Él no estaba preparado. No quería ver a Paula saliendo con otro hombre. Cuando colgó el teléfono, Pedro intentó decidir qué significaba eso. De repente, tuvo una inspiración. No iba a darle esos libros. Y tampoco iba a darle su número de teléfono a alguien como Ramiro. Nada de lecturas sobre los peligros del mundo. Paula nunca encontraría al hombre perfecto porque él sabía por experiencia que no había ningún hombre perfecto. La respuesta era tan evidente. La felicidad de Paula no pasaba por encontrar a un hombre. Ésa era una idea antigua y debería darle vergüenza haberlo pensado. No, la felicidad estaba en tener un propósito en la vida, como la casa O’Brian. De modo que tenía que encontrar un pasatiempo para ella. Algo que hacer cuando volviese de trabajar. ¿Qué sabía de ella? Le gustaban los pájaros, le gustaban las cosas antiguas. Le gustaba cocinar… ¡Clases de cocina! Eso era. La convencería para que fuese a una escuela de gastronomía. Pero ¿En qué estaba pensando? Eso debía de ser el equivalente a un club de solteros para mayores de treinta años. No, no. De vuelta a la casilla número uno. Unos buenos libros, quizá algunas películas en DVD. De nuevo, encendió el ordenador y se puso a buscar en Internet: Observación de aves para principiantes. Restauración de muebles antiguos. Una guía para hacer pan casero. Sonreía mientras llenaba su carrito virtual. Y entonces se detuvo. Por alguna razón, recordó su expresión mientras le preguntaba a Marcos cómo esperaba que fuera su futuro. Cuando Marcos contestó que quería tener un cachorro, Paula prácticamente se derritió. ¡Eso era, un cachorro! Una tonelada de libros y un cachorro para Paula Chaves. ¡Su vida estaría llena de cosas que hacer! ¿Y dónde iba a encontrar compañía más perfecta que la de un perro? Un amigo leal, afectuoso. Incluso podría aportarle seguridad en ese barrio tan poco seguro que había elegido para vivir. Silbando de alegría por haber encontrado, al fin, la respuesta, sacó del maletín todos los libros sobre cómo encontrar al hombre perfecto y los tiró a la basura. Ahora, lo único que tenía que hacer era encontrar al perro perfecto.
Paula estaba sentada en el cuarto de estar, rodeada de cajas. Abrió una, sin el menor interés: fiambreras. Qué emocionante. Cerró la caja y escribió: "Cocina". Luego abrió la siguiente: toallas. Suficientes toallas para una mansión con cuatro cuartos de baños. Toallas que Antonio había usado. Cerró la caja y escribió: "Para la parroquia". No quería pensar en Antonio, de modo que dejó las cajas y fue al baño. Le gustaba lo que veía en el espejo: el pelo despeinado, las mejillas rojas del sol. Sus ojos eran los de una persona que había decidido vivir. Y confiar. Pensó en Pedro dándole absurdos consejos para conocer hombres y tuvo que sonreír. Qué buen amigo. ¿Algún día sería algo más que eso? Él la hacía reír. En cierta forma, era tan cómodo como un sillón viejo y, por otro lado, era excitante estar con él. Había un mundo inexplorado en el verde de sus ojos.
–No te pases –dijo en voz alta–. Tienes que ir despacio.
Eso era lo que le había enseñado la vida. Y, sobre todo, la muerte de su marido, mezclada con el descubrimiento de su infidelidad. Antonio había muerto en el incendio de un hotel en compañía de su amante de la que Paula jamás supo nada. Su marido había estado engañándola durante años mientras ella se ocupaba de dirigir la casa y criar a su hija. Pero las cosas entre ellos nunca fueron bien. Antonio se había casado con ella por obligación. Ese matrimonio y la niña habían sido su razón de vivir y una condena para él. De modo que siempre intentó compensarlo, tratando desesperadamente de ser lo que él quería para que no la odiase. Ni a ella ni a Valentina. Paula respiró profundamente. ¿Por qué seguía teniendo tanta influencia sobre ella? ¿Cómo se había atrevido a hacerla sentir culpable por el nacimiento de Valentina? ¿Cómo se había atrevido a tratar la idea de tener más hijos con desdén? ¿Cómo se había atrevido a tratar su amor por él como una obligación? La siguiente caja que abrió estaba llena de carísimos objetos de cristal. A Antonio le encantaban los símbolos de riqueza. En los cumpleaños, aniversarios o Navidades siempre le regalaba algún objeto de cristal para añadir a su colección sin pensar siquiera que lo único que ella quería era un regalo hecho con cariño. Cerró la caja, pero no puso una etiqueta. La bajó al sótano y, después de dejarla sobre el duro suelo de cemento, tomó una figurita de cristal… que lanzó contra el suelo con todas sus fuerzas. Cuando terminó con la caja, el sótano estaba cubierto de cristales y ella había gritado hasta quedarse ronca. Había insultado a Antonio como no lo hizo jamás en veinte años de matrimonio. Y ahora, agotada, miró la pila de cristales y le dio un ataque de risa. Paula Chaves, sola en el sótano de su casa, gritando como una loca, diciendo palabrotas que harían sonrojar a un marinero. Pero ahora se sentía en paz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario