martes, 3 de noviembre de 2020

Promesa: Capítulo 22

 Había hecho bien en acompañarla. Porque Paula se mostró encantada con su amigo, el experto en restaurar antiguos suelos de madera, pero evidentemente el encanto era mutuo. ¿Pensaba que Eduardo no era un hombre como los demás sólo porque tuviera setenta años? Al final del día, Pedro estaba exhausto, pero Paula estaba más guapa que nunca y sus ojos brillaban de alegría mientras hablaba de sus suelos y de sus bañeras.


–Gracias, Pedro. Lo he pasado estupendamente.


Y sí, lo habían pasado bien. Había sido un día maravilloso y agotador. Y tenía tanto que enseñarle, que se sentía agotado sólo con pensarlo.


–¿Qué te parece si vamos a dar una vuelta con la moto el sábado?


–Pues… no sé. Bueno, sí, la verdad es que me encantaría. ¿Qué me pongo para ir en moto?


De repente, Pedro tuvo la horrible, horrible impresión de que Paula con un pantalón de cuero iba a ser mucho peor que ella en una bañera. ¡Las cosas que hacía un hombre por cumplir con su deber!


–No te preocupes, yo buscaré algo para tí.


Paula comprobó la dirección por última vez, aparcó delante de la casa y bajó del coche. La casa donde vivía Pedro, de dos pisos, tenía un aspecto elegante y caro. El exterior era de ladrillo rojo y la puerta era un enorme portalón de madera labrada. Todo parecía muy masculino, algo que armonizaba perfectamente con su propietario. No lo había visto desde que fueron juntos a comprar la bañera unos días antes, pero había hablado con él por teléfono, a veces más de una vez al día, para comprobar detalles o para pedirle consejo. Cada día se enamoraba un poco más de la casa O’Brian, aunque era tan protestona y difícil como una anciana. Pero le encantaba su trabajo. Le encantaba levantarse por la mañana y tener un sitio al que ir, una ilusión. Pedro debía de estar esperándola porque abrió la puerta cuando iba a llamar al timbre. Llevaba una camiseta blanca y un pantalón vaquero. Parecía más un chico joven que el hombre de negocios que era. Y el pelo de punta pegaba con aquel Pedro. El pelo que ella había tocado mientras estaban en la bañera. Lo observó, recordando otras cosas. El sabor de sus labios, por ejemplo. La dureza de su cuerpo apretado contra ella… 


–Esto no es una cita, ¿Verdad? –preguntó, de repente. 


Pedro soltó una carcajada.


–Si eso te hace sentir incómoda, no. Además, una vez que has compartido una bañera con un hombre lo peor ha pasado. ¿Quieres ver la casa o nos vamos?


Por supuesto, Paula quería ver la casa… y los secretos que se escondían en ella. Tenía buen gusto, pensó, y la decoración era sofisticada. Pero el único secreto que descubrió fue lo que ya había imaginado: que el mundo de Pedro Alfonso era más abierto, más amplio que el suyo.


–Mientras yo pasaba el día cuidando de mi hija, tú estabas en África –dijo, suspirando.


–No digas eso como si una cosa fuera mejor que la otra. Eran diferentes, nada más. Yo no tengo una hija tan estupenda como la tuya.


–Sí, claro –sonrió ella.


–¿Sabes que a veces te miraba y pensaba que las cosas podían haber sido diferentes para mí?


–¿Cuándo?


–En Navidad, por ejemplo, después de mi divorcio. No sabes cómo me habría gustado ser yo quien decorase el árbol o el que montase el triciclo.


–¿Lo dices en serio?


–Claro que sí. 


Paula lo miró a los ojos y supo que era verdad. Pero su marido había tenido eso y jamás había mostrado agradecimiento alguno. El matrimonio, las obligaciones familiares eran una prisión para Antonio. Pero aquél no era el día para pensar en esas cosas.


–Toma, he encontrado unos zahones de cuero para tí. Así no se estropearán tus pantalones.


–Ah, gracias.


–Puedes ponértelos en el baño del pasillo… no tiene bañera, para que no sientas ninguna tentación.


Paula le dió un golpe en el hombro y él sonrió. Y las diferencias entre sus dos mundos desaparecieron. Si había esperado estar sexy con esos zahones de cuero, se había equivocado. Aunque era una prenda hecha para una mujer, le quedaban demasiado grandes. ¿A cuántas mujeres se los habría prestado?, pensó entonces. Aunque la vida privada de Pedro no era asunto suyo. Quizá debería haberle preguntado qué estaban haciendo antes de ir a su casa. ¿Dónde iba aquella relación? ¿Cuáles eran sus intenciones? ¿Cuáles eran las suyas? Pero cuando vio su imagen en el espejo, pensó que estaba poniéndose demasiado seria. ¿No podía pasarlo bien sin darle tantas vueltas? ¿Tenía que analizarlo siempre todo? ¿Le rompería Pedro el corazón? 

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