¿por qué había elegido precisamente ese momento para volver a aguijonearla? ¿Por qué no podía dejarla tranquila, dejar de insistirle una y otra vez?


–¡Me da igual lo que quieras! –le espetó–. Lucharé hasta el final; lucharé contra Graciela y contra Jimena hasta el final. Haughton es mi hogar… ¡Y lo único que quiero es vivir allí en paz!


–¡Pues entonces hazlo! –exclamó Pedro, cortando el aire con un golpe de su mano. Estaba tan exasperado que no podía controlarse–. Cómprales su parte a tu madrastra y tu hermanastra y pon fin a esa disputa vengativa que está envenenándote.


Vió cómo sus palabras paralizaban a Paula.


–Que les compre su parte… –murmuró.


No era una pregunta, ni una afirmación; solo un eco de lo que él había dicho. Y se había puesto pálida, muy pálida. Pedro inspiró.


–Sí, cómprales su parte. Si es así como te sientes, cómprales su parte para que puedan irse a vivir a otro sitio a kilómetros de ti; estoy seguro de que ellas también están ansiosas por alejarse de tí. Y entonces acabará esta tragedia griega. Bien sabe Dios que he intentado mostrarte que hay otro mundo ahí fuera, que podrías disfrutar de tu vida, pero mientras sigas empeñada en vengarte de ellas, en castigarlas, el veneno seguirá destruyéndote.


Resopló con pesadez. Era como darse cabezazos contra una pared. Se dió la vuelta y fue a la mesa a servirse una taza de café que se bebió de un trago, con rabia. ¿Es que era incapaz de ver el daño que se estaba haciendo a sí misma? Sintió un ligero toque en el brazo. Era Paula, reclamando su atención. Dejó la taza en la mesa y se volvió hacia ella. Había algo extraño en su expresión, algo que no había visto antes y que le hizo pensar en un animal herido de muerte.


–Has dicho que debería comprarles a Graciela y a Jimena su parte de Haughton –dijo con un hilo de voz–. ¿Con qué dinero? –le espetó.


Pedro resopló exasperado.


–Paula, no me seas melodramática –la increpó–. Podrías comprársela si quisieras. Graciela me dijo que salvo las dos terceras partes que tu padre les dejó de Haughton a Jimena y a ella, tú heredaste todo lo demás: sus acciones, sus activos… Ella misma me dijo que era un hombre muy rico.


Paula seguía pálida como una sábana, pero cuando habló lo hizo en un tono muy calmado. Demasiado calmado.


–Deja que te diga algo, Pedro. ¿Recuerdas la noche de la fiesta de disfraces?, ¿Ese joyero al que hiciste venir? ¿Recuerdas que elegí al instante ese conjunto de rubíes?


También había algo extraño en su voz, algo que hizo a Pedro fruncir el ceño.


–No lo elegí por que combinara bien con el color de mi vestido –continuó Paula–. Fue porque… –apretó los puños– porque esas joyas pertenecieron a mi madre. Las reconocí al momento; en especial el anillo, porque era su anillo de compromiso. Y antes perteneció a mi abuela, y a mi bisabuela… Igual que el resto del conjunto. A mi madre le encantaba, pero a Graciela no.


A Pedro, que se temía lo que venía a continuación, se le heló la sangre en las venas.

Deja Que Te Ame: Capítulo 41

Ya en la suite llamó al servicio de habitaciones para pedir que les subieran un buen desayuno, y cuando Paula, que había entrado al baño, salió al salón se encontró con que ya estaba la comida en la mesa. Pedro la llamó para que fuera a sentarse con él y ella, después de ocupar su asiento, lo miró vacilante y comenzó a decirle:


–Pedro, sobre eso que has dicho antes de ir al Golfo…


–Ah, sí –la interrumpió él alegremente, mientras se untaba mantequilla en una tostada–, acabo de recibir por e-mail la confirmación de una reunión pasado mañana con el asesor empresarial del jeque. Sé que es algo precipitado, pero podemos tomar un vuelo mañana. ¿Qué te parece? –le preguntó con una sonrisa–. Acamparemos en el desierto, veremos las estrellas juntos por la noche, montaremos en camello… te encantará –se quedó callado al ver la expresión sombría de Paula–. ¿Qué pasa? –inquirió preocupado.


–Pedro, no…. No puedo.


Él frunció el ceño.


–Pero si aún falta bastante para el comienzo del curso –apuntó.


Paula sacudió la cabeza.

–No es eso.


–Entonces, ¿Qué problema hay? –quiso saber él, sin poder evitar un matiz de impaciencia en su voz.



No sabía muy bien por qué, pero le dolía que Paula estuviese negándose a acompañarlo. ¿Por qué no quería ir con él? No lo entendía, porque él desde luego quería que lo acompañase. No se sentía preparado para separarse de ella; aún no. Sin embargo, ella volvió a sacudir la cabeza. De repente había algo distinto en su mirada, algo que le recordó a esa Paula resentida y obstinada con que se había encontrado la primera vez que había visitado Haughton. Era como si hubiese vuelto a encerrarse en sí misma, a cerrarse al mundo, y estuviera dejándolo fuera a él también. Seguro que eran solo los efectos del jet lag, se dijo, intentando encontrar una explicación racional a su reacción. Pero en el fondo sabía que no se debía solo a la falta de sueño y el cansancio. Tomó su mano y se la apretó suavemente.


–Vamos, Paula, estamos tan bien juntos… ¿Por qué no aprovechar y seguir disfrutando juntos hasta que se acaben tus vacaciones? ¡Vente conmigo al Golfo! Quiero enseñarte tanto del mundo como pueda; quiero…


Pero ella tiró de su mano para que la soltara y dió un paso atrás con el rostro contraído. Un torbellino de emociones encontradas se revolvía en su interior. Aunque una parte de ella le decía «¡Ve con él, aprovecha estos últimos días con él!», sabía que no debería hacerlo. Era mejor poner ya el punto final. Porque cuanto más tiempo pasara con él, más duro sería para ella cuando aquello hubiese terminado, y más riesgo corría de acabar enamorándose de él. ¡No podía, no podía enamorarse de él! Intentó encontrar la manera de decírselo.


–Pedro, jamás podré agradecerte lo bastante lo que has hecho por mí, ¡Jamás! –le dijo con la voz entrecortada por la emoción contenida–. Me has hecho un regalo tan grande y… todos estos días contigo han sido como… como un sueño. Siempre te estaré agradecida y…


–¡Yo no quiero que me des las gracias! –la cortó él–. Lo que quiero es que te vengas conmigo, que aprovechemos estos días que podemos pasar juntos antes de que empiecen otra vez las clases y tengas que volver al trabajo. Vamos, no creo que sea mucho pedir, ¿No?


Su tono era persuasivo, pero también impaciente. ¿Es que Paula ya no quería estar con él? De nuevo volvió a sentir una punzada y lo invadió una honda frustración.


–Pedro, no es eso… –comenzó Paula de nuevo–. Es que…


Había levantado ambas manos, como pidiéndole que no se acercase, como si de verdad quisiera alejarlo de ella.


–Es que si acepto solo estaré posponiendo el momento en que tenga que volver a mi realidad. Creo que es mejor despedirnos ahora, en vez de esperar unos días más. Sería prolongar lo inevitable cuando al final tendré que afrontar la misma situación. Tengo que volver a Haughton, y no porque falte poco para volver a incorporarme al trabajo, sino porque es donde quiero estar mientras…


Se le quebró la voz y no pudo continuar. En su mente oía el eco desesperado de las palabras que no había podido pronunciar: «Mientras continúe siendo mi hogar». Era demasiado doloroso pensarlo siquiera, y habría sido aún más doloroso decírselo al hombre que pretendía arrebatarle su hogar, la única felicidad que le quedaba. ¿La única? ¿Y la felicidad que había sentido junto a Pedro?, se preguntó. Pero de inmediato su mente apartó ese pensamiento. Aunque hubiera sido feliz esos días con él, aquello no era más que algo pasajero, con fecha de caducidad. Para él solo era una… una novedad. Y fuera cual fuera el motivo por el que se sentía atraído por ella, tenía que ser realista y aceptar que para Pedro no era más que alguien con quien pasar un buen rato, en la cama y fuera de ella. Sacudió la cabeza y, mirándolo angustiada, le reiteró:


–Quiero irme a casa, Pedro. Eso es lo que quiero –dijo levantándose de su asiento.


Pedro no quería oír esas palabras, no quería que le dijera que no quería estar con él, que lo que quería era volver al lugar del que estaba intentando liberarla. Una tremenda frustración borboteaba dentro de él. Era más que frustración. Avanzó hacia ella y la agarró por los brazos.


–Paula, no te hagas esto. Tu obsesión con Haughton raya en lo enfermizo; está envenenando tu mente. Te mantiene encadenada a una vida que no deberías estar viviendo. Lo llamas «hogar», pero es una tumba… Tu tumba. ¿Es que no lo ves? Te has enterrado allí en vida, aferrándote a esa casa solo porque puedes usarla como un arma contra Graciela, que cometió el crimen de casarse con tu padre y le dio la oportunidad de volver a ser feliz…


Paula emitió un gemido ahogado de indignación, pero él no paró. No podía parar. Era demasiada la frustración que sentía. Tenía que hacerle ver que su rencor era lo que estaba destruyéndola.


–Paula, mírate: has dejado que la ira y el resentimiento te corroyeran por dentro durante años. Nunca les has dado una oportunidad a Graciela y a Jimena. Nunca quisiste que fueran parte de tu familia, reconócelo. Tenías una dependencia tremenda de tu padre, y es comprensible porque habías perdido a tu madre, pero has acabado obsesionada con castigar a tu madrastra y a tu hermanastra negándote a vender Haughton.

martes, 12 de octubre de 2021

Deja Que Te Ame: Capítulo 40

Pedro, que se había acabado su sándwich, sacó su móvil.


–Hagámonos un selfie –le propuso rodeándola con el brazo mientras sujetaba el teléfono frente a ellos–. ¡A ver esa sonrisa! –le dijo, y sacó una foto que le mostró a continuación–. ¡Mira qué bien hemos salido!


Paula sonrió, pero el dolor que sentía ante la inminente separación no se disipó. Eso era lo único que le quedaría de su tiempo juntos, fotos y recuerdos. Pero el momento de la separación aún no había llegado, se recordó mientras Pedro volvía a guardarse el teléfono, se levantaba y se colgaba la mochila. Disfrutaría al máximo de esos momentos juntos, se propuso de nuevo, firmemente, y se levantó ella también.


En los días que siguieron hicieron más senderismo, hicieron recorridos en bicicleta y hasta montaron a caballo. Por la noche cenaban en la cabaña y pasaban la velada charlando frente a la chimenea, sin televisión ni ninguna otra distracción electrónica que estropeara el cálido y tranquilo ambiente rústico que se respiraba. Pero los días iban pasando, inexorables, uno tras otro, y cada día estaba más próximo su regreso al Reino Unido. Y el ánimo de Paula, cuando llegó el último día y se subieron al todoterreno para ir a Salt Lake City, donde tomarían el vuelo de vuelta, se fue tornando más sombrío a cada kilómetro que avanzaban. No podía soportar la idea de separarse del hombre que la había transformado por completo. Pero era inevitable; pronto se separarían. Su alma gritaba de impotencia en silencio, pero su vocecita interior le recordó cruel que había estado advertida desde el principio de que aquello pasaría. «Sabías perfectamente dónde te metías. Sabías por qué Pedro estaba haciendo todo esto; conocías sus razones… No te lamentes ahora». Giró la cabeza hacia la ventanilla y cerró los ojos con fuerza. Habría más hombres en su vida, se dijo, pero su corazón se negaba a atender a razones, y su alma clamaba angustiada. ¿Cómo podría desear a ningún otro hombre después de Pedro? ¿Qué otro hombre podría comparársele? Era imposible. La recorrió un escalofrío, como si hubiese invocado a los fantasmas de un futuro que aún no se había producido pero que iba camino de convertirse en realidad: Un futuro sin Pedro, un futuro completamente vacío. No, no debía pensar así, se increpó abriendo los ojos. Un futuro sin Pedro no tenía por qué ser un futuro vacío. Tenía su trabajo, que le encantaba, y tenía un hogar por el que luchar, un hogar que mantener a salvo de quienes querían arrebatárselo, incluido él.


Su rostro se ensombreció. Allí, a miles de kilómetros, al otro lado del Atlántico, casi había olvidado que era él quien quería echarla de su casa, y hasta creía que lo hacía por su propio bien, pero esa amarga realidad era algo que no debía olvidar. Una verdad que se cernía sobre ella con rápidas alas, y que a cada hora que pasaba estaba más próxima.


El ánimo de Paula continuó decayendo durante el vuelo de regreso al Reino Unido, y solo había conseguido dormirse a ratos. Cuando llegaron al aeropuerto de Heathrow, en Londres, a primeras horas de la mañana, no podía estar más alicaída. Era el fin de esos días felices con Pedro, y ahoratendría que retomar la batalla por su hogar. Tras el calor tropical del Caribe y el aire limpio y fresco del Oeste Americano, el clima lluvioso de la primavera en el Reino Unido no resultaba muy acogedor. Con el chófer de Pedro al volante, atravesaban las calles de Londres a la hora punta, y ella iba mirando por la ventanilla, taciturna y grogui por el largo vuelo. Pedro había notado lo apagada que estaba, pero pensó que era mejor darle unpoco de espacio y, aunque los pensamientos bullían en su mente, se ocupó en ponerse al día con los e-mails en su BlackBerry. Cuando llegaron a su hotel y se bajaron del coche, se estremeció.


–¡Menudo frío! –exclamó, y al entrar en el vestíbulo del hotel, añadió–: ¡Menos mal que nuestro próximo destino es el Golfo Pérsico!


Como iba mirando hacia el frente mientras se dirigían al ascensor, no vió el respingo que dió Paula al oír sus palabras, y ella, aturdida, tampoco dijo nada.


Deja Que Te Ame: Capítulo 39

Ir al Parque Nacional de Roarke resultó ser una experiencia a la medida de Paula. Le encantó la belleza salvaje del Oeste Americano, y le gustó aún más poder disfrutar de ella junto a Pedro. Tomaron un vuelo a Salt Lake City, y con un todoterreno llegaron al parque con su impresionante paisaje de escarpadas moles de piedra. El parque estaba relativamente tranquilo en esa época del año, con algunas zonas cerradas aún por la nieve, pero en el cañón la temperatura era más cálida y la piedra rojiza erosionada por el viento formaba un vivo contraste con el intenso azul del cielo y el verde de los pinos. La cabaña de madera donde se alojaron no podía ser más hogareña y a Paula el seminario, con el que aprendió muchísimo acerca de la geografía y geología del parque, le pareció fascinante. De hecho, ya estaba pensando en organizar una excursión allí con sus alumnos. Y, por si fuera poco, después de que se hubieran pertrechado debidamente, Pedro la llevó a hacer senderismo por una de las rutas más bonitas del parque.


–Madre mía… esto es hacer ejercicio y lo demás es cuento –murmuró cuando alcanzaron, jadeantes, la cima del sendero. 


Éste ascendía por el desfiladero del cañón y terminaba en una meseta rocosa, donde soplaba un viento frío que con el calor de la caminata solo parecía una brisa fresca. Pedro se rió y apoyó la espalda en una roca para tomar un buen trago de agua de su cantimplora.


–Desde luego –asintió–. Mañana tendremos unas agujetas de campeonato, pero ha merecido la pena, ¿No?


–Por supuesto –respondió Paula, admirando el increíble paisaje hasta donde alcanzaba la vista. Se giró hacia Pedro y le dijo–: Gracias.


Él le dirigió una sonrisa cálida y afectuosa.


–Sabía que te gustaría –dijo. Se quitó la mochila y la puso en el suelo–. Con tanto caminar me muero de hambre; vamos a comer algo.


Se sentaron junto a la pared de roca, a resguardo del viento, y sacaron de sus mochilas las provisiones que habían comprado antes de salir. Mientras masticaba un trozo de sándwich, Paula alzó el rostro hacia el sol, pletórica de felicidad. Luego miró a Pedro. Era él quien la hacía feliz. Estar con él la hacía feliz. Ya estuvieran haciendo el amor o simplemente sentados el uno al lado del otro, como en ese momento, en medio del silencio y la grandiosidad de la naturaleza. Sin embargo, esos pensamientos derivaron en otros que los tiñeron de tristeza: Si estar con él la hacía feliz, ¿qué pasaría cuando ya no estuviesen juntos? Porque eso era lo que iba a pasar, dentro de unos días, cuando regresaran a Inglaterra. Esas sombras nublaron su mente. Y cuanto más tiempo pasara con él, se dijo, más duro le resultaría después estar sin él. «¡Olvídate de eso y disfruta de este momento!», se increpó. «Disfruta del presente sin esperar nada más». Pero, por más que se repitiera eso y se dijera que no podía dejarse llevar por las emociones, tenía la sensación de que ya era demasiado tarde. ¿Estaba enamorándose de él? Apartó esos pensamientos de su mente, en un intento por silenciarlos, un intento desesperado por negarlos. No… no… No estaba enamorándose de Pedro. ¡Solo creía que estaba enamorándose de él! Además, era evidente por qué se sentía así. Era el primer hombre que la había besado, abrazado, el primer hombre con el que había hecho el amor… Era normal que su falta de experiencia la hiciese creer que el que la hiciera sentirse especial era lo mismo que enamorarse de él. ¿Y qué mujer no se encapricharía de un hombre tan increíblemente atractivo como Pedro, con esos profundos ojos oscuros, esa sonrisa seductora y ese cuerpo atlético y musculoso?