–Sólo somos amigos –se dijo a sí misma–. Y vamos a pasar el día juntos. Nada más.
Pero no era eso lo que vio en los ojos de Pedro cuando salió del baño.
–Estás muy guapa.
Paula lo fulminó con la mirada. Ésa no era manera de empezar un día con un amigo.
–¿Por qué me miras con esa cara?
–No quiero que las cosas se compliquen entre nosotros, Pedro.
–Muy bien. Nada de bañeras, nada de galletas y nada de besos.
–Perfecto –asintió ella–. Eso es lo que quiero.
Mientras salían de la casa, Pedro dejó escapar un suspiro. Pero se encargó muy mucho de disimular.
Paula había pensado que tendría miedo de viajar en la moto, pero Pedro conducía tan bien que, en cuanto salieron a la autopista, se sintió encantada. Además, era evidente que estaba en forma. Tenía que abrazarlo por detrás y podía jurar sobre la Biblia que no tenía una onza de grasa en el estómago. Hacía un día maravilloso, perfecto para ir de merienda. Las hojas de los árboles empezaban a volverse doradas y el sol caía suavemente sobre los campos que bordeaban la carretera. Pronto se cruzaron con un grupo de vaqueros moviendo ganado a los pastos del norte y, en la distancia, podían ver las Rocosas.
–Mira –dijo Pedro, deteniendo la moto en el arcén.
Estaba señalando un pájaro enorme que Paula reconoció porque había comprado recientemente un libro sobre aves. Era un águila dorada, más grande incluso que el águila calva. Estaba apoyada en un árbol, mirándolos. Pero, de repente, abrió las alas y salió volando.
–¿Qué tal? –preguntó Pedro, volviendo la cabeza.
–Bien, me encanta. Es tan… liberador. Seguramente viajar en moto es lo más parecido a volar.
–Y no tienes que usar paracaídas.
Estuvieron observando al águila durante unos segundos y luego Pedro arrancó de nuevo. Pronto llegaron a una carretera vecinal flanqueada por álamos y, unos minutos después, los árboles dieron paso a la hierba. Estaban en los famosos prados de Alberta. Cuando llegaron al pueblo de Longview, decidió parar en un restaurante para tomar café. Pero, con una sonrisa diabólica en los labios, pidió también dos galletas de chocolate.
–Prometiste que nada de galletas –protestó Paula.
–Debo tentarte con algo.
–¿Por qué?
–Porque te traído aquí con un motivo secreto.
–¿Ah, sí?
–Quiero que me cuentes qué sabes de la vida de los solteros.
–No te entiendo.
–Por ejemplo, ¿Tú sabes que ahora la gente se acuesta en la primera cita? Eso no pasaba cuando nosotros éramos jóvenes.
–¿Se puede saber qué clase de pregunta es ésa? –preguntó Paula, después de atragantarse con la galleta.
–Sólo era una pregunta. Por hablar de algo.
–Eso no es verdad.
–Sí, bueno, lo cierto es que estoy un poco preocupado por tí. Ya sabes, volver al mundo de los solteros… los jóvenes te encuentran atractiva y podrías… en fin, pasarlo mal.
–¿Los jóvenes me encuentran atractiva?
–Pues claro. Marcos, por ejemplo.
–Marcos me llama «señora» –sonrió Paula–. Incluso mamá.
–¿Ah, sí?
–Es que el otro día le llevé un bocadillo y limonada casera.
–Bueno, yo no estaba pensando específicamente en Marcos. Más bien en… no sé, hombres en general, desconocidos. Creo que deberías saber lo que puedes esperar.
Paula se alegraba de haber dejado la galleta porque seguramente volvería a atragantarse cuando le diera la risa. Pedro parecía haber olvidado que tenía una hija de dieciocho años, de modo que estaba muy al día sobre los «métodos» de ligoteo de los chicos y chicas de hoy en dia.
-Qué buena idea. ¿Por qué no me cuentas todo lo que sabes?
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