Entonces empezó a sonar el teléfono y corrió a la cocina para contestar. Era Valentina.
–No te imaginas lo que he estado haciendo estos días.
Le contó a su hija lo de la casa O’Brian, la excursión en moto con Pedro, le habló de Diana, de Marcos… hasta le contó el destrozo de cristales que había en el sótano.
–¿Mamá?
Paula se dió cuenta entonces de que Valentina estaba llorando.
–¿Qué te ocurre, cariño?
–No me pasa nada. Es que hacía años que no parecías tan feliz. Y eso me hace muy feliz a mí.
–Quieres decir que no me habías visto tan feliz desde que murió tu padre.
–No, no quiero decir eso. Quiero decir que nunca te había visto tan feliz.
Todos esos años intentando organizar el cumpleaños perfecto, haciéndole disfraces para las fiestas del colegio, ocupándose de que hiciera los deberes a tiempo y decorando la casa para Navidad… nada de eso había podido engañar a una niña. Siguieron charlando durante un rato y, después de colgar, Paula se acercó a la ventana. Ahora entendía su fascinación por esa garza real. Ese ave representaba lo que ella no había tenido nunca: libertad. La oportunidad de ser feliz. Era la primera vez en muchos años que era responsable sólo de sí misma. Podía romper todas las figuritas de cristal que quisiera, tumbarse en la hierba, comprar el coche que le diera la gana, vestirse y peinarse como mejor le pareciese. Se abrazó a sí misma, mirando las estrellas, y pidió un deseo: saber lo que era alcanzar una de ellas, perseguir un sueño y poder tocarlo con los dedos. A la mañana siguiente, estaba en una ampliación del porche trasero de la casa O’Brian, una ampliación porque no estaba en el plano original, con Marcos. La madera estaba por completo carcomida, pero no le importó porque el sentimiento de felicidad que había experimentado la noche anterior seguía con ella.
–Yo creo que deberíamos tirarlo.
–Estoy de acuerdo.
Estaba quitándose telarañas del pelo cuando vió el coche de Pedro en la puerta… Paula se quitó el mono de trabajo a toda velocidad y Marcos la miró de arriba abajo, apreciativo.
–¿Qué vas a hacer para el día de Acción de Gracias, Marcos?
–Pues… no lo sé.
–Mi hija volverá a casa de la universidad. A lo mejor te gustaría cenar con nosotras.
–¿Tu hija? –repitió él, sorprendido–. Sí, bueno, no sé… ya hablaremos.
Después de eso, se alejó hacia el otro lado de la casa.
–¿Dónde va con tanta prisa? –preguntó Pedro.
–Le he preguntado si quería cenar conmigo y con Valentina el día de Acción de Gracias… pero me parece que no le ha gustado mucho la idea.
–Ya me imagino. Una madre sólo quiere presentar a su hija cuando tiene ciertas intenciones. Además, la hija podría tener dos cabezas o pesar doscientos kilos.
–Yo no tengo ninguna intención. Y ya sabes que Valentina tiene una sola cabeza y pesa lo que tiene que pesar.
–Sí, yo lo sé. Pero no creo que Marcos lo sepa.
–¿Se puede saber qué tienes contra Marcos?
–Nada. Pero es un hombre. Y yo sé cómo piensan los hombres. No quiere salir con tu hija porque tendría que ser decente con ella… ya que te conoce a tí.
–¡Pedro! Eres un cínico.
–Sí, bueno, ¿Qué se le va a hacer? Ven, tengo algo para tí en el coche.
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