martes, 17 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 38

Qué bienvenidas habrían sido las lágrimas en ese momento, pero no llegaron. Paula deseaba sentir algo, pero no sentía nada en absoluto, salvo gratitud por la inauguración de la casa O’Brian al día siguiente. Si no tuviera eso, sería capaz de meterse en un agujero y no salir nunca. Pero tenía el día siguiente y ese día no habría tiempo para pensar en nada. Diana, vestida como una reina, se veía a sí misma como la auténtica anfitriona de la velada y llevaba a los invitados por todas las habitaciones, contando la historia de la casa y anécdotas sobre bodas y meriendas en el jardín… De ese modo, podía encargarse de los detalles: abrir botellas de vino, comprobar que los canapés tenían buen aspecto, llenar las copas. Hacía un día absolutamente precioso, uno de esos días de otoño en los que el sol bañaba el mundo con una luz dorada. Y la casa estaba llena de gente que admiraba el trabajo que habían hecho con aquella mansión. Debería sentirse feliz, pero esa frase… «Tú no querías saber la verdad sobre Antonio», seguía dando vueltas en su cabeza. Horas más tarde, cuando todo el mundo se había marchado, Paula sacó la basura al callejón. Sólo quedaba Diana.


–Vamos, Diana, te llevo a casa.


–¿Paula?


–¿Sí?


–Muchas gracias. Éste ha sido uno de los mejores días de mi vida.


–No sabes cuánto me alegro –sonrió ella. Y lo decía en serio.


Por mucho que tuviera el corazón roto, su vida aún podía tener sentido. Y tenía sentido ofrecerle momentos de alegría a otras personas. «Podría hacerme monja», pensó. Y que eso la hiciera sonreír fue otro rayo de esperanza. Pero después de dejar a Diana en la residencia para mayores en la que vivía, se sintió atraída de nuevo hacia la casa O’Brian. Abrió la puerta, encendió las luces y paseó por las habitaciones, pensativa. Le encantaba aquella casa, cada moldura, cada ventana. Se detuvo en aquel baño increíble, tocando la bañera que Pedro y ella habían comprado… y entonces sus ojos se llenaron de lágrimas. Qué absurdo llorar por una casa que no era suya y no haber llorado en absoluto por la traición de su marido. Qué absurdo sentirse tan apegada a aquella casa, verse viviendo en cada una de las habitaciones, bañándose en esa bañera, haciendo galletas en la cocina.  O quizá no era tan absurdo. Las casas, los objetos, no podían hacerte daño. La gente sí. Oyó entonces que se abría la puerta de la entrada y, unos segundos después, pasos en la escalera. Pasos masculinos, decididos. Era Pedro. Lo sabía, pero se negó a darse la vuelta cuando lo oyó entrar en el baño. Ese momento era de los dos. Porque Pedro era parte de esa casa tanto como ella; una parte de la increíble metamorfosis que había ocurrido allí.


–Paula, la casa está vendida.


–Era de imaginar –contestó ella, intentando que su voz sonara alegre y sin conseguirlo.


–Te has hecho un nombre en el negocio. A partir de ahora, el cielo es el límite.


–Ya.


–Paula, tengo que decirte algo.


Ella se volvió entonces. Pedro tenía aspecto de cansancio y el mechón rebelde estaba más de punta que nunca.


–Yo he comprado la casa.


–¿Qué?


–La necesito para el perro. El otro día me enviaron una carta de la Asociación de Vecinos diciendo que un perro tan grande no podía vivir en esa zona residencial. ¿Te lo puedes creer?


–¿Vas a ponerle un nombre a ese pobre perro?


–Sí, bueno, lo estoy pensando… esta semana lo he llamado Alfie, Mickey y Bartholomew.


–No le pega ninguno. 

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