–Pero todo eso ha desaparecido –siguió Valentina–. Y lo echo de menos. Aunque ésa era una parte de mi madre que yo no había visto nunca hasta ahora, no quiero que desaparezca, tío Pedro. Me duele mucho que haya perdido la alegría.
–A mí también –asintió él. Pero supo, nada más decirlo, que había hablado demasiado.
–¿Estás enamorado de ella, tío Pedro?
Él dejó escapar un largo suspiro.
–Sí, estoy enamorado de tu madre.
–Me alegro muchísimo. Tío Pedro, serán tan felices juntos… –dijo su ahijada entonces, sin poder disimular un sollozo.
¿Por qué lloraban siempre las mujeres cuando eran felices?
–¿Valu?
–¿Sí?
–La próxima vez que llames, intenta recordar la diferencia horaria.
–Lo haré –rió su ahijada.
Pedro colgó el teléfono con una sonrisa en los labios. El perro, que había logrado subirse a la cama, abrió un ojo para comprobar si él lo había visto. Ya no era un cachorrito y empezaba a pesar bastante, pero no fue capaz de echarlo. Seguía sin ponerle nombre. Blackie, Zamboni… Paula le había regalado un libro con nombres para perros, pero ni siquiera así era capaz de elegir uno. Además del libro, le había regalado cosas para la casa. La semana anterior se presentó con unos cojines para el sofá, una fotografía enmarcada del perro para su estudio, una planta para la cocina… Había conseguido estar en la casa sin estar en realidad y Pedro se sentía a la vez frustrado y agradecido. Era hora de arriesgarse de nuevo, decidió. Hora de poner las cartas sobre la mesa. Ya había esperado demasiado. De modo que por la mañana fue a la casa en la que Paula estaba trabajando. Su coche estaba estacionado fuera, junto a la camioneta de Marcos. Al lado, un contenedor lleno de ladrillos y viejos armarios. Paula salió de la casa con una mascarilla tapando su boca y el pelo lleno de cal.
–Hola.
–Hola –sonrió ella, bajándose la mascarilla.
Estaba sonriendo, pero la sonrisa no llegaba hasta sus ojos. Y Rick echaba tanto de menos ese brillo de alegría en los ojos castaños…
–Voy por la C.
–¿Eh?
–De los nombres para perros.
–Ah, ya. ¿Y?
–Cletus.
–No vas a llamar a ese perro Cletus.
–¿Qué te importa a tí cómo llame a mi perro, Paula Chaves?
–No me importa. Llámale como quieras.
Pero él sabía que sí le importaba.
–Pues muy bien, entonces le llamaré Cletus.
–Te doy una docena de galletas de chocolate si no lo llamas así –dijo Paula entonces.
–Ah, entonces te importa. Dos docenas.
–Hecho.
–En realidad, había venido para invitarte a cenar en casa el día de Acción de Gracias. Me parece una manera estupenda de inaugurar la casa de forma oficial. El olor del pavo al horno tiene que ser casi tan bueno como el de las galletas caseras.
Paula sonrió, pero la sonrisa desapareció enseguida.
–No puedo, Valen vuelve de la universidad y he invitado a Jason para que la conozca y… en fin, me va a odiar.
Paula podía decir que no creía en el amor y podía intentar endurecer su corazón, pero estaba claro que una parte de ella quería creer en el milagro de dos personas que estaban hechas la una para la otra.
–En realidad, Valu ha quedado en cenar en mi casa.
Paula se puso en jarras.
–¿Me robas a mi hija el día de Acción de Gracias?
–Marcos también puede venir.
–Bueno, la verdad es que suena bien. Esa casa está hecha para reuniones familiares –sonrió Paula entonces. Ese brillo de ilusión apareció otra vez, pero ella intentó esconderlo–. Aunque, si quieres que te sea sincera, Pedro, no te veo cocinando un pavo.
–Ja. Me has visto haciendo galletas. Y quedamos en que la mía era la mejor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario