jueves, 12 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 34

 –¿Valentina?


Sí, podría ser Valentina. No sería la primera vez que lo llamase de madrugada. Con desgana, Pedro levantó el auricular y se sentó al borde de la cama.


–¿Sí?


Paula intentó ver su rostro, pero se había puesto casi de espaldas, como si quisiera ocultarse. Podía oír la voz de una mujer al otro lado del hilo, pero la intuición le dijo que no era Valentina.


–Ahora no puedo hablar. Te llamo enseguida –dijo él antes de colgar–. Perdona, Paula.


–No, no hace falta que me pidas perdón. Menos mal que han llamado por teléfono. Salvados por la campana, ¿Eh?


Quería que Pedro le dijera que no, que la tumbase sobre la cama y volviese a besarla. Pero no lo hizo. Esa llamada de teléfono lo había cambiado todo.


–Pedro, olvida lo que ha pasado –suspiró Paula entonces.


Luego se dirigió a la puerta y él no la siguió. Cuando miró hacia atrás, seguía sentado en la cama, mirando al suelo. Él no iba a olvidar lo que había pasado. Y, desgraciadamente, tampoco podría hacerlo ella. 



Pedro la oyó bajar los escalones del porche y oyó después cómo arrancaba el Smart. Suspirando, enterró la cara entre las manos, avergonzado. Había visto su expresión de dolor cuando colgó el teléfono. Habría querido hacer cualquier cosa para asegurarle que no era lo que ella pensaba, pero… en realidad se parecía mucho. Era una mujer a la que siempre le habían escondido cosas. Y eso era lo que había visto en sus ojos. Había visto que Paula lo sabía, que sabía que le escondía un secreto. Y era el peor de todos. La llamada era de Fernanda Addison, la tutora de Sofía. Fernanda era demasiado joven para tener la responsabilidad de criar a una niña pequeña, aunque fuese la hija de su difunta hermana. La hija de Antonio y su amante. A veces lo llamaba, a cualquier hora, desesperada porque la niña lloraba o le pasaba algo. Ahora se preguntó qué querría. ¿Sería una emergencia? Aunque le pesaban los brazos como si fueran de plomo, aunque casi no podía hablar, hizo un esfuerzo para descolgar el auricular y marcar su número de teléfono.


–Perdona, es que antes estaba ocupado.


–Ya sé que no debería haberte llamado, pero es que Sofía lleva horas llorando y no sabía qué hacer.


Pedro podía oír los gritos de la niña al otro lado. Gritos que se habían convertido en alaridos.


–Fernanda, cuando un niño llora durante mucho tiempo hay que llevarlo al hospital. ¿Por qué no la has llevado?


–Por eso te llamé. He pedido un taxi, pero no viene y… había pensado que tú podrías venir a buscarme con el coche.


Pedro estuvo a punto de ponerse a gritar. Debería haber llamado a una ambulancia. Pero se mordió la lengua. Su irritación no tenía nada que ver con Fernanda. La pobre chica era demasiado joven y demasiado inexperta para saber qué hacer en caso de emergencia. Seguramente hasta ir sola al hospital le daría miedo. Cualquier adulto habría llamado a la compañía de taxis para quejarse, pero Fernanda carecía de recursos.


–Iré enseguida.


–Gracias. 


Horas después, dejaba a Fernanda y Sofía de vuelta en la casa que el dinero de Antonio les había permitido comprar. Sofía estaba dormida por fin, después de que le dieran un analgésico. No tenía nada, sencillamente le estaban saliendo los dientes. Pedro decidió ir a su oficina. Aún no había nadie, pero le dejó una nota a su secretaria para que cancelase todas sus reuniones. Luego fue a desayunar con su amigo Nicolás, en un restaurante al que solían acudir cada semana para hablar de sus cosas. Eran amigos desde la universidad. Nicolás era abogado y su bufete se encargaba de todos los asuntos legales de Star Chasers. Salvo el asunto del fideicomiso para Sofía.


–Tienes un aspecto horrible –le dijo su amigo.


–No me extraña. Mira, quiero enseñarte una cosa.


–¿Como amigo o como cliente?


–Como amigo –suspiró Pedro, sacando la carta que le había enviado Antonio, esa carta que había cambiado su vida.


Nicolás, que también había conocido a Antonio, arrugó el ceño.


–Menudo canalla. Sí, bueno, deja un dinero para la niña, pero… ¿Y Paula? Supongo que tú has seguido sus instrucciones, de modo que ella no sabe nada.


–Por eso necesito tu consejo –suspiró Pedro.


Su amigo lo miró, guiñando los ojos.


–Hay algo entre Paula y tú –dijo entonces, como si fuera el oráculo.


–Sí, bueno… No quiero hablar de eso ahora.


–Ah, lo que me imaginaba –sonrió Nicolás–. En fin, ésta es mi opinión profesional: esto no es un documento legal. No te obliga a nada. Y ahora, si quieres, puedo darte mi opinión como amigo.


–Sí, por favor. 

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