Paula lo miró, incómoda. Llevaba una chaqueta marrón y camisa sin corbata. Era tan alto como sus hermanos y, a pesar de que ella no era bajita, tuvo que levantar la mirada para ver su cara. El desconocido tenía unos preciosos ojos azules con puntitos dorados. Aunque iba vestido como un hombre de negocios, su bronceado sugería que pasaba mucho tiempo al aire libre. Sus facciones eran duras, pero muy atractivas. Tenía acento estadounidense y se preguntó que lo habría llevado a la feria de Nuee.
-Gracias por recuperar mi globo.
-¿Por qué no se lo ata? -preguntó el hombre que, sin esperar respuesta, empezó a atárselo a la muñeca.
Cuando las grandes manos del hombre se cerraron sobre su delicada piel, Paula sintió un calor desacostumbrado que le recorrió el brazo. Solo duró un segundo, pero era una sensación tan intensa como desconocida para ella. El hombre miró el globo.
-¿Le gustan los caballos o los globos?
-Las dos cosas -contestó Paula, nerviosa.
Él tenía una voz ronca, profunda, como el terciopelo rozando la piel. Qué tontería, pensó entonces. No estaba acostumbrada a que nadie la tocase y por eso tenía tan extraños pensamientos. En ese momento escucharon por el altavoz que el espectáculo de doma iba a comenzar.
-¿Va a ver el espectáculo?
-Sí -contestó ella.
-Tengo un pase para la tribuna de socios. ¿Quiere verlo desde allí conmigo?
Como patrocinadora de la feria, Paula tenía acceso a cualquier pabellón. Al menos, lo tenía la Princesa, se recordó a sí misma. Pero su álter ego, Daiana, no tenía tales privilegios y se sintió tentada de aceptar. Aquel hombre la intrigaba, pero era demasiado arriesgado. En la tribuna de socios podría encontrarse con alguien que la reconociera.
-No puedo -dijo, incapaz de esconder su desilusión-. He quedado... con una persona.
-En ese caso, espero que lo pase bien -sonrió el hombre, despidiéndose con un gesto.
Cuando desapareció, Paula sintió una inexplicable sensación de vacío. Él solo había intentado ser amable y seguramente se alegraba de que no hubiera aceptado. Suspiró mientras se encaminaba hacia las gradas.
Debía de estar loco, pensaba Pedro mientras se dirigía hacia la tribuna. ¿No tenía suficientes preocupaciones trabajando con el príncipe Leandro para construir un rancho estilo estadounidense en Nuee? Él sabía que sus planes eran muy sólidos, pero hasta que el rancho fuera una realidad no debía perder el tiempo con nada. Ni siquiera con una mujer tan intrigante como la que acababa de conocer. Miró por encima de su hombro. El globo que flotaba en el aire le indicaba que ella se dirigía hacia las gradas. No era la única mujer que llevaba sombrero y gafas de sol, pero era la única que parecía esconderse y eso despertaba su curiosidad. Hablaba con el mismo cultivado acento inglés que el príncipe Leandro, de modo que debía de ser una aristócrata. El instinto le decía que lo de esperar a alguien había sido una excusa.
Probablemente él no le había gustado, pero era demasiado educada como para decirlo. Eso le recordó a su ex esposa. Pedro sonrió para sí mismo. Si alguien le había enseñado la futilidad de intentar conseguir lo imposible, esa había sido Jimena. El día que conoció a Jimena Huntly, se dió cuenta de que eran tan diferentes como un diamante y un trozo de cristal. Debería haber visto las señales de advertencia cuando ella le dio una charla sobre reglas de comportamiento el primer día que salieron, pero él era más joven y estaba locamente enamorado de ella. Tenía que admitir que, además, se había sentido halagado de que una mujer como ella, la millonaria hija de un embajador, pudiera enamorarse de un ranchero sin apellido ilustre que se había hecho rico con su trabajo. Había sido un tonto. Jimena le había dicho que estaba aburrida de su círculo de amistades y que prefería su estilo de vida, pero la atracción por la novedad se había disipado poco después de casarse, cuando Pedro había intentado controlar su enloquecida forma de gastar dinero. No había esperado que su mujer viviera como una mendiga, solo que moderase sus gastos. Pedirle que limitara sus compras a un viaje a Europa por temporada le había parecido razonable; pero evidentemente a Jimena, no. Se portaba como si él la obligase a vestirse con andrajos.
-Soy un ranchero, no un jeque árabe -le había dicho, con las manos llenas de facturas con nombres de casas de costura francesas.
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